Asesino

Parecía que se había despertado de un mal sueño, pero en realidad se había ido totalmente mientras estaba parado frente a la cinta automática transportadora, en su puesto de trabajo. Fue tan solo un momento de abstracción, unos segundos de blanco total en su mente que bastaron para desencajarlo por completo.

Su tarea era revisar las balas que salían dañadas, quitarlas de la cinta transportadora y reenviarlas a la fundidora; pero no entendía nada. No entendía que estaba trabajando. No entendía por qué estaba ahí. No sabía ni quién era, y comenzó a gritar como un desquiciado:

—¡¿Dónde estoy?! ¡¿Quién soy?!

Ninguno de los otros tres que se encontraban en esa sección de la fábrica le respondieron, parecía que no lo habían oído, como si no les importase el problema existencial de su compañero.

—¿Quién soy? Por favor, que alguien me lo diga. ¿En dónde estamos?

Solo lo ignoraban.

En una escalera que se dirigía a una especie de sector de oficinas, pudo ver cómo una de las puertas se abría. Alguien lo había escuchado y bajaba por aquellas escaleras. Un tipo medio gordo, calvo y de traje elegante color negro. No terminó de llegar al piso. El tipo del traje solo se quedó mirándolo desde la mitad de la escalera.

Sin dejar de gritar, esperaba alguna respuesta que lo aliviara. Ahora dirigía sus preguntas, cada vez más enojado, más frustrado, al tipo de traje:

—Señor, por favor. Dígame quién soy. ¿Por qué nadie me responde?

La desesperación que tenía a esas alturas de la situación no era humana. No iba a soportarlo mucho tiempo más. Decidido, tomó una de las herramientas —de punta filosa en su extremo— y se acercó violentamente hacia uno de los que estaban trabajando cerca de su puesto. Lo interrogó una vez más, pero esta vez fue imperativo:

—¡Dime quién soy!

Al no tener respuesta alguna, lo golpeó muy fuerte a la altura del cuello con la punta filosa de la herramienta que había tomado a modo de arma. El sujeto cayó al piso inmediatamente y empezó a convulsionar. Se derramó un líquido incoloro desde la herida.

Ese fue su punto de quiebre, el punto sin retorno para su desequilibrio existencial. Golpeó a los otros dos que seguían en lo suyo como si nada; ambos cayeron y convulsionaron al igual que el primero, y luego atacó al tipo gordo de traje (a pesar de que este intentó volver a su oficina desesperadamente). Le había clavado la punta de la herramienta en el estómago.

Totalmente fuera de sí, salió por la única puerta que había en esa fábrica de balas. El exterior era enorme. Aquel no era más que un sector de la fábrica de más de una manzana de extensión. Toda la zona estaba delimitada por una cerca de hierro y alambre de púas en la parte superior. Los guardias lo estaban esperando en uno de los portones principales de entrada y salida. El escándalo que había comenzado fue percibido por la seguridad de la fábrica, y las cámaras habían grabado sus asesinatos a sangre fría.

Él se acercó hacia los guardias y al portón repitiendo su única pregunta, la única que le importaba por sobre todas las cosas. Los guardias, armados y apuntándole, le ordenaron arrojar la herramienta y tirarse al suelo boca abajo; de lo contrario abrirían fuego. Él solo seguía acercándose, cada vez más amenazante, y gritó de nuevo:

—¡¿QUIÉN SOY?!

Una balacera le llovió sobre el pecho. No convulsionó. Solo se desplomó sobre el piso y las tuercas y tornillos que sostenían su cabeza se salieron por completo. También derramó el mismo líquido incoloro, aceite.

Dos de los guardias que le habían disparado se acercaron hacia él lentamente. Ya no le apuntaban. Ya no era una amenaza.

Uno de los guardias, el más viejo, le dijo a su compañero:

—Es el tercero de esta semana. No sé qué es lo que les hacen, pero cada vez son más humanos. ¡Malditos robots!

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Creación propia con base en una historia de Stephen King

rodrgo

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