El paciente con el diagnóstico vacante

La semana pasada, cuando estaba tomando un descanso a la mitad del turno nocturno en el hospital, uno de los enfermeros llegó corriendo, luciendo agitado.

—Claire, te necesito en la Sala B —me dijo; su rostro estaba tan blanco como las paredes que nos rodeaban.

Cerré mi libro y estiré mi cuello para echar un vistazo a la sala de emergencias. Ser arrastrada en medio de mi receso no era nada nuevo, pero usualmente pasaba durante una emergencia, cuando todas las manos eran necesitadas. Sin embargo, la sala de emergencias estaba vacía esta vez. Había un borracho durmiendo sobre una fila de bancas, pero, además del sonido de sus ronquidos, todo estaba en silencio. Tampoco había nadie preparándose para la llegada de múltiples víctimas —si hubiésemos recibido una llamada, habría personas alineándose por la puerta con camillas—. Aun así, a pesar de las apariencias, Chris no hubiera venido por mí si no fuera importante. Me levanté y salí del cuarto de descanso.

—¿Qué pasa, Chris? —pregunté mientras lo seguía velozmente. Si había una emergencia, cada segundo contaba.

Chris contestó:

—Hay un hombre caucásico de unos cuarenta años que acaba de llegar. Parece estar angustiado, pero no deja que nadie se le acerque.

Levanté una ceja.

—Está bien. Démosle una mirada. ¿Los paramédicos dijeron algo acerca de su condición?

Chris negó con la cabeza.

—Llegó por su propia cuenta. Vino desacompañado. Parecía sobresaltado, pero no dijo por qué —Titubeó por un momento—. Hay algo raro en la manera en la que camina.

Asentí. No siempre recibíamos pacientes con historiales clínicos interesantes, en especial con los pacientes sin cita. Según la poca información que Chris me había dado, solo podía asumir que el paciente se había herido su pierna o algo por el estilo. Si quería saber qué estaba sucediendo, tendría que examinarlo por mí misma.

Entré a la Sala de Examinación B y encontré al paciente parado en la esquina. Era alto —pero no extrañamente—, vestía con un traje elegante, zapatos negros pulidos y guantes blancos de seda. Cada uno de los botones en su camisa formal estaba cerrado. De hecho, se veía incómodamente rígido. El cuello de su camisa se presionaba contra su nuez de Adán tan ceñidamente, que solo podía suponer que dejaría una marca. Podía escuchar sus alientos trabajosos y alarmados mientras batallaba para inhalar a través de la constricción. Como muchos hombres calvos de la mediana edad, su cabello había gravitado hasta su mentón, pero todavía podía leer la preocupación y el terror a través de la barba escondiendo sus facciones tensas. Sus ojos se disparaban de lado a lado, como un gato de reloj antiguo.

Si hubiera tenido que adivinar con base en su atuendo, mi dinero habría ido a que era un conductor de limosina, pero, incluso entonces, la calidad de su traje de sastre parecía estar unos niveles más arriba que el uniforme usual.

—Hola, señor. Mi nombre es Claire, y este es Chris. Estamos aquí para ayudarlo —le dije suavemente.

Él se sacudió, pero no contestó.

Chris suspiró:

—No ha dicho palabra desde que llegó aquí. Ni una sola.

Di un paso hacia adelante, y vi que la mandíbula del hombre se contrajo en respuesta. Levanté mis manos de forma no amenazadora, y di otro paso con lentitud precavida.

—He venido aquí para ayudarlo. ¿Está bien?

Mi mano se deslizó hacia mi estetoscopio. Él me observó con ojos casi imposiblemente dilatados, mostrando apenas un fragmento de sus iris verdes. Supuse que debió de haber estado consumiendo drogas duras.

—Señor, necesito ver sus signos vitales. No dolerá, lo prometo.

