«El libre albedrío no existe».
Esas fueron las primeras palabras que leí. Desperté ante ellas todos los días por muchos años. Estaban escritas en un letrero. El letrero estaba colgado arriba de la hilera opuesta de catres en el Establo de Sueño. No tengo ningún recuerdo previo a la granja; asumí que había nacido ahí.
Ninguno de los niños sabía por qué estábamos ahí o de dónde proveníamos… Nadie ni siquiera sabía cuánto tiempo habíamos estado en la granja. Algunos niños envejecían. Otros no. No puedo recordar mucho, pero eso es lo que pasa cuando no se te da mucho para recordar.
Recuerdo siempre haber estado delirantemente hambriento. Se nos alimentaba con tres comidas pequeñas al día, pero, antes de cualquiera de ellas, el rector Ranon Xinon nos obligaba a observar cómo rociaba unas gotas de líquido claro en nuestros platillos desde un bote café sin etiqueta. Luego nos pasaba los platillos al azar por la rendija de una puerta de metal para que nunca supiéramos si nuestra comida estaba envenenada. La mayoría de nosotros bailábamos por los bordes de nuestros platos. Nadie estaba muy ansioso por comer, no cuando habíamos visto a docenas de niños tornarse azules y morir frente a nosotros después de haber recibido la comida equivocada. Muchos de nosotros rara vez comíamos esa comida; yo NUNCA comía de mi plato. Recolectaba los pocos trozos limpios que había en la basura. Comía cuervos, y habitualmente recurría a moscas, hormigas, dientes de león, cucarachas, tréboles, escarabajos… cualquier cosa viva y de alguna forma comestible. Guardaba las arañas. Tenía un lugar especial para ellas.
Veinte niños y treinta niñas trabajaban los campos que proveían toda la comida a «la granja», una instalación de madera derruida cercada con alambre de púas y por el bosque circundante. Más allá de eso, la tierra salvaje. Aunque no había focos o guardias, la granja era más inescapable que una prisión.
Cada tantas semanas, el rector Xinon llevaba a los casi cien residentes hasta los límites de la granja, en donde soplaba un silbato de latón extraño. Pastores alemanes con ojos inyectados de sangre saltaban de la maleza como si hubiesen estado esperando su llamada; sus bocas espumando mientras hacían rechinar los dientes en el alambre oxidado, amenazando con entrar y comernos vivos. La sonrisa del rector era fría, y nos decía, con una voz que sonaba como la descarga de disparos en la lejanía:
«Son perros guardianes viejos que se volvieron rabiosos. Aprendí, por medio de uno de ustedes, cómo entrenarlos para que me obedezcan. Y si huyen, los matarán… o harán que deseen que se hayan quedado conmigo».
La granja nunca tenía respuestas. Muy pocas personas llegaban —los camiones repartidores infrecuentes, un autobús de prisión y un Thunderbird negro con ventanas polarizadas que hacía rugir una turbina poderosa, como si motores de cohete hubieran sido instalados debajo del capó—, y solo interactuaban con el rector.
Había un rumor de que no éramos niños reales, de que el rector Xinon era un demonio que nos esculpió con sangre y ceniza. Nunca nos atrevíamos a hablarle al rector, y hacerle una pregunta era absurdo, puesto que una pregunta significaba el tacto de su mano cruel y dura, una mano que convertía al aire adyacente en un alfiletero de dolor que punzaría tu piel con solo rozarte.
Pero más allá de los envenenamientos, el trabajo agotador, rebuscar comida y no comprender un solo día qué era lo que estaba sucediendo, temíamos las noches más que nada. Estar exhaustos por la labor diaria en los campos no era suficiente para superar el miedo a dormir. Cuando era más oscuro y el aire se había serenado, oíamos cómo las pisadas rechinantes del rector simplemente… manaban desde el centro del establo sin ningún tipo de advertencia. A veces, lo oíamos caminar por el tejado. Sobre las paredes. En el techo. Aún puedo escuchar su respiración si cierro mis ojos; ese agonizante aliento porcino que succionaba el aire con un cansancio gutural. La respiración y las pisadas daban vueltas y vueltas hasta que escuchábamos a alguien llorar. Entonces la víctima emitiría un último gemido antes de que desapareciera junto con el rector. El niño raptado regresaba a su cama por la mañana exhibiendo marcas nuevas —la desagradable mancha roja y púrpura que nos dejaba el costado de su dedo, o, a veces, una huella digital negra impregnada en nuestros cuerpos—. Nunca le decíamos nada a nadie sobre estas marcas; siempre teníamos miedo de que el rector nos escuchara y nos castigara con marcas semejantes.
