Cuando nací en Londrés, la máquina de costurar acababa de ser introducida en el mundo. Antes de mi adolescencia, la dinamita se convirtió en una realidad. Y cuando me casé con mi primera esposa, las únicas cosas con alas eran de la naturaleza; los aviones estaban en el futuro distante. Luché en la Primera Guerra Mundial con cabello gris, y observé la segunda pasar con un bastón en mis manos. Para cuando la bomba nuclear había sido lanzada, pensé que ya lo había visto todo, y que pronto me uniría a los soldados caídos en la vida después de la muerte.
Me equivoqué. Y descubrí eso el día en el que mi esposa falleció, en 1947.
Ambos habíamos excedido nuestras expectativas de vida, hasta que una mañana de invierno, su cuerpo yacía gélido a mi lado, su respiración enmudecida, y la luz en sus ojos extinta. Desde el reverso de su cabello gris, casi podía pretender que estaba viva. Y, por una hora, lo hice. Mis ojos se inflamaron con lágrimas cuando me di cuenta de que, sin ella, ya no valía la pena vivir mi vida.
Así que caminé a mi vestidor y me acerqué al cajón superior. Mis manos arrugadas buscaron hasta el fondo, temblando cuando encontraron el metal frío envuelto en trapos viejos. Y, sacando el revolver cargado, me dirigí devuelta a la cama, escurriéndome por las sábanas. Acostándome al lado de mi esposa, esta vez para siempre.
Alzando el arma a mi sien, no sentí duda alguna. Había terminado con este mundo, acabado. Mi propósito fue completado, y, con el fallo de mis capacidades físicas, y la lentitud de mis capacidades mentales, prefería morir antes que deteriorarme.
Casi estaba emocionado por jalar el gatillo. Y cuando lo hice, solo fui recibido por un sonido.
Clic.
Fruncí el ceño, revisando el cilindro para asegurarme de que el barril tuviera municiones. Lo descarté como una bala descompuesta, y levanté el arma de nuevo. Una vez más, jalé el gatillo.
Clic.
Clic, clic, clic, clic, clic, clic; una vez por cada bala, y todas ellas no pudieron cumplir con su tarea.
Así que proseguí con la medicación que los doctores me habían prescrito para mis últimos años, ahogando múltiples recomendaciones que me hicieron hasta que la oscuridad me sobrecogió. Pero entonces desperté bajo mi propio vómito con los restos de la medicación desperdigados por encima de mi cama, y mi cuerpo debilitado pero todavía bastante vivo.
En el funeral de mi esposa, decidí permitirle a la naturaleza que tomara su curso. Esperar a la muerte de la forma típica: hasta que la edad avanzada me reclamara. Pero luego pasó una década, y otra, y otra. Cada tantos meses, intentaba suicidarme de nuevo, pero en cada instancia el fracaso me aguardaba.
Saltar de un puente encima de concreto me profirió huesos rotos, pero no la muerte. Ahogarme resultó en que despertara boca arriba y escupiendo en la costa. Sofocarme siempre terminaba en una fuga inesperada en la que el aire era capaz de entrar, reviviendo mis células hambrientas.
Ningún científico respetable creía mis declaraciones. Al igual que ningún doctor, aunque frecuentemente estaban perplejos. Y cada año, más de mi cuerpo se deterioraba. Perdí mi pie ante la diabetes, los nervios de mi mano derecho han expirado, mis ojos han perdido su visión precisa desde hace mucho. Para la década de los ochentas, estaba completamente sordo. Para el ochenta y cinco, ya no me podía parar. Y para los comienzos del nuevo siglo, mis pensamientos llegaban con lentitud, pero aún retenía consciencia. Simplemente escribir esto tomó tres semanas, pues mi atención disminuía y se recuperaba, y mis errores de dictado eran tan frecuentes que mi amigo apenas podía transcribir este fragmento.
Y no fue hasta solo la semana pasada que finalmente escuché de un científico con una explicación de lo que me está ocurriendo, siendo explicado por el mismo amigo que transcribió esto para mí.
Existe una teoría en la ciencia que plantea que siempre y cuando exista una posibilidad para que alguien permanezca con vida, entonces permanecerá con vida. Que, debido a posibilidades infinitas en universos infinitos, siempre existirá una versión de mí que nunca morirá. Que, a pesar de que fallezco en el noventa y nueve por ciento de los universos que me contienen tras cada intento de suicido, solo importa el uno por ciento de las veces en donde sobrevivo. Porque mientras exista una mota de posibilidad de que pueda vivir, habrá una versión de mí que vivirá.
Puesto que solo estoy consciente en el universo en donde estoy vivo, ninguno de los demás universos importan. No termino de entenderlo, pero mi amigo me aseguró que esta teoría, la inmortalidad cuántica, puede ser bastante real. Y que mi edad es una prueba de que sí es real.
Lo que es aterrador para ti, no es que yo estoy experimentado la inmortalidad. Es que tú también podrías, pero no lo sabrás hasta que los años se escapen y la muerte nunca llegue. Especialmente porque, en términos astronómicos, el universo en el cual podrás experimentar la inmortalidad seguramente no será este en el que vivimos, así que nunca habrás leído esto. Nunca sabrás que sucederá hasta que suceda.
Y no podrás escapar.
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