Cuando tenía dieciséis años, mi hermano fue diagnosticado con un trastorno extraño llamado síndrome de la mano ajena. Sufrió un derrame masivo que casi lo mata. Después de la rehabilitación y terapia, fue capaz de superar casi todos los efectos secundarios negativos causados por el derrame. Fue capaz de caminar y moverse normalmente, y comunicarse con casi ningún impedimento del habla notorio. Por desgracia, la única secuela perjudicial del derrame no fue curada: su mano izquierda ajena.
Con el síndrome de la mano ajena, el individuo afectado esencialmente tiene poco o ningún control sobre su mano. Su mano actuaba por su propia cuenta, agarrando cosas, golpeando cosas y botando cosas sin tomar en consideración lo que Michael quería que hiciera. Con frecuencia, tenía que sujetar su mano izquierda con su mano derecha para hacer que dejara de portarse mal en lugares públicos como supermercados.
En el transcurso de los siguientes años, su condición empeoró. Fue a terapia para tratar de mantener a su mano bajo control, pero, sin importar lo que él y su doctor intentaran, su mano izquierda se portaba mal. Se volvió violenta y casi vengativa. En vez de botar cosas, empezó a tirar cosas. Golpeaba a la gente si se acercaban demasiado, e incluso golpeaba a Michael de vez en cuando si este insistía con impedirle que hiciera lo que quería hacer.
Cuando tenía veintiséis años, Michael me contó algo que lo había asustado por más de un año. Me dijo que no le quería decir a nadie porque tenía miedo de que las personas creyeran que estaba incluso más loco de lo que ya sabían que estaba. Dijo que su terapeuta había hecho un ejercicio con la mano, el cual produjo un resultado inusual.
Su terapeuta puso un lápiz en su mano derecha y le dijo a Michael que escribiera su nombre. Lo hizo. Luego, su terapeuta le pasó el lápiz a su mano izquierda junto con el mismo pedazo de papel. Le pidió que escribiera su nombre.
Michael observó con horror cómo la mano empezó a trazar cuidadosamente las letras de otro nombre.
Cuando la mano había terminado, bajó el lápiz y le deslizó el papel al terapeuta.
El terapeuta quiso hacerle preguntas a la mano de Michael, pero este se rehusó. El ver que la mano escribió un nombre distinto realmente lo perturbó. Dijo que siempre se había preguntado si quizás la mano en realidad no era suya, o que al menos no estuviera bajo su control, consciente o inconsciente, y ese acontecimiento solidificó su miedo.
Dijo que genuinamente creía que la mano no era suya en lo absoluto.
Mientras me contaba la historia de Daniel, su mano izquierda forcejeaba contra el agarre de nudillos blancos de la derecha. Se arañaba su propia palma y jaloneaba su mano derecha, y ver cómo sucedía eso mientras Michael concentraba su atención en su relato me hizo creer que quizá no estaba tan loco como pensaba. Quizá estaba en lo cierto.
Esa noche, en su camino a casa desde mi departamento, Michael tuvo un accidente vial. Se estrelló contra un muro de cemento yendo a ciento treinta kilómetros por hora. Para todos en el hospital, se vio como un intento de suicidio. Sobrevivió, pero tuvo que ser transportado en helicóptero al hospital de la Universidad de Utah para ser tratado. Estuvo en una cirugía de dieciocho horas y salió de ella con una mano.
Se despertó tres días después en una habitación llena de amigos y familiares. Me senté en su cama, habiendo discutido con mi familia y decidido que yo era el más indicado para darle la noticia.
Levantó su mano derecha y la sostuvo contra la luz, empezando a llorar. Una sonrisa amplia recorrió su rostro, y supe qué era lo que estaba pensando: era libre.
Esa fue la última vez que vería sonreír a mi hermano. Al día siguiente, cuando fui a visitarlo, me dijo que su mano no se había ido; que aún podía sentirla. Le picaba y le dolía y podía sentir las cosas que tocaba. Su doctor le dijo que no era demasiado infrecuente para los pacientes de amputaciones que experimentaran eso. Se llamaba el síndrome de la mano fantasma.
Entonces me dijo algo que nunca volví a pronunciar hasta casi un año después del accidente. Me dijo que no trató de suicidarse, que fue Daniel. No condujo hacia el muro, Daniel le pegó un puñetazo en la cara y tomó el volante.
Tres días más tarde, Michael fue hallado muerto en su cama de hospital. En un comienzo, se asumió que fue suicidio, pero el médico forense descubrió un patrón de moretones en su cuello que marcaba la forma de una mano izquierda.
Se lanzó una investigación de homicidio, pero nadie fue arrestado. La única pista de la que se pudo partir fue la impresión de una palma en el cuello de Michael.
Nunca he contado esta historia, pero hoy es el tercer aniversario del fallecimiento de Michael. Creo que le habría gustado que el mundo compartiera su certeza.
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2 comentarios
Exelente
Y me dejo pensando quien era Daniel. ¿Un demonio? ¿Un fantasma?