Primero escuchas las pisadas disparejas.
Ras
Clic
Ras
Clic
Es así como sabes que está detrás de ti. El talón de su zapato izquierdo está roto. Lo arrastra por el césped con cada paso, un contraste marcado con el cliqueo inmutable de su único tacón intacto.
«Ayúdame», susurra. Es un pedido de auxilio urgente y angustiado.
«Por favor, estoy herida. ¡Ayúdame!».
No te des la vuelta, es ahí cuando te atrapa.
No corras. Te atraparía de todas formas, pero esta vez hará que duela.
O al menos ese es el rumor.
Todo pueblo pequeño tiene una leyenda que todos conocen y aseguran que es verdad porque el abuelo del vecino del primo del mejor amigo de tu hermana conoció a una persona a quien realmente le sucedió.
La de nuestro pueblo era La Lisiada, nombrada así por su andar distintivo.
Se decía que, hace unas décadas, había sido una maestra de escuela primaria. Joven, hermosa y la víctima de un asesinato terrible. Una noche, iba caminando a la casa que compartía con sus padres cuando se dio cuenta de que estaba siendo perseguida. Aceleró, y su perseguidor hizo lo mismo, hasta que ambos iban corriendo por un carril oscuro abierto que no tenía más que kilómetros de tierra de labranza a ambos costados.
Su talón se rompió, su tobillo se torció, cayó y su perseguidor se convirtió en su asesino.
Fue un ataque lento y tortuoso que la dejó cubierta en heridas de puñal y con una pierna molida. Para cuando el asesino había acabado, simplemente dejó que se desangrara a un lado de la carretera. No fue encontrada hasta la mañana siguiente, y lo único que quedaba por hacer era encontrar al responsable. Mientras que algunos creían que el sujeto fue capturado y sancionado poco después, otros piensan que él o ella aún sigue prófugo, y que «La Lisiada», como pasó a ser conocida la víctima, no descansará hasta que su asesino sea capturado.
Siempre tuve una postura escéptica acerca de esta historia. He transitado cientos de veces el lugar por el que se supone que ella debe aparecer, sin ningún incidente. Al igual que todas las personas que conozco. Si un fantasma asesino vivía ahí, estaba bastante segura de que ya lo habría visto.
Le repetí esto a mi amiga, Stefi, cuando sacó el tema de que el amigo de un amigo de un amigo se había encontrado con La Lisiada.
—¡Es verdad! Iba por la carretera vieja hace unas noches y la vio —insistió testarudamente durante la hora del almuerzo.
—Si realmente la vio, ¿no estaría muerto? Pensé que no te debías dar la vuelta.
—La escuchó, lo que sea. Sabes a qué me refiero, Rina.
—Claro —dije, rodando los ojos. A Stefi siempre la frustró que yo no compartiera su voluntad para creer en lo increíble—. ¿Entonces cómo escapó?
—Dijo las palabras, ¡duh!
—Ah, claro, las últimas palabras de la mujer. Palabras que de alguna forma todos conocemos sin siquiera haber capturado a la única persona que las pudo haber escuchado.
—Las conocemos porque el asesino nunca fue capturado. Él se las contó a alguien que se las contó a otras person-
—Y todos mágicamente sabíamos que teníamos que usarlas para protegernos de ser asesinados —terminé su frase.
Stefi frunció el ceño. Ella amaba todas las cosas espeluznantes y sobrenaturales, y había pasado mucho tiempo investigando nuestras leyendas locales, especialmente a La Lisiada.
—No es magia, simplemente le recuerda a su madre, y su pesar la distrae, dejándote en paz.
—Bien, bien —accedí, esperando que eso fuera suficiente para dar por terminado el tema. Era un argumento que ninguna de las dos iba a ganar, y no tenía ganas de ahondar (de nuevo) sobre si un fantasma era real o no.
A mis quince años, ya se empezaba a sentir ñoño.
Stefi, sin embargo, no lo iba a dejar ir tan fácilmente.
—Dicen que su espíritu perdura porque atraparon al sujeto equivocado, y ella está molesta al respecto. Parece ser que prácticamente todos lo sabían, pero a nadie le importó porque querían tener a alguien a quien culpar. ¿Ni siquiera te sientes un tanto mal por ella? Aún está esperando justicia después de todo este tiempo.
—Stefi…
—Solamente persigue a las personas que no creen en ella, ¿sabes?
No me gustó la manera en la que Stefi dijo eso, como si se le estuviera metiendo una idea que yo no aprobaría, y negué con la cabeza.
—Sea lo que sea, no.
—Podríamos ir ahí, al lugar que acecha.
—No. No seas tonta.
—De todas formas, no eres una creyente, ¿así que cuál es el gran lío?
—He ido por ahí bastante, ¿ya? Nunca pasó nada.
—¿Has ido después del anochecer? —Stefi había comenzado a sonreír.