En ocasiones nos tocaba con su palma entera dejando una impresión arrugada, tan cruda y dolorosa como la marca de hierro caliente. Yo tenía algunas manchas también, pero me consideraba suertudo de tener pocas, hasta donde podía observar.
Yo era uno de los cuatro niños y cinco niñas que limpiaban el hogar del rector, el caserío. Yo limpiaba los baños y vaciaba las cisternas con balde y cuerda. Eventualmente, encontré unos tablones sueltos en el techo arriba del retrete cuando estaba parado en la repisa de la ventana refregando moho. Comencé a pensar.
Esta fue mi vida por lo que se sintió como muchos años. Juro que puedo nombrar veinticinco veces separadas en las que llegó el granizo, pero no teníamos manera de rastrear el tiempo, ni siquiera con nuestras edades. A veces veíamos a un niño de trece o catorce años volviendo a lucir como la mitad de eso. El tiempo no tenía sentido en la granja, y sabía que no iba a salir de ahí con solo esperar. Cuando desperté una mañana para encontrar la ardiente huella roja de la mano del rector Xinon cerca de mi hombro, un plan brumoso inducido por la hambruna emergió desde la niebla de mi cerebro.
Fui a mi lugar especial, por las cisternas, en donde había guardado a toda viuda negra que había encontrado. Las mantenía detrás de un ladrillo falso al costado del caserío. Había tenido una colección de ocho de ellas, y descubrí que las viudas negras eran caníbales cuando se agrupaban. Solo las más fuertes sobrevivían. Organicé varios «torneos», hasta que ciento ocho viudas negras se redujeron a veintiséis de las arañas más tóxicas, inquietas y arrebatadas que nunca querrías conocer. Solo fui mordido dos veces, y estuve cerca de una muerte agónica ambas veces. Sabía que una mordida no acabaría con un monstruo como Xinon. Estaba listo para ejecutar la última etapa de mi plan, pero todo cambió un día frío a principios de diciembre. Un helicóptero tan negro como el Thunderbird sobrevoló la granja un par de veces a poca distancia.
Ranon Xinon se volvió loco. Envenenó la mitad de las comidas el día siguiente de la llegada del helicóptero, y, después del desayuno, nos llevó a todos para formar una línea afuera del matadero de pollos. Cuando empezó a dirigirnos, uno a uno, varios se unieron a mí y corrieron. A juzgar por los gritos, capturó a la mayoría de los que huyeron, pero no me atrapó a mí. Pasé muchas noches fantaseando sobre este momento cuando no estaba escuchando sus pisadas y respiración aquejada.
Puse las viudas negras dentro de una caja grande de chocolates compartimentada que recuperé de una pila de madera, perfecta para mantener a cada una de ellas encerradas. Quité los tablones de madera encima del retrete y me escondí en ese espacio del baño. El rector podría evitar el sueño durante su paranoia, pero todos tienen que ir al baño. Esas cisternas no se cagaban solas.
Estaba oscuro para cuando llegó con su candela. El sonido de él bajándose los pantalones y su quejido simultáneo enmascaró el sonido de los tablones siendo retirados. Le quité la tapadera a la caja de veintiséis pesadillas, bañando al rector con gladiadores famélicos y enloquecidos. Mis bellezas comenzaron a morder al rector tan pronto como cayeron. El horror de la granja de niños, el demonio llamado Ranon Xinon se ovillaba cerca de su retrete; sus ojos se contraían por la inflamación, su boca encerraba un murmullo aterrorizado de repulsión y desconcierto a medida que las alimañas torturaban todo su cuerpo. Antes de que sus ojos se hincharan lo suficiente como para cerrarse, vio mi pequeño rostro de siete años asomándose por el agujero en la oscuridad. El niño perdido. El rector se empezó a carcajear.
