¿Sabes que los niños no deben ir a cuartos extraños con hombres que acaban de conocer, verdad? Cuando tenía diez años, yo también sabía esto, pero era un gran nerd de los videojuegos. En la década de los ochentas, si