«H» es por Hegemónico

A través de la oscuridad del sistema de desagüe, basura podrida y la peste de agua estancada, el ministro Meisberger —líder espiritual y salvador de mi familia— nos condujo hacia la Cámara de Dios.

Barb había vomitado dos veces ante el desdén y el disgusto del ministro. Mis padres la habían reprendido por su falta de respeto y control sobre sus facultades. Yo también había vomitado, pero me lo tragué para evitar el castigo. Cada vez que Barb vomitó, mi madre la abofeteó y le ordenó que recobrara la compostura. Ya le había robado suficiente tiempo a nuestra agenda apretada.

Dios estaba regresando a la Tierra. Solo los siervos más devotos entrarían a la Cámara de Dios, y haber llegado tarde ciertamente penalizaría nuestras posibilidades de entrar. Provocar que el ministro llegara tarde a un evento tan trascendental nos habría conferido ira de la Congregación. Pudimos haber sido expulsados. No podía ni empezar a imaginarme lo que cambiaría si mamá y papá fuesen expulsados de la Congregación. Temía por nuestra seguridad. Más por la de Barb que por la mía.

Mi familia no era originaria de la ciudad. Nos vimos forzados a mudarnos cuando el trabajo de mi papá lo transfirió desde una ciudad del medio oeste hacia la sede principal. Mis padres no habían querido venir a la ciudad. Mamá y papá eran seguidores devotos de Jesucristo; fue así por la totalidad de sus vidas. Sus círculos sociales y bienestar espiritual giraban en torno a su iglesia. Haber sido arrancados de esto y arrojados a un ambiente completamente nuevo fue una sentencia de muerte para ellos.

Al no tener ninguna otra alternativa, rentaron un apartamento pequeño en la ciudad y no hicieron ningún esfuerzo por decorar o por hacer que ese lugar se sintiera como un hogar. Papá juró que era temporal. Después de un año en su posición actual, solicitaría una transferencia hacia otra parte. Muy lejos de la ciudad. Más cerca de gente con creencias afines.

Para ellos, las ciudades eran refugios para los impíos y paganos de pensamiento liberal. Aquellos que estaban a favor de la fornicación desenfrenada de la juventud al proveer anticonceptivos y condones. Aquellos que toleraban y aceptaban la abominación de hombres fornicando con hombres. Mujeres con mujeres. Aquellos que aceptaban estilos de vida diabólicos de libertinaje. Inmigrantes ilegales traficando drogas y buscando violar y saquear. Prostitución. Los creadores de pornografía. Sodoma moderna. Gomorra. Cualquier cosa que se te ocurriera, las ciudades suplirían esos pecados con creces. Mis padres eran fanáticos de mente cerrada, y yo los odiaba por pensar así.

Y lo que es más importante, no querían que Barb y yo cayéramos en la tentación que estos lugares proporcionaban. Asumieron la misión de encontrar el lugar de culto más tradicional, rígido y conservador que la ciudad pudiera ofrecer. Saltando de iglesia en iglesia, no fueron capaces de encontrar este lugar hasta que el ministro Meisberger se les acercó por los escalones de la iglesia a la que habían estado asistiendo. El ministro los invitó a una reunión especial en el centro comunitario, prometiendo acercarlos a Dios más de lo que nadie en la Tierra podría.

Asistieron a muchas reuniones con el ministro y se unieron a la Iglesia de Meisberger con un entusiasmo religioso renovado. La palabra de Meisberger se convirtió en ley en nuestro hogar y en nuestras vidas.

Hubo cambios mayores en nuestra familia. Toda vestimenta de color fue removida de nuestro hogar. Solo se permitía ropa negra. La ropa de color era el uniforme de los Inmundos. Destacar era un pecado. El negro era un reflejo de la oscuridad en el alma del hombre.

Nuestros televisores, computadoras y aparatos electrónicos fueron vendidos. Estos eran utilizados para esparcir información errónea y propaganda, y para tentar con pecados capitales al proveer acceso fácil a compras en línea, juegos de azar y pornografía.

Nos sacaron a Barb y a mí de la escuela, pues estas eran criaderos para esparcir las intenciones de los Inmundos. Que los demás niños vivieran en el pecado nos influenciaría a que pecáramos con ellos. Nuestros profesores nos instruían blasfemias y profanidades difundidas bajo el nombre de la ciencia. Ahora, nuestra educación estaba en las manos de nuestros padres, quienes nos educaban a partir de un plan de estudios aprobado y creado por Meisberger a partir de sus enseñanzas religiosas.

Como se pueden imaginar, Barb y yo no estábamos muy emocionados por los cambios severos en nuestras vidas. Me rehusé a entregar mi televisor y Xbox. Mi tableta y computadora. Se me arrebató todo lo que poseía que me brindaba felicidad, entretenimiento o interacción social. La única forma de entretenimiento que se nos permitió fue una copia de la Biblia de Meisberger. Si no le dábamos uso, a nuestros padres se les había encomendado facilitar sermones sobre ella.

Mi padre respondió a mi protesta por la pérdida de mis cosas con una cachetada firme a lo largo de mi rostro —un hombre que nunca en su vida me había levantado la mano—. No me dolió tanto como me sorprendió y me avergonzó. No solo ardía en un nivel físico; lastimó mi alma. De la noche a la mañana, el hombre que amaba y respetaba se convirtió en un hombre al que temía y despreciaba.

A Barb se le hizo mucho más difícil acostumbrarse a nuestro nuevo estilo de vida. Extrañaba a sus amigos y se escapaba de la casa con frecuencia para visitarlos. Regresaba con libros de contrabando y un iPod Nano que podía esconder con facilidad. Mamá y papá estaban dormidos cuando ella se iba y cuando regresaba. Sus excursiones nocturnas transcurrieron sin complicaciones por un tiempo hasta que abusó de su suerte y fue atrapada.

