El hombre del campo

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El hombre del campo


La pequeña niña observaba el cielo campestre, veía hermosas nubes flotando, avanzando perezosas hacia donde el viento decidiera llevarlas. La tarde caía, somnolienta, sobre el extenso campo, verde hasta donde alcanzaba la vista. A su derecha, el sol despedía destellos rosáceos sobre las nubes, entre grandes espacios invadidos por árboles. A su izquierda, las montañas brumosas ya ocultas en la oscuridad la observaban impasibles, antiguas, indiferentes. La niñita se levantó de la silla en la que estaba, vigilando, sí, como su madre le había ordenado; no había ensuciado su vestidito azul con un bonito estampado de borreguitos en la pechera, sus zapatitos blancos y sus calcetas con encajes. Tomó uno de sus juguetes, el osito que la hacía sentir más segura, y dio unos pasitos titubeantes hacia adelante. Alguien en el extenso campo de cultivo de maíz que crecía frente a ella la observaba, siempre con la misma cara indiferente e inmóvil, con los brazos extendidos en cruz. Ella no sabía por qué esa persona seguía ahí. ¿No se cansaba, acaso? ¿No le daba sed, o hambre? Ella era curiosa, ella quería saber.

Tomó un respiro para valentía, miró hacia atrás, donde su madre, medio dormía, meciéndose parsimoniosa y rítmicamente en la gran silla de madera; no se ausentaría mucho. Avanzó cautelosa hasta la gran muralla de plantas de maíz. Había espacios entre plantas, justo para que ella pasara por ahí. Se colocó en el punto en el que solo debería ir hacia adelante para llegar directo adonde quería.

La niña sentó a su osito en el suelo, justo detrás de ella; en su mentecita él la iba a vigilar y a proteger. Dio un gran suspiro y comenzó su camino. Avanzaba, teniendo cuidado con sus pies. Ella veía que sus zapatitos se ensuciaban de barro, sabía que mami la iba a reñir, pero el hombre del campo podía necesitar ayuda.

Poco a poco la oscuridad se cernía sobre ella, haciendo que no viera más allá de unos centímetros. Filas tras filas de grandes plantas se repetían ante sus ojos y el camino parecía infinito. Escuchaba sonidos, como un susurro de viento, pero no sentía nada. Era movimiento, a su alrededor. Comenzaba a ponerse muy nerviosa. Avanzó más rápido para poder terminar con eso de una vez, ella avanzaba y los sonidos aumentaban, inquietantes. No supo cuándo había comenzado a correr, con toda la fuerza que le daban sus piernecitas. Se adentraba cada vez más en aquel maizal, los músculos quemaban, los pulmones no parecían suficientes. De repente, justo frente a ella, se abrió un espacio libre de plantas con una estaca en cruz justo en el centro…

…Pero algo faltaba… El hombre del campo no estaba en donde siempre. La niña volteó, desesperada, buscando en cada lugar que podía ver, exhausta, inhalando grandes bocanadas de aire que se negaban a permanecer en sus pulmones. De repente, encontró con la mirada a un bulto, justo donde iniciaban las plantas; parecía una gran muñeca, doblada a la mitad, con los brazos extendidos a su lado, con paja saliendo por las hendiduras de sus ropas gastadas. La muñeca levantó despacio la cabeza y el vértigo se apoderó de la niña. Era el hombre del campo, fuera de su lugar. Sus ojos inexpresivos brillaban con maldad, y una sonrisa cosida en los labios se expandía, tétrica, por su cara. La niña profirió un grito chillante, ese no era un hombre, eso no era humano.

La criatura se levantaba despacio mientras la pequeña sentía sus rodillas chocar contra el barro. El hombre del campo se ponía en posición, la niña sabía que saltaría sobre ella. La pequeña sintió su pecho contra el suelo, y después su rostro, pero ni cerraba los ojos, ni perdía de vista a la criatura, la cual se acercaba agazapada. La niña no podía más, tenía tanto miedo. Escuchó a lo lejos que alguien gritaba su nombre en desesperación, y sonidos en el maizal, diferentes que susurros; eran pasos de mucha gente que corría. La pequeña sonrió, venían por ella. Vio el gesto de furia de la criatura y cerró los ojos, dejando a la inconsciencia curar su terror.

Cuando la niña vuelve a aquel pueblo, a aquel maizal, aún observa el infinito, recordando un raro sueño que tuvo alguna vez, había sido hace tanto tiempo y nada fue igual desde entonces. Aun cuando le pregunta a su padre por el espantapájaros que había en el centro de aquel maizal, él evita su mirada, volviendo el ambiente tenso, y le dice, con amor: «Ahí nunca hubo nada, cariño. Siempre tuviste una gran imaginación». Pero ella dudaba. Ella guardaba el recuerdo de un rostro en su mente, y unos zapatitos enlodados en el armario de su habitación.

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2 comentarios

No es increíble, pero está bien contada. No es creativísima, pero está. bien. contada. El clímax se me ha parecido muy emocionante, y el final te deja una sensación de ligera incomodidad. No exagera, pero te da lo justo.

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