«¡Animal!».
«¡Homicida!».
«¡Asesino de bebés!»
Voces furiosas llenaron el juzgado, ahogando mi testimonio en el estrado. Pero no era como si mis afirmaciones hubiesen cambiado. Yo no había estado ahí, por supuesto; no lo había presenciado. Pero estaba solo. Era diferente. Era el resto. Los cuerpos habían sido encontrados en el bosque, y yo vivía cerca del bosque. Era un ermitaño, no un amigo.
Los residentes del pueblo se habían congregado en un semicírculo a mi alrededor, acorralándome, quizá para evitar que abandonara la mesa antes de mi juicio.
No es como si pudiera. Me habían quitado las piernas para enseñarme una lección: «No puedes huir de tus pecados».
No habían esperado mucho para enseñarme eso. Cuando los cazadores encontraron los cuerpos rotos, los miembros descuartizados, el sacrificio aparentemente ritualista, toda la atención se dirigió hacia mí. Apenas hablaba su idioma. No creía en sus dioses. Había venido de otro lugar. Obviamente para escapar de alguna depravación que había cometido antes.
Me moví con incomodidad a medida que otro hombre se levantó y subió al estrado. Dos de mis acusadores enterraron sus dedos en mis hombros, quizá para evitar que me levantara y que atacara al hombre.
No es como si pudiera defenderme. Me habían quitado los brazos para enseñarme otra lección: «No puedes retirar tus pecados».
El enojo y la vergüenza quemaban mis mejillas conforme describía los libros extraños que me había visto leer. No eran libros normales, decía. Probablemente símbolos demoníacos. Probablemente los mismos demonios para los que había sacrificado a los niños.
Quería gritar, explicarles, decirles que solo eran símbolos del idioma que había aprendido cuando era niño. Una de las pocas posesiones que retenía del hogar de mi infancia.
No es como si pudiera hablar. Me habían quitado la lengua para enseñarme una tercera lección: «Las mentiras no te salvarán de tus pecados».
Me recordaron que todas estas enseñanzas era simplemente una manera de hacerme lo que yo les hice a sus niños.
Luego, escuché a las puertas del juzgado abrirse y cerrarse. Los murmullos se desataron entre la multitud mientras un hombre se acercaba. Me volteé y lo vi; había manchas de sangre en su camisa. Estuvo con un grupo que fue a ver si podían encontrar a más de los niños perdidos del pueblo. Y lo hicieron. Una cabaña a la mitad del bosque, a kilómetros de distancia.
Había un hombre ahí cuando llegaron. Confesó todo.
Aterrados, los presentes se giraron y se enfocaron en mí. Tras una pausa, el juez habló casi imperceptiblemente: «Inocente».
Entonces lloré. Lloré sin brazos con los cuales limpiar mis lágrimas, sin piernas para alzarme como un hombre libre, sin lengua que expresase mi alivio. No podían retirar sus pecados.
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2 comentarios
Qué poca 🙁
que triste lpm