Barb llegó a casa y se encontró cara a cara con mi madre, quien había estado bebiendo un vaso con agua. Mamá despertó a papá, iniciando la primera de muchas discusiones explosivas. Me arrastré de la cama para ver lo que estaba sucediendo. Barb les rugía, refiriéndose a ellos como fanáticos religiosos y diciéndoles que Meisberger estaba arruinando nuestras vidas.

Ante la mención del nombre de Meisberger, papá impulsó su mano hacia atrás y abofeteó a Barb en la boca con más fuerza de la que había usado conmigo. Barb cayó por la cocina y golpeó las baldosas con un ruido sordo. Se sostuvo el costado de su rostro. Sus ojos se habían ampliado y su mandíbula se había abierto por el asombro. Me sentí identificado con su reacción. Sin otra palabra, Barb se precipitó hacia su habitación y cerró la puerta de golpe.

Sus objetos blasfemos fueron descubiertos cuando mama revisó su alcoba una vez que se había escapado. No regresó a casa por días y mis padres estaban furiosos con ella. El día que volvió, evidentemente estaba bajo la influencia del alcohol e hizo una rabieta contra el maltrato de nuestros padres. Esta vez, fue mamá quien repartió el castigo. Hizo llover golpes sobre su cabeza, tanto con palmas abiertas como puños. Barb se ovilló conforme los golpes llegaban. Los amenazó con ir a la policía. Fue aquí cuando mi padre verdaderamente perdió la cabeza.

El invitar a una autoridad opuesta a la Congregación al hogar y negocio de un hombre era un pecado grave. El Hombre era el líder del hogar y al único a quien se le permitía interactuar con el mundo exterior. Dios creó al Hombre para gobernar el hogar y dirigir a la familia. El Hombre era fuerte, resiliente y un autoritario. El cometido de la mujer era el de dar a luz a tantos hijos del Hombre como fuera posible, criar a esos hijos y encargarse del hogar.

Mamá reaccionó a la amenaza de Barb hiriéndola verdaderamente. Mamá la pateó; Barb, por reflejo, se abalanzó y empujó a nuestra madre a la pared. Luego hizo un intento por escapar. Papá la atrapó antes de que pudiera llegar a las escaleras. Barb chilló y gritó pidiendo ayuda. Algunos vecinos salieron de sus apartamentos para ver lo que estaba sucediendo. Eran latinos o algún otro tipo de extranjeros. Papá les dijo que Barb estaba tratando de escapar, y esa fue excusa suficiente para que lo olvidaran. Era una riña familiar. No era nada nuevo en una ciudad grande. Una persona gritando y portándose como una demente era habitual para la zona.

Papá regresó a Barb al apartamento arrastrándola del cabello. La tiró por la puerta de su habitación y la cerró detrás de sí. Me llamó para que le trajera su caja de herramientas y yo obedecí al no querer sufrir la ira de mi padre. Papá instaló un candado en la puerta y dejó a Barb atrapada dentro.

Era una prisionera en su habitación. Mamá le daba una cubeta para que pasara su excremento y orina. Era alimentada dos veces el día y se le daba un bote con agua para su sustento. Cuando comenzó a gritar, papá se puso firme. Me agarró un brazo, me llevó a la habitación de Barb y le dijo que, si no se calmaba, sus castigos ahora serían infligidos en mí.

Para demostrar su punto, papá torció mi brazo hasta que le estaba rogando que me liberara. La respuesta de Barb fue nada menos que un desastre.

«¡JODETE!», vociferó entre dientes y arrojó un plato de comida en el rostro de mi padre. Le pegó en la boca. El plato cayó al suelo, quebrándose y esparciendo comida por todas partes. Solo capté un vistazo del rostro de mi padre y hui en busca de refugio.

Se lanzó hacia la puerta de la habitación y la cerró de golpe, haciendo temblar el apartamento. Pero no ahogó el sonido de sus bofetadas y puñetazos golpeando carne. Mientras más fuerte gritaba Barb, más fuerte era la golpiza, que recibió hasta que guardó silencio. Mamá entró a la habitación y escoltó a papá hacia afuera. Había sangre en sus nudillos y en su rostro. Barb estaba desplegada en su cama. Su nariz estaba sangrando. Su rostro estaba rojo e inflado. Sus labios estaban partidos y ensangrentados. Lloraba, sollozando en silencio.

Después se estabilizó todo. Barb, temiendo que se impartirían castigos sobre nosotros dos, decidió acatar sus quehaceres, las lecciones espirituales de Mamá y las oraciones. Se remolcaba a sí misma por todo ello, inexpresiva, muerta por dentro, resignada ante su destino.

Se confinaba a su habitación, optando por el aislamiento. Yo hice lo mismo. Ahora nuestro hogar estaba en silencio todo el tiempo. Mientras papá trabajaba, mamá se enfocaba en sus estudios religiosos y en impartir nuestras lecciones. Fue la experiencia más miserable de mi vida y tenía demasiado miedo como para defendernos a Barb y a mí. La ira y furia de papá no era algo que quisiera vivir.

Dos semanas después del incidente, mis padres nos dijeron que nos mudaríamos para unirnos al resto de la Congregación. Barb trató de ocultar su reacción ante el anuncio. Las lágrimas y su mirada derrotada no pudieron disimular sus sentimientos. En cuestión de una semana, Meisberger llegó a nuestro hogar y mis padres le entregaron un cheque con sus ahorros de vida.

