—Quiero a mi esposa de vuelta.
Había una fuerza considerable detrás de esas palabras, lo cual me sorprendió en tanto las pronunciaba. Había agonizado por cómo iba a plantear mis argumentos; qué historia dispersa y vacilante iba a tergiversar cuando llegara el momento. Pero ahora que estaba sucediendo, supe qué era exactamente lo que iba a decir. Ni una sola letra fue desperdiciada. Ni una sola sílaba fue articulada descuidadamente. El producto de toda mi desesperación y convicción fue escaldado en un crisol y proyectado en una oración.
Las palabras se enfriaron rápidamente en el silencio. El hombre joven frente a mí me contemplaba con una mirada tranquila. Me obligué a verlo a los ojos, totalmente consciente de la gran maleta de metal, cerrada con seguro, a su lado.
Ya había perdido a un hijo antes. Mi niño, Joshua, desapareció durante unas vacaciones a Rejyavik. Todo el asunto fue un borrón. Llamadas perdidas. Vuelos perdidos. Pósteres de personas desaparecidas. Luego, después de tres años de silencio, simplemente había desaparecido.
A los cinco años, perdí toda esperanza. Pero mi esposa nunca dejó de buscar. Me decía que sabía que estaba vivo, que sentía algo que solo una madre podría sentir. Todo nuestro dinero se encausó en investigadores privados; ella pasaba cada hora de cada día en nuestro estudio haciendo llamadas a raíz de las pistas más difuminadas. Y lloraba casi todas las noches, o lo que era aun peor: se deslizaba a un estado de entumecimiento silente, sepultado en un lugar que nunca pude alcanzar.
Una década después de su desaparición, Josh fue encontrado.
Nuestro hijo salió a tropezones de un bote de pesca en Denmark, murmurando nuestros nombres. El día que lo supimos fue nuestro primer día jubiloso en diez años. Lo recibimos en el aeropuerto, siendo él ahora casi un hombre, viéndose tan diferente pero tan familiar. Lloró en mis brazos cuando lo llevamos a casa.
Pasaron dos semanas y la armonía regresó a nuestro hogar. Josh era más callado, reticente en cuanto a conversar de su desaparición, y distante de sus amigos. Pero estaba feliz de estar en casa, y, para mí y mi esposa, eso era todo lo que importaba.
Excepto que este joven no es Josh. Ayer, uno de los detectives privados me contactó diciéndome que sospechaba que este nuevo Josh era un impostor, explotando nuestra desesperación para obtener la familia que nunca ha tenido. No era una situación insólita. Mandé muestras de ADN de su cepillo de dientes a una clínica privada. Los resultados llegaron esta mañana, pero Josh me vio cuando levanté la carta. En ese momento de pánico, supe que él no era mi hijo, y él sabía lo que yo sabía.
Ahora estamos a punto de hacer lo impensable.
Nos observamos el uno al otro por un rato más; mis palabras suspendidas en el aire. El silencio se rompe conforme mi esposa nos llama desde abajo.
—¡Chicos! ¡La cena está lista!
Con un entendimiento mutuo, Josh suelta su maleta empacada apresuradamente y camina por mi costado. Sé que lo que he hecho no podrá ser perdonado, pero ya he cumplido una sentencia previa: una década con un hijo muerto y una esposa perdida en la desesperación.
Dios, perdóname, pero no puedo regresar a ese silencio.
Quiero a mi esposa de vuelta.
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