Continuó observándome fijamente, pero no hizo ningún esfuerzo por escapar en tanto acortaba la distancia entre nosotros. Coloqué la pieza pectoral contra él y me coloqué los auriculares. Cerré mis ojos y escuché, esperando oír un corazón escandaloso, pero nunca llegó un latido. En su lugar, había un sonido constante y hueco, como el zumbido de las profundidades del océano, o el resonar cósmico de la radiación solar. Jalé mi estetoscopio y lo coloqué en mi propio pecho para probarlo. Funcionaba bien: podía escuchar el golpeteo de mi corazón. Ahora, casi tan inquietada como Chris, puse el estetoscopio de nuevo en el paciente mudo. Aun así, lo único que escuché fue ese mismo ruido de otro mundo.

Chris levantó el historial vacío y me miró.

—¿Pulso? —preguntó, nervioso.

Me debatía entre no asustar al paciente y darle a Chris una respuesta honesta. Tenía la esperanza de que Chris entendería el gesto sutil de cabeza que hice. No había razón para que el paciente no tuviera un latido. No había forma de que no estuviera vivo: estaba respirando, moviéndose y respondiendo a lo que sucedía a su alrededor. Era callado, claro, pero se veía normal en cualquier caso. Quizá el estetoscopio no podía capturar su latido encima de las capas gruesas de su traje. Di un respiro tranquilizador y acerqué mis brazos por detrás para tratar de levantar su camisa. Sin embargo, el hombre me detuvo. Me pegó en el brazo con el suyo rápidamente, y aunque el impacto fue ligero e indoloro, el movimiento como tal fue suficiente como para pararme en seco. Me alejé; los costados de mi rostro sudaban a medida que alzaba mis manos para enseñarle de nuevo que no pretendía hacerle daño. La forma en la que el brazo se movió… no fue normal. Fue, de hecho, distintivamente anormal.

No estoy segura de cómo describirlo sin hacer que suene estúpido. Pero… ¿conoces esas decoraciones inflables largas y coloridas afuera de las ventas de automóviles? ¿Esas figuras cilíndricas con caras juguetonas que revolotean? Por más tonto que suene, el movimiento de su brazo me recordó a eso. La manera en la que se dobló; las ondas que desplazó por su ropa mientras se estiraba… esa fue la única imagen que evocó.

Me sequé mis cejas y observé al hombre.

—Está bien. Lo siento si te asusté. Solo quiero revisar tu pulso.

Se estremeció. Podía ver ese efecto extraño de nuevo, esta vez a lo largo de todo su cuerpo. La manera en la que se movía no estaba bien. Di un paso hacia atrás y agarré el brazo de Chris, jalándolo hacia afuera de la habitación para una conversación de uno a uno.

—Dijiste que estaba caminando raro. ¿Qué quisiste decir con eso? —le pregunté con un tono susurrante y estresado.

Chris miró hacia abajo. No parecía que quisiera responder —quizá pensó que no le iba a creer—.

—Una bandera en un asta.

—¿Qué?

—Sus piernas —frunció sus cejas—, se veía como banderas en astas. O como esa especie de conos anaranjados en los aeropuertos. Mira, sé que suena loco, pero…

—Te creo —lo intercepté.

Podía sentir su alivio conforme evacuaba un suspiro.

—¿Debería llamar a un doctor?

—Sí.

Chris trastabilló por el pasillo. No estaba segura de si su apuro era para conseguir ayuda lo más rápido posible, o para distanciarse del hombre dentro de la Sala de Examinación B. No lo podía culpar si era la segunda. Incluyo yo me quería ir, y había visto todo tipo de horror entrar por mi sala de emergencias con el trascurso de los años.

Di un vistazo a la habitación, pero, cuando lo hice, el rostro del sujeto estaba a centímetros del mío. Grité y salté hacia atrás. Él retrocedió por el terror, moviéndose lentamente a su lugar en la esquina de la habitación —su cuerpo no se movió como tal, sino que se ondeó—. Se hundió en una posición fetal y sostuvo su cabeza entre sus manos temblorosas.

—¡Lo siento! Solo me asustaste —le digo, recuperando mi compostura.