Mis padres donaron todo su dinero a la Congregación. Meisberger estrechó la mano de papá y le asintió su aprobación a mi madre —el contacto entre hombre y mujer no estaba permitido—. Les agradeció por su diezmo y prometió que las donaciones de nuestra familia nos reservarían un lugar en los cuarteles de residencia de la Congregación y un asiento al lado derecho del comedor de Dios en el Gran Reino de los Cielos para el Festín de Mil Almas. Durante su despedida, nos dijo que esperáramos su llamada telefónica mientras se hacían las preparaciones.

Pasó una semana antes de que llegara la llamada. Meisberger había sido bendecido con una visión de la Congregación entrando a la Cámara de Dios. Se nos dijo que nos vistiéramos con nuestras prendas más finas y que nos encontráramos con él en la dirección dada una hora antes de la medianoche. Mis padres estaban atolondrados por la emoción y esperaban que nosotros nos uniéramos a su celebración. Barb impregnó su rostro con una sonrisa falsa y se excusó para ir al baño. Todo su «júbilo» la sobrecogía.

Tuvimos un almuerzo tradicional de arroz blanco, papas hervidas y pollo asado. Comida insípida que no nos seduciría hacia la gula. Antes de que el almuerzo terminase, papá le entregó a Barb una pastilla y demandó que se la tragara. Dijo que el ministro lo había ordenado.

No pudo esconder sus manos y labios temblorosos. Lágrimas ágiles y espesas se derramaban por los costados de sus mejillas. Negó con la cabeza y le rogó a nuestro padre que tuviera piedad. Él le contestó con una mirada. La aterrorizó y la sometió simultáneamente. Barb se tragó la pastilla. Mamá la obligó a abrir su boca para demostrar que se la había tragado.

Una hora más tarde, Barb estaba fuera de sí. Arrastraba las palabras y tenía problemas para comprender lo que estaba sucediendo. Mamá le dijo que era normal y que no se preocupara. Barb se quedó dormida en su silla y papá dijo que era hora de irnos. La levantó por encima de su hombro como un saco de patatas y la cargó afuera del apartamento. Sus extremidades se mecían flácidamente. Se veía muerta, con la excepción de un tic incómodo en su rostro. Nos subimos al elevador y bajamos hacia el estacionamiento.

Siguiendo la dirección del ministro, condujimos afuera de la ciudad hacia el punto de encuentro en los suburbios. Barb estaba murmurando en el asiento trasero, semiconsciente. «Policía», «culto» y «asustada» fueron las únicas palabras que pude descifrar. Temiendo por su seguridad (y por la mía), le pedí a mis padres que me explicaran los pasajes del Oscuro Perpetua. Papá me contó sobre la Segunda Venida de Jesucristo y los eventos del Libro de Revelaciones. Los malvados serían castigados con la Segunda Muerte y amplió su explicación. No le estaba prestando atención. Estaba siendo consumido por pensamientos de intentos de escape. Una hora antes de la medianoche, ya no había muchos carros por donde estábamos conduciendo. En la ciudad, había habido oportunidades de escape en los semáforos con las personas justo afuera de las puertas del auto. No me atreví a abandonar a Barb. Aún no había recuperado su raciocinio.

Al llegar a nuestro destino, nos estacionamos en un sitio de parqueo que solía ser un supermercado. El edificio ruinoso se erigía al otro lado de la calle. Todas las ventanas estaban rotas y había vidrio esparcido por el pavimento. Se veía como si no hubiese sido usado en años.

Le pregunté a mis padres si era ahí en donde íbamos a vivir de ahora en adelante. Confirmaron mis sospechas en tanto salíamos del auto. Al cargar a Barb con uno de sus brazos alrededor de mi hombro, ella fue capaz de pararse sobre sus propios pies con algo de apoyo. Quise protestar acerca de entrar al edificio. Se veía inseguro, e ir adentro me asustaba. Temía que colapsara encima de nosotros.

Mamá dijo que el ministro le compró el edificio abandonado a la ciudad. Iba a ser renovado y convertido en los cuarteles y área de residencia de la Congregación. Íbamos a ser bienvenidos oficialmente en la Congregación. Y lo que era más importante, íbamos a presenciar el retorno de Dios a la Tierra.

Caminamos hacia el patio oscuro y las características del edificio se volvieron más claras. Las ventanas cuadradas estaban rotas y habían sido tapadas con madera contrachapada. Los restos de dos chimeneas metálicas se ubicaban contra la pared, en donde colgaban desde unos cuantos ganchos. En general, el lugar era una pocilga horripilante e inhóspita. Y se suponía que se iba a convertir en mi nuevo hogar.

En la puerta frontal, mi padre tocó dos veces y luego otras seis veces. Las cerraduras rechinantes llenaron el silencio vacío de la noche como un bebé llorón. Éramos las únicas almas en kilómetros a la redonda. Ningún zumbido de la vida de la ciudad. Ningún auto. Ninguna persona. Nada. Mis sentidos iban a toda marcha como si cualquier sonido ligero fuera un peligro que se avecinaba.

Meisberger nos saludó. Vestía con una camisa negra de sacerdote con un cuello negro en vez del blanco con chaqueta negra que se usa por tradición. Se disculpó por demorarse tanto en abrir la puerta, que estaba vieja y necesitaba lubricación. Me sentí aliviado cuando vi personas paradas detrás de Meisberger, todas vestidas de negro. Los hombres estaban parados a un lado de la sala. Las mujeres en el otro. Entre ellos, había niños y adolescentes. Sus expresiones se me escaparon al ser tantos de ellos observándome.