—No, ¿y qué?
—Es entonces cuando está activa. Durante el día no cuenta.
—Esto es tonto —dije de nuevo.
—¡Iremos esta noche!
Cada argumento que tuve fue recibido con preguntas acerca de si tenía demasiado miedo, y Stefi se burlaba de mí por ser gallina. Lo siguió haciendo por el resto del almuerzo, a lo largo de la clase de Ciencias que compartíamos, y después de eso me pasaba notas por los pasillos. Para cuando la campana de salida timbró, ya me había agotado.
—Pero no lo haré porque crea que está ahí —procuré que supiera—. Solo voy para que te calles.
El sol se acostó apenas después de las cinco de esa tarde. A las siete, nos habíamos reunido en nuestras bicicletas frente a mi vecindario. Sus padres pensaban que estábamos haciendo un proyecto en mi casa; los míos pensaban que estábamos en la de ella, y teníamos dos horas para conducir hacia la granja en donde se rumoraba que La Lisiada acechaba y regresar antes de que nuestros padres comenzaran a intercambiar llamadas telefónicas.
Pedaleamos con fuerza y rapidez, dejando atrás el resplandor de las ventanas y el alumbrado público, hasta que la oscuridad engulló el mundo a nuestro alrededor. Con solo la luz de la luna para guiarnos, tejimos nuestro camino por la ciudad y pasamos a las afueras, en donde los insectos eran más ruidosos, las estrellas más brillantes y la seguridad derivaba de saber que estábamos rodeadas por otras personas se había desmoronado.
Fue difícil no sentirme completamente expuesta en la intemperie de esa carretera vieja, en donde campos planos se estiraban al horizonte por cada costado. Encontramos un granero ocasional o alguna casa de hacienda asentada por vías largas y polvorientas. Pero, aparte de eso, realmente solo éramos nosotras, nuestras bicicletas y la noche.
—Ahí delante —dijo Stefi por detrás de mí—. ¿Ves la cruz? Esa es su marca.
Nos detuvimos con un derrape a unos metros de distancia, e intercambiamos una mirada desperdiciada en las sombras.
—¿Asustada? —me preguntó sin aliento por la emoción.
—No.
Fue una respuesta suficientemente honesta. Estaba nerviosa, claro, pero ¿quién no lo estaría cuando te encuentras afuera después del anochecer?
—Recuerda, si te das la vuelta, te atrapa. Si tratas de huir, hará que sea peor. Solo quédate quieta cuando esté cerca y di las palabras.
Stefi habló con tanta seriedad que tuve que sofocar una risita. ¡Era ridículo! No paraba de repetirle eso a todas las mariposas revoloteando en mi estómago, pero no sirvió de mucho.
Nos bajamos de nuestras bicicletas y las paramos sobre sus caballetes. Stefi buscó mi mano con la suya y entrelazó sus dedos con los míos. Estaba temblando.
—¿Lista?
—Terminemos con esto ya.
Caminamos hacia donde la cruz había sido colocada y nos detuvimos. Stefi apretó mi mano y dio un respiro lento y estremecedor. Su miedo empezaba a propagarse hacia mí, acelerando mis latidos; pero erguí los hombros y presioné mi mandíbula, dando un paso hacia enfrente.
Reptamos por el borde de la carretera, teniendo el cuidado de mantener nuestra mirada apuntando hacia adelante. Stefi me siguió recordando con un murmullo tembloroso que voltear en cualquier otra dirección nos traería problemas. Pasó un minuto o dos, no pudo haber sido más, a pesar de que se sintió así. Nada sucedió. Mi miedo comenzó a decaer, reemplazado por el regocijo ciertamente reanimador de que había tenido la razón, y casi volteé a ver a Stefi para entonar un «te lo dije».
Y entonces me di cuenta de lo tranquilo que estaba.
Todos los insectos que habían estado cantando ruidosamente desde que llegamos se habían quedado en silencio. No había llamadas distantes de las aves nocturnas, ninguna brisa recorriéndonos, nada.
Solo el sonido de nuestra propia respiración.
Para mi asombro, Stefi suspiró, decepcionada. Me pregunté si no se había dado cuenta de cuán silencioso todo se había tornado. ¿Cómo no podía sentir cuán claustrofóbico se había vuelto ese camino abierto, cuán encerradas estábamos en la oscuridad y el silencio?
Quise mencionarlo, pero la pregunta fue como un nudo en mi garganta que no pude desenrollar.
Detrás de nosotras, la grama se estremeció, seguido por el crujido de grava bajo pisadas. Como si alguien se estuviera abriendo camino lentamente por el campo, hacia la carretera.
Ras
Clic
Ras
Clic
Cada vello en mi cuerpo se crispó a un mismo tiempo.
—¿Rina? —No había notado que mi agarre en la mano de Stefi se había apretado tanto. Podía sentir su mirada sobre mí, pero no me atrevía a verla.