—Sabía que esto podría suceder. El libre albedrío no existe. Está bien. Ya viví diez mil años. Viví TUS veranos felices, matrimonios fantásticos, éxito fructuoso. Tu vida fue tan hermosa que no tiene comparación. Es por eso que tú y yo ahora somos fantasmas.
Esas fueron las últimas palabras ininteligibles del rector antes de que dejara de respirar.
Me oculté por cuatro horas y después me paré en la repisa de la ventana, el lugar más seguro de la habitación. Las arañas habían acabado y se habían ido.
El helicóptero regresó justo antes del ocaso con una brigada de hombres armados. Fui el único sobreviviente de la granja. El capitán de la operación era un hombre llamado Clinton Moxley, Jefe de las Investigaciones de Campo de la Oficina Hermética. Me adoptó y tomé su apellido. Fue él quien me nombró Howard.
Le dije a mi padre lo poco que sabía. Me corrigió en algunas cosas: el nombre del rector no era Xinon, él era un hombre llamado Clark P. Ganes, un «individuo anómalo». La oficina en la que trabajaba rastreó al rector hasta aquí. Había sido mi padre quien manejaba el Thunderbird.
Mi padre me contó sobre la vez que la oficina había capturado al rector para estudiarlo en uno de sus laboratorios. El sujeto agarró la muñeca de Frank Bernwiest, uno de los miembros más ancianos del equipo. Todos vieron el rostro de setenta y nueve años de Frank retorcerse y contorsionarse hasta que las arrugas desaparecieron y la piel se había levantado. Tras unos segundos de agonía, Frank volvió a ser un hombre de la mediana edad.
Mi padre me dijo que él evitó personalmente que los demás agentes hicieran contacto, puesto que estaban recopilando evidencia grabada del fenómeno único asociado con Clark P. Ganes. Cada vez que la mano de Ganes descansaba en la piel expuesta de Frank, este gritaba, tornándose cada vez más pubescente. Ganes solo lo dejó ir hasta que Frank era un niño revolviéndose en la vestimenta de un anciano.
«Escoge víctimas que tuvieron buenas vidas», me explicó mi padre mientras me arropaba en la cama. «Su existencia es la evidencia más grande que el Tiempo es una dimensión física, algo que es material y que siempre ha estado aquí. Él vive TUS años en cuestión de segundos. Frank se quedó con nueve años malos de setenta y nueve. Podrías creer que ser joven de nuevo es genial, pero recuerda que fue dejado con la mente de un niño de nueve años sin ningún amigo o familiar que cuidaran de él… Tú conoces muy bien ese dolor, Howard. La oficina no tenía los recursos para cuidar de Frank. Creemos que Clark Ganes es responsable de miles de niños abandonados a lo largo del mundo. Frank fue solo uno de ellos, otro humano con un línea de tiempo utilizada».
Le pregunté al único padre que conocía por qué me había adoptado. Me llevó al espejo doble del baño principal y me dijo que me quitara la camisa.
«Porque te lo debo. Alguna vez fuiste un anciano, Howard. Eras mi mentor y mi compañero en la oficina. Viajaste a la granja por tu propia cuenta para intentar cerrarla. Tenía la esperanza de que lo recordaras… o cualquier otra cosa de tu pasado, pero… ya veo que el rector te afectó a ti también».
Vi detrás de mí usando los espejos para observar mi propia espalda por primera vez, y la vi cubierta de huellas de mano.
Eso fue hace muchos años. Fiel a las palabras del rector, he sido un fantasma entre los vivos desde entonces. Ha sido difícil conciliar el sueño, especialmente ahora. Por las últimas noches, he escuchado las pisadas del rector y su aliento rasposo junto a mi cama. Mi padre dijo que nunca encontraron su cadáver. Sé que quiere su granja devuelta. Me quiere a mí devuelta; quiere a todos sus niños devuelta.
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