—Antes de nuestro viaje hacia la Cámara de Dios, quiero proponer un brindis —dijo Meisberger. Pese a que se veía como una petición, fue una orden directa. Una mujer joven cargó una bandeja de vino para nosotros.

—¿Creí que el alcohol era malo? —musitó Barb, recuperándose de la pastilla.

—Al haber sido bendecido por mi mano, este no es alcohol que será consumido por placer. Esto es comunión. La sangre de nuestro Dios —respondió Meisberger, agitado por el cuestionamiento de Barb.

Papá le siseó a Barb y alzó su mano para golpearla. Meisberger colocó una mano en el hombro de papá y apagó su enojo.

—Esta noche no es una noche para la violencia. Jovencita, por favor, no te aproveches de mi gentileza. Ahora y si me hacen el favor de seguirme, los no iniciados deben viajar por un camino diferente. Debo guiarlos hacia el otro lado como su líder espiritual y el Emisario de Dios en la Tierra.

Seguimos a Meisberger por el patio y por un costado del edificio. Llegamos a una hilera de árboles y entramos al bosque hasta que alcanzamos nuestro destino: la abertura de una cloaca.

Fue así como terminamos en las alcantarillas, encaminados hacia la Cámara de Dios.

Luego de que Barb vomitara dos veces, aceleramos nuestro ritmo hasta que llegamos a una intersección en los túneles. Meisberger giró hacia la izquierda. Había trece candelas encendidas a cada lado del túnel, marcando la entrada.

—La Cámara de Dios —dijo Meisberger en voz alta y siguió caminando—. Las Veintiséis Flamas representan a los inquilinos de nuestra fe. Estas son las luces guías para un mundo salvaje de oscuridad y depravación. Siempre y cuando la calidez de su luz los toque, sus almas permanecerán puras y merecedoras de la atención y del amor de Dios.

—¡Alabado sea Dios! —exclamaron mis padres al unísono.

Barb apretó mi mano con fuerza.

—La luz de Dios los está tocando —declaró Meisberger. Barb se rio por lo bajo hasta que se le escapó una risotada. Escucharlo fue alarmante. Se sintió foráneo. No tenía sentido, especialmente no en ese momento.

—Dios no es real. ¡Eres un mentiroso!

—Confía en mí, pues soy el Profeta, la voz de Dios en esta Tierra, el Salvador de los Inmundos Sensatos. Tener fe en mí es tener fe en Dios. Rectificación 4:8, Argento el Pontífice —citó el ministro.

Barb se liberó y corrió. Desapareció en la oscuridad del túnel. Papá la persiguió. El sonido de las pisadas de Barb salpicando en el agua sonaban más y más distantes. La segunda serie de salpicaduras la siguió en un apuro, mucho más veloz.

Papá arrastró a Barb hasta nosotros. La obligó a arrodillarse enfrente del ministro. Papá la sostuvo mientras Meisberger negaba con la cabeza, decepcionado.

—Lo siento tanto, mi profeta —se disculpó mamá con el ministro. Papá le frunció el ceño a mi madre.

Al estar a cargo de los niños y de su evolución espiritual, el comportamiento de Barb se reflejaba gravemente sobre ella y, por ende, la casa de mi padre estaba fuera de control. Lo último que querían era que Meisberger viera a Barb revelándose en contra de la autoridad de sus padres.

Papá trató de ponerla de pie. Barb permaneció tendida en el agua de alcantarilla y lloraba. Mamá y papá le gritaron que se pusiera de pie. Ella les dijo con insolencia que se fueran al diablo y le escupió al ministro.

Meisberger levantó un dedo para que guardaran silencio. Mamá y papá se callaron de inmediato.

—Tu fe es débil, Barbra. Confía en Dios. Confía en . ¡O la oscuridad te reclamará como su puta!

El ministro izó su mano y azotó a Barb en el rostro. El sonido reverberó a través del túnel e hizo eco en la distancia. Barb soltó un alarido. Papá y Meisberger la pusieron de rodillas.

—¡Así es! ¡Soy una grandísima puta! ¡Quiero que toda la oscuridad del mundo me penetre como una verga gruesa! ¡Soy una ramera! ¡Una maldita zorra sucia! —vociferó mi hermana, y yo permanecí inmóvil, horrorizado. Nunca la había escuchado hablar de esa forma. Sonó como una persona distinta utilizando los labios de Barb para enunciar un lenguaje irremediablemente soez.

—Estoy tan avergonzada… —se excusó mamá cubriendo su pena con sus manos.

—No te preocupes, Linda. Salvaremos el alma de tu hija, sea que ella lo quiera o no.

Meisberger se dirigió a la puerta y le dio unos cuantos golpes. Dos veces y luego otros seis. La puerta se abrió y una luz bañó al túnel. Me hirió la mirada.

—Necesito cuatro hombres —llamó Meisberger.

Cuatro hombres llegaron a la cloaca y vieron a Barb en el estiércol. Sin decir nada, se dirigieron hacia ella y la levantaron del suelo a pesar de sus protestas. Ella pataleó, blandió sus brazos y se retorció. Gritó por auxilio y yo no pude hacer nada. ¿Qué podría hacer en contra de cuatro hombres, mis padres y el ministro? Sus ojos me perforaron, retándome a que intentara ayudar a mi hermana. Como el cobarde que era, distancié mi mirada de lo que estaba sucediendo y permití que continuara.

Los cuatro hombres arrastraron a mi hermana a la Cámara de Dios. El ministro y mis padres los siguieron. Me dejaron a solas en el túnel. La única persona restante cuya lealtad y fe quedaba en duda. Era una prueba. Tenía que serlo. Querían ver si iba a escapar. Sabían que no lo haría. Amaba a mi hermana demasiado como para que la dejara sufrir sus insultos y castigos por sí sola.