Su cabeza se alzó lentamente y sus ojos se enfocaron en los míos. A pesar de que no salió ningún sonido, sus labios se movieron y pude haber jurado que estaban formulando un pedido de ayuda. Pero, justo cuando estaba a punto de contestarle, la doctora irrumpió en la sala.

—Me dicen que tenemos un caso problemático en nuestras manos —dijo, con la ausencia de modales típica de los veteranos de la sala de emergencia.

—Doctora Ulmar, algo está malo con…

—Bueno, vamos. Levántate —le ladró al paciente.

Si la marea puede convertir piezas rotas de una botella de cerveza en piedras lisas, entonces la sala de emergencia puede hacer lo opuesto con la empatía de su personal. Especialmente cuando la doctora en cuestión ha estado de turno por casi cuarenta y ocho horas.

El hombre se quedó en su lugar, retrayéndose ahora más que nunca.

—No puedo examinarlo en el suelo, señor —dijo la doctora Ulmar secamente—. Si quiere tratamiento, va a tener que cooperar.

Me mordí el interior de mis mejillas. Por lo general, una enfermera no estaba en posición de hablar en contra de un doctor, pero yo tenía años de antigüedad a mis espaldas. Aun así, usaba mi autoridad con frugalidad. Era imperativo que mantuviera un ambiente de trabajo agradable.

—Doctora Ulmar, lo está asustando.

Ella emitió un resoplido ofendido.

—Ponlo en la cama.

Asentí y me arrodillé frente al sujeto en traje.

—Necesitamos moverte. Te prometo que te vamos a mejorar, ¿sí?

Él negó con la cabeza; sus labios tiritaban y sus ojos mostraban tanto desesperación como un miedo casi tangible.

—No te haremos daño —suspiré.

Podía sentir la paciencia de la doctora declinando.

Extendí mi mano:

—Vamos, hay que levantarte.

Se movió. Solo un poco, pero pude darme cuenta de que estaba a punto de tomar mi mano y levantarse. Sin embargo, pareció que la doctora Ulmar había esperado suficiente. Sin una advertencia, pisoteó hacia nosotros, le agarró el brazo y jaló.

No te puedo decir con seguridad cómo sucedió. Todo pasó demasiado rápido. Sé que uno de los botones en su camisa se desprendió: lo encontré más tarde bajo la cama cuando estaba limpiando la habitación. Creo que la doctora Ulmar jaló con tanta fuerza, que salió disparado, y su camisa se abrió solo un poco. Escuché el sonido de un globo desinflándose a medida que sentí una corriente de aire abrazador sisear desde mi paciente. Luego, su figura pareció marchitarse, y escuché algo golpeando el piso. La doctora Ulmar dejó escapar un grito no característico mientras trastabillaba hacia atrás y observaba la escena. Yo, por el otro lado, contemplé perpleja la pila de ropa que yacía frente a mí.

Había un bulto en medio de ella. Me acerqué al traje y lo agarré con gentileza, como un mantel usado. Ahí, bajo la tela suave, estaba su cabeza con un pedazo de su espina dorsal colgando de ella.

No sé si grité, o si la impresión fue tan grande, que me quedé adormecida emocionalmente. Solo recuerdo ver la cabeza inexpresiva e inerte mientras se mecía de atrás hacia adelante hasta detenerse. No había sangre, ningún olor, ni quejidos de agonía. Solo una cabeza perfectamente —casi quirúrgicamente— decapitada, y un traje vacío.

No encontré ninguna tarjeta de identificación en el hombre, ni nadie se presentó para buscarlo, y, sin sus manos, era imposible procesar sus huellas. Hasta donde sé, su cabeza fue enviada al forense para una autopsia, en donde fue preservada o descartada. Probablemente nunca sabré lo que le pasó, pero, basándome en el miedo que vi en sus ojos, tengo el presentimiento de que fuera lo que fuera que haya sucedido, no fue intencionado.

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La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por Manen Lyset:
https://facebook.com/lyset.manen/

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