Era la una de la mañana y Guy Halverson estaba sentado en su sala de estar. No se había movido por más de una hora. El accidente de la tarde se seguía reproduciendo una y otra vez en su mente.
La luz se había tornado roja, pero él tenía prisa y aceleró. Un borrón naranja vino desde su derecha, y en una fracción de segundo hubo un golpe violento, y luego el ciclista rodó por su capó y cayó en el pavimento, más allá de su vista. Las bocinas resonaron con furia mientras él entraba en pánico. Pisó el acelerador y escapó del caos tras el chillido de sus neumáticos, abatido y manteniendo un ojo en su espejo retrovisor hasta que llegó a casa.
«¿Por qué huiste, idiota?».
Nunca había cometido un crimen antes y se castigaba a sí mismo imaginando años de cárcel, la pérdida de su trabajo, de su familia, de su futuro.
«¿Por qué no vas a la policía ahora mismo? Puedes pagar un abogado».
Luego, alguien llamó a la puerta y su mundo súbitamente se desmoronó a sus pies.
«Me encontraron. No hay nada que pueda hacer aparte de responder. Correr solo empeorará las cosas».
Su cuerpo temblaba. Se levantó, fue a la puerta y la abrió. Un oficial de policía estaba parado debajo de la luz del porche.
—¿Señor Halverson?
Él dejó salir un suspiro de derrota:
—Sí. Déjeme…
—Me temo que le tengo malas noticias. Su hijo estuvo involucrado en un atropello con fuga esta tarde. Fue golpeado en su bicicleta y murió en la escena… En verdad lamento mucho su pérdida.
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Oloverga