Al entrar a la Cámara de Dios, el hedor de la porquería de alcantarilla fue sustituido con el olor de madera candente e incienso. La calidez me envolvió, lanzando escalofríos por todo mi cuerpo. Se sentía celestial. Había chimeneas ardiendo a lo largo de la Cámara. Los adoradores esperaban a los costados de los fuegos con sus biblias en mano, rezando.

—Bienvenidos a la Cámara de Dios —anunció Meisberger desde el centro de la habitación—. Y una muy especial bienvenida a nuestros últimos invitados, la familia Dayton.

La Congregación respondió con murmullos de bienvenida.

—Estamos aquí reunidos en la presencia de Dios, del Profeta y de los Inmundos Sensatos para bautizar a la familia Dayton en nuestra Iglesia.

—¡Déjenme ir! —rogó Barb.

El ministro se giró hacia uno de los hombres que habían arrastrado a Barb y le asintió. El hombre le pegó en la boca. Ella gritó y se quedó callada una vez más. Mamá y papá se pararon de frente y al centro, en el podio de Meisberger. Accediendo a su petición, me uní a mis padres. Mamá acogió una de mis manos en la suya y la apretó. Yo no quería sostener su mano. No quería tener nada que ver con ellos.

Frente al podio, había un ataúd enorme que se parecía a un sarcófago egipcio. Sus lados habían sido esculpidos decorativamente con dos ángeles que sostenían al mundo en sus hombros. La parte superior había sido esculpida en la forma de un hombre con sus brazos cruzados. Un aura emanaba de sus rasgos.

—Drew Dayton, Linda Dayton, Barbra Dayton y Raymond Dayton, den un paso al frente y acepten la gloria, el poder y la iluminación de Dios.

Papá dio un paso al frente y cayó de rodillas. Mamá lo siguió y me jaló al piso con ella. Barb fue arrastrada a mi lado y la obligaron a agacharse. Mi corazón se partió por ella. Meisberger se bajó de su podio y fue primero adonde mi padre.

—Drew Dayton, ¿te entregas a ti mismo y a tu familia al Profeta y a Dios hasta el día de tu muerte y lo que sobrevenga?

—Yo, Drew Dayton, me entrego a mí mismo y a mi familia al Profeta y a Dios hasta el día de mi muerte y lo que sobrevenga.

Uno de los adoradores le dio al ministro una botella de vino. Él la descorchó y vertió vino sobre la cabeza de mi padre.

—¿Aceptarás el Lazo de Sangre entre el Hombre y Dios?

—Soy uno con Dios —replicó mi padre.

El ministro asomó la botella en la boca de mi padre, y este bebió. Meisberger se movió hacia mi madre y realizó el mismo ritual, y luego seguía yo.

—Raymond Dayton, ¿te entregas al Profeta y a Dios hasta el día de tu muerte y lo que sobrevenga?

Al no disponer de ninguna otra salida, contesté:

—Yo, Raymond Dayton, me entrego a mí mismo al Profeta y a Dios hasta el día de mi muerte y lo que sobrevenga.

Meisberger vertió vino sobre mi cabeza. Me dio escalofríos a pesar de su calidez. Levantó mi cabeza y vertió vino en mi boca. Tenía un sabor agrio y podrido junto con algo de sabor metálico sutil. Luego, Meisberger se acercó y me tomó de la mano. Me puso de pie y sostuvo mi mano en la de él.

—¡Ahora la sangre del Profeta y de Dios corre a través de tus venas! —gritó, alzando mi mano en el aire. La Congregación aplaudió y vitoreó furiosamente. Mamá y papá se veían complacidos con ellos mismos. Yo odiaba a todos los que me rodeaban.

Barb se veía como si estuviera a punto de tener náuseas de nuevo. Meisberger la notó y su expresión cambió. Sus ojos se tornaron fríos, contrastando con la afectuosidad que había mostrado hace solo un momento. Levantó su puño en el aire y la Cámara se enmudeció. Todos los ojos retornaron a él una vez más.

—Barbra —llamó el ministro llenando la Cámara con el estruendo de su voz—. Es momento de que elijas. ¿Te quieres unir a tu familia? ¿Quieres caminar en la luz cálida de Dios? Por el bien de tu alma eterna, realmente espero que reconsideres tu postura.

En ese momento, Barb alejó su mirada del ministro y se giró hacia mí. No me lo preguntó en voz alta; no hubo necesidad. Sus ojos lo dijeron todo. Me rogó por una respuesta. Todos los ojos se postraron en mí, y me di cuenta de que no tenía ninguna otra elección. Me dirigí hacia mi hermana, coloqué una mano en su hombro y le dije que se uniera a nuestra familia. Se echó a llorar y murmuró algo entre los sollozos que no logré entender.

Meisberger dio un paso al frente y colocó sus dedos bajo su mentón, levantando sus ojos para que se encontraran con su mirada.

—Barbra Dayton, antes de ingresar a esta Cámara sagrada, declaraste tu deseo de fornicar con la oscuridad y con los Inmundos. Según tu propia confesión, deseaste ser una puta para los Inmundos y aquellos que caminan en la oscuridad. ¿Ahora niegas estas afirmaciones? ¿Eliges caminar en la calidez de la luz de Dios?

—Sí… —gimoteó Barb.

—Barbra Dayton, ¿te entregas al Profeta y a Dios hasta el día de tu muerte y lo que sobrevenga?

—Sí… —gimoteó de nuevo. El ministro vertió el resto del vino sobre su cabeza y luego colocó los labios de la botella contra los de Barb.