Desde algún punto por encima de mi hombro, una mujer empezó a gimotear suavemente.
«Ayúdame».
—¿Rina? —repitió Stefi.
—Y-y-ya viene — logré murmurar.
En vez de estar asustada, Stefi resopló.
—Muy chistosa. Lo capto, ¿sí? La Lisiada es un invento. Ahora estoy convencida. No hace falta restregármelo.
Ras
Clic
Ras
Clic
El sonido inconfundible de alguien aproximándose a nosotras, lentamente, dolorosamente, protestando con cada paso.
«Por favor», suplicó.
«Estoy herida y él no se ha ido».
—Stefi —siseé con lágrimas calentando mi mirada —. ¡Ya viene!
Debió de haber sido algo en mi voz, alguna tensión que solo el terror verdadero puede instigar, lo que convenció a mi amiga de que no estaba fingiendo. Agarró mi antebrazo con su otra mano y lo apretó hasta que sus uñas se estaban enterrando en mi piel.
—Solo va detrás de las personas que no creen. Esa debe ser la raz…
—¿Qué hago? —rogué con la mente en blanco.
Mi cuerpo entero me estaba gritando que corriera, que me alejara de esa cosa que se estaba acercando más y más, pero el pulso firme de Stefi y mi propio temor creciente me mantuvieron plantada.
«Por favor, date la vuelta. ¡Ayúdame!».
—Las palabras —dijo Stefi velozmente—. ¡Tienes que decir las palabras cuando esté justo detrás de ti!
¿Qué palabras?
Quería gritar, pero no podía hablar ni pensar; solo podía escucharla.
Ras
Clic
Ras
Clic
La leyenda decía que notarías sus pisadas irregulares y que estarías obligado a escuchar sus plegarias, pero nadie nunca mencionó el olor. La peste de podrido y tierra y sangre fluyendo por el aire, acorralándome lentamente y enrollándose en torno a mí como tentáculos. Sofocándome. Me atraganté y presioné mi mano libre sobre mi boca, sacudiendo mi cabeza violentamente, tratando de despejarla, tratando de encontrarle sentido a las cosas.
Stefi estaba jalando mi brazo y me decía algo, una y otra vez, pero apenas podía escucharla por encima de los chillidos. El olor se estaba engrosando demasiado, provocando que mi estómago se contrajera y que sus contenidos se elevaran hasta hacerme creer que vomitaría.
Me apoyé pesadamente sobre Stefi y ella se arrimó a mí para que sus labios estuvieran al lado de mis orejas. A través del velo de pánico y náusea, la escuché gritar:
—¡Di las palabras!
Ras
Clic
Ras
Clic
Estaba tan cerca detrás de nosotras que podía sentir el frío que irradiaba.
Las palabras. Tengo que decir las palabras.
«Simplemente le recuerda a su madre, y su pesar la distrae, dejándote en paz», escuché la voz de Stefi haciendo eco en mi cabeza.
Su madre. Las palabras le recuerdan a su madre. Sus últimas palabras.
—Po… Por favor —la bilis se alzó por la entrada de mi garganta—, mi madre me está esperando.
Las pisadas se detuvieron y fueron reemplazadas por un lamento agudo y devastador.
Desde algún punto de la noche, un perro comenzó a aullar.
Los insectos retomaron su canto. El viento silbaba por los campos. Sonidos de normalidad. De vida.
La Lisiada siguió chillando a medida yo redescubría mis piernas, y, acompañada de Stefi, regresamos a nuestras bicicletas. Nunca, en ningún momento, levanté la mirada del suelo. La única cosa que vi a medida que pedaleábamos a toda velocidad fue un par de pies magullados con medias rotas y zapatos altos, a uno de los cuales le faltaba el talón.
No dejamos de pedalear hasta que regresamos a mi patio frontal. Cuando llegamos, me abalancé a los arbustos al lado de la casa y vomité.
Stefi asegura que no escuchó ni vio nada esa noche, pero cree que yo sí lo hice. Cree que me encontré con La Lisiada. Traté de llegar a algún tipo de racionalización para ello, como el poder de la sugestión, pero cuando recuerdo esas pisadas, esos quejidos y el lamento final, sé que solo existe una explicación.
Y ahora yo, también, creo en La Lisiada.
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El ABC de las Pastas: 1 – 2 – 3 – 4 – 5 – 6 – 7 – 8 – 9 – 10
5 comentarios
Pensé que escribían navidad
Sería demasiado tarde para eso. :p
Disculpen, ¿alguien me podría explicar la relación que guardan estas cinco historias?
Gracias 😀
Se conectan en clarividencia
Son referencias en realidad
MALDITA LISIADAAAA…!!! (Lo siento me acorde de una novela popular mexicana xD) Muy buena historia 🙂