Ella recibió el vino en su boca y luego lo escupió, rociándolo por el rostro y la ropa del ministro.

La congregación jadeó colectivamente.

—¡Loco de mierda! ¡Esto es sangre! —le gritó Barb, y un escalofrío me atravesó. Meisberger no reaccionó tras haber sido escupido. Continuó como si nada hubiera pasado.

—Familia Dayton, Dios los ha bendecido con su sangre, así como ha bendecido al resto de nuestra Congregación. Dios da sus bendiciones y demanda fe, oración y sacrificio a cambio. Arrodíllense ante Dios y correspondan su gesto piadoso.

Mamá y papá fueron al sarcófago. Yo seguí su ejemplo y me arrodillé junto a ellos. Barb se quedó en su sitio. Meisberger le asintió una vez más al grupo de hombres que llegaron para obligarla a unírsenos.

—¡Suéltenme, cabrones! —gritó Barb en tanto era empujada hacia enfrente. El ministro permaneció de pie pacientemente frente al sarcófago. Una vez que Barb estaba en el lugar que le correspondía, dos hombres la sostuvieron. Meisberger les asintió con la cabeza para agradecerles. En su mano, el ministro sostenía una joya con detalle asombroso que estaba incrustada en una daga manchada de sangre. Mi corazón me golpeaba el pecho.

—Drew Dayton, Dios demanda tributo. Complácelo como has jurado.

El ministro arrastró la daga por su propia mano e hizo una mueca. Colocó su mano sobre la boca de la figura esculpida en el sarcófago y derramó sangre en ella.

Siguiendo las acciones del ministro, papá pasó la daga por su palma y alimentó al sarcófago. Luego siguió mamá y cortó su mano para darle su sangre a Dios. Cuando mamá me pasó la daga, sentí como si fuera a perder mi coraje. No sabía si podría seguirle el juego a la fachada de esos fanáticos religiosos. Mis manos temblaron ante el panorama de la sangre en la daga. El mango estaba resbaloso.

—Raymond, ríndele tributo a Dios —me urgió el ministro. Su rostro serio y de lagarto observó mi mano con atención. Al tener un arma, me di cuenta de que tenía la oportunidad para acabar con esa farsa y demostrarle a la Congregación que este no era ningún Profeta o Emisario de Dios. Pero luego sería asesinado, o peor. Me pregunté si valdría la pena, y llegué a la conclusión de que no. Meisberger podría sobrevivir y todo habría sido para nada. Barb seguiría sufriendo. Todo sería en vano.

Tragué grueso, apreté mi mandíbula y me corté la palma. Me acerqué a la tumba ceremonial y coloqué mi mano sobre la boca al igual que habían hecho mamá y papá. La sangre cayó adentro. Meisberger llegó y presioné mi mano para cubrir la porción de la boca.

Algo dentro del sarcófago me tocó. Grité, queriendo alejar la mano. Meisberger la mantuvo en su sitio. Fuera lo que fuera eso que yacía adentro, lamió la sangre desde la herida con una lengua fría y resbalosa. Recorrió la totalidad de mi palma, ingiriendo la sangre con un sorbo grotesco. Fueron los segundos más largos de mi vida. Meisberger liberó mi mano y señaló a mi familia para que regresara con ellos.

—Dios obra de maneras misteriosas. Maneras que los Inmundos nunca entenderán. Nosotros, los Fieles, adoramos a un Dios poderoso. A un Dios verdadero. A un Dios de acción y amor que no permite el sufrimiento de su rebaño. Coloca tu fe en Dios, pues todo es posible a través de él y solo a través de él.

El ministro levantó su mano ante la Congregación y les mostró su palma. La herida se había esfumado. Vi mi propia mano y descubrí lo increíble: mi herida también se había esfumado. La Congregación jadeó una vez más en señal de gozo. Me volteé hacia Barb y vi que su asombro igualaba el mío.

—Barbra Dayton. Nuestro Dios te ha escogido para la Salvación. Tú rechazas su selección. Rechazas la autoridad de tu padre. La crianza de tu madre. Cometiste blasfemia en la presencia de Dios y del Profeta, y te resistes a nuestros esfuerzos de llevarte a la luz y la calidez de la gloria eterna de Dios.

El asombro en el rostro de Barb se había desvanecido. En su lugar, se arraigó el miedo. Temblaba y trató de ponerse en pie. Los hombres continuaron sujetándola. Ella se retorció y recibió otra manotada en el mentón por su oposición.

—Quizá es por esto que Dios te prefiere más que a la mayoría de nosotros. Tú necesitas el amor de Dios más que cualquiera. Dios me ha comandado que te lleve más cerca de su ser.

El ministro gesticuló con una mano hacia el sarcófago y los hombres arrastraron a Barb hacia adelante. Ella gritó y pateó con lo último que quedaba de su fortaleza y espíritu. Mi hermana luchó y luchó, algo que yo había sido muy cobarde para intentar.

—Cariño, no te resistas. ¡Dios te ha elegido! —la alentó mamá. Papá sostuvo a mamá en sus brazos. Lágrimas de alegría se derramaban por los rostros de ambos.

Un grupo de mujeres mayores se acercaron a los hombres que sostenían a Barb. Le jalaron su vestimenta y se la arrancaron. Cerré los ojos y me cubrí las orejas. Pero no hizo mucho para ahogar los gritos y el desgarramiento de tela. La multitud que la rodeaba terminó su tarea con facilidad. Barb estaba postrada ante la Congregación, desnuda y pálida. No pude soportar verla.

Cuatro de los hombres se habían despegado del grupo. Fueron hacia el sarcófago y, juntos, retiraron la cubierta de roca pesada. El olor de putrefacción antigua flotó desde la tumba abierta. Fue como un animal muerto abandonado bajo el calor. Abrumó al olor de madera candente e incienso. Mis ojos se pusieron llorosos. Me atraganté.

Quienes sostenían a Barb la guiaron hacia el sarcófago. Barb se opuso a ellos. De dónde encontró la energía, nunca lo sabré, pero entre sus gritos, llantos y sollozos, me rogó que la ayudara.

Cuando finalmente llegó al sarcófago y dio un vistazo en su interior, el pánico en los ojos de Barb se grabó a fuego en mi memoria. Algo se rompió dentro de ella. El frenesí agitado de su oposición culminó. Una mirada de desilusión dominó sus ojos. Fuera lo que fuera lo que había visto, la obligó a resignarse ante su destino.

Meisberger alejó a los hombres de Barb con un meneo de su mano. Ellos liberaron a mi hermana, quien se quedó parada, estupefacta, observando al interior de la boca del sarcófago.

—Encomendamos el cuerpo y alma de Barbra Dayton a Dios para su paz eterna. —Y tomó a mi hermana en sus brazos como un novio cargando a su prometida por el umbral. Un par de manos viejas y marchitas se extendieron desde el sarcófago para recibir el descenso de Barb. El ministro la posó sobre los brazos vetustos y la siguió bajando hasta que ambos estaban juntos en el interior del sarcófago. Con otro gesto de su mano, los cuatro hombres volvieron para deslizar la cubierta en su lugar. La Cámara de Dios quedó en silencio una vez más. La Congregación inclinaron sus cabezas en señal de oración.

Esperaba que Barb gritaría. Que daría un último alarido o indicación de angustia. No hubo nada aparte del sonido de mi corazón martillando mis oídos.

Esa fue la última vez que vi a mi hermana.

Pasaron cinco semanas desde nuestra inauguración como parte de la Congregación. Cada mañana comenzaba con oraciones. Luego del desayuno, Meisberger nos presentaba una lección de su Biblia y luego todos iban al frente de la habitación y se cortaban las palmas con una daga. La sangre era recolectada en botellas de vino como nuestro sacrificio para Dios. Estas heridas no sanaban. Eran dolorosas y susceptibles a infecciones. Era una práctica común en la Congregación. Las heridas solo sanaban hasta que íbamos a la Cámara de Dios a depositar nuestra sangre directamente en la boca de Dios.

Papá renunció a su trabajo en la ciudad, terminó el contrato de nuestro apartamento y trajo unas cuantas pertenencias valiosas que Meisberger nos permitió conservar en la destilería vieja. Mamá estaba embarazada. Tenía una hermana o hermano nuevo en camino. No sabríamos nada hasta que el bebé naciera. Incluso para emergencias, a las mujeres no se les permitía ver a doctores. Tenía la esperanza de que el bebé naciera saludable, pero no me importaba si mamá vivía o moría después de ello. Lo mismo con papá. No había hablado con ellos desde la noche en la que abandonaron a su hija para ser sacrificada a fuera lo que fuera que se encontrara dentro del sarcófago.

Al vivir en la Congregación, las oraciones en la Cámara de Dios eran raras. En cinco semanas, solo habíamos ido tres veces a dar sangre directamente. La Congregación era capaz de acceder a la Cámara a través de una puerta en el sótano. Esta también daba acceso a la puerta que conducía a los túneles de las alcantarillas y al mundo exterior. Solo fue cuestión de amasar el coraje y esperar a mi oportunidad.

Cinco semanas después de haber perdido a Barb, hice mi jugada cuando estaba seguro de que era el momento indicado. Esperé hasta muy temprano por la mañana, me salí de la cama y repté por los cuarteles de los hombres en la oscuridad. Aún no podía arriesgarme a encender una candela. Justo afuera de la habitación, a paso de tortuga para asegurarme de que nadie escuchara mis pisadas, atravesé la destilería hasta que llegué a la puerta del sótano. Una vez ahí, encendí la candela de aceite. Un nudo se torció en mi estómago por los recuerdos de las palabras de Meisberger que volvieron a mí:

«Siempre y cuando la calidez de su luz los toque, sus almas permanecerán puras y merecedoras de la atención y del amor de Dios».

Solo quedaba entrar a la Cámara de Dios una vez más y luego llegar a la puerta de los túneles. Al no haber nadie alrededor y con la expectativa de estar solo, me apresuré por el sótano y abrí la puerta hacia la Cámara.

Las chimeneas se habían extinguido y no había incienso ardiendo, lo cual provocó que el olor en la Cámara de Dios fuera más potente que nunca. El sarcófago se encontraba bajo la sombra del podio de Meisberger. Los días previos a mi escape, decidí que no me molestaría con ello. Escapar de la Congregación era mi meta. Todo lo demás era innecesario. Y, aun así, me hallé a mí mismo parado frente al sarcófago. No había nadie que impidiera que hiciera eso que había catalogado como innecesario, y que simplemente añoraba por venganza. Nunca creí que se me presentaría la oportunidad. Creí que tendría que huir a toda marcha hacia los túneles siendo perseguido desde cerca.

La boca de la figura en el sarcófago estaba lo suficientemente abierta como para que la candela cupiera. Ahora, la decisión estaba entre navegar los túneles sin luz alguna y obtener mi venganza, o enfocarme en asegurar mi escape. Mi mente estaba abrumada, sopesando los pros y los contras en tanto el tiempo se escurría con más y más posibilidades de que fuera encontrado. Lo que seguía apareciendo en mi cabeza era lo cobarde que fui cuando Barb más me necesitaba.

Había jurado desde la muerte de mi hermana que no me retractaría ni me dejaría intimidar. No permitiría que esta oportunidad se desperdiciara.

Al escudriñar las chimeneas extintas, descubrí exactamente lo que necesitaba entre los restos chamuscados. Un trozo de madera largo y delgado se encontraba a un lado de una de las chimeneas, el cual no había sido usado. Me serviría muy bien como antorcha.

Me tomó unos cuantos segundos de aplicación directa para que el pedazo de madera cogiera fuego. Fui al sarcófago y coloqué la candela ardiente sobre la boca en donde una cantidad inimaginable de sangre había sido dada como alimento para lo que vivía adentro. Cuando estaba a punto de soltarla, una voz gritó desde el interior. Era la de Barb.

«¡Por favor, Ray, no lo hagas! ¡Sigo viva!».

No pude creer lo que escuché ante el sonido de la voz. La esperanza llenó mi corazón solo por un instante, antes de que me cayera en cuenta que realmente no podía creer lo que escuché. Fuera lo que fuera eso que descansaba en el interior del sarcófago, poseía poder. Me lo demostró cuando tomó a Barb. No me importaba si se trataba de un Dios, del único Dios o de algo completamente distinto. Me arrebató a mi hermana y trató de usar mi recuerdo de ella para escudarse de su condena inminente.

—Adiós, Barb —dije y dejé caer la candela de aceite en la boca.

El sarcófago estalló en llamas. La criatura aulló en agonía. Aún puedo escucharla en mi mente, pues su sufrimiento me da placer.

No me pude quedar para disfrutarlo. Corrí a la puerta del túnel y luego por las alcantarillas. Navegarlas fue confuso. Cada giro conducía a otro callejón sin salida. La antorcha ya casi se consumía. Su calor era incómodo y me quemaba los dedos. Se acabó poco después de que encontrara el camino hacia la salida.

Corrí bajo la luz de la mañana. Sin saber en dónde estaba o hacia dónde iba, me adentré en el bosque con la esperanza de que los árboles cubrieran mi escape. No había escuchado a nadie llegar a los túneles y no había visto a nadie afuera tampoco. Estaba solo.

El bosque no era tan denso o amplio como había imaginado. Llegué a una carretera transitada después de unos minutos. Había multitud de carros. Había tiendas abiertas. Personas saliendo de sus apartamentos. Vestían con otros colores aparte del negro. Se sentía irreal; pensé que estaba soñando.

Con un vigor renovado, me apresuré por la calle hacia un Dunkin’ Donuts. El aroma intenso de café recién preparado hizo que mis ojos rodaran al reverso de mi cabeza. Corrí a un lado de las personas que estaban esperando en la fila de la caja registradora y pedí que me dejaran usar el teléfono para llamar a la policía.

La policía llegó al Dunkin’ Donuts y me llevaron a la estación. Les conté todo sobre el ministro Meisberger, mis padres y el área de residencia de la Congregación a solo unos bloques de distancia.

Horas más tarde, la policía le cayó como enjambre a la destilería y descubrieron que la Congregación había huido. Los oficiales en la escena dijeron que el edificio olía a humo y carne chamuscada. No había nadie adentro. Se veía como si todos habían dejado lo que estaban haciendo y se fueron corriendo.

Lanzaron una orden de búsqueda para un grupo de personas vestidas de negro y viajando con niños. Pero se volvió innecesaria cuando la policía descubrió que el sistema de tuberías debajo de la destilería se conectaba y ramificada a muchos otros lugares. Tomaría algo de tiempo el enviar a oficiales para que revisaran cada ubicación. Ya era demasiado tarde; la Congregación había eludido ser capturada.

Los restos del sarcófago quemado confundieron a todos. Cuando se me pidió que lo explicara, les dije que la Congregación creía en un Dios que había estado ahí dentro. Que fui obligado a adorarlo y darle sangre. En tanto la búsqueda de Meisberger y de la Congregación era efectuada, se me mandó a protección de testigos. Estuvo bien por mí. No tenía a dónde ir. No tenía padres, ni hermanos, ni ninguna vida la cual retomar. La Congregación me había arrebatado todo, excepto la oportunidad de comenzar de nuevo.

Casi han pasado ocho años desde aquellos eventos y me he mudado a California. A miles de kilómetros de distancia de cualquier persona que he conocido. Comencé una nueva vida aquí. Terminé la escuela secundaria, me gradué de la universidad y ahora estoy sacando una maestría en Psicología.

Actualmente, soy voluntario en una organización sin fines de lucro que ayuda a niños y adultos que han sobrevivido abuso ritualista, manipulación mental y tortura física por parte de las personas en quienes más confiaban. Este tipo de trauma se queda contigo por el resto de tu vida, pero te ayuda a conectarte con otros que lo sufrieron y prestar una oreja.

En mi caso, mi sueño es ver a Meisberger y a todos en la Congregación siendo capturados, sentenciados en corte y enviados a prisión. El conocimiento de que sus actividades sean expuestas para el mundo bastaría para mí. El saber que no podrían herir a nadie más le traería paz a mi alma, y una sensación de cierre que me permitiría superar la terrible experiencia.

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La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por Human_Gravy:
https://reddit.com/user/Human_Gravy/submitted/?sort=top&t=all

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6 comentarios

Me dejo esperando mas la forma en la que elimino al «dios» solo arrojandole el aceite…muy plano…muy normal para un ser que dominaba junto con meisberger a toda la congregación…me dejo esperando mas 🙁

Igual por algunos puntos se conectan, mínimos, pero se conectan.
Quizás falten más historias, pero me da curiosidad porque son distintos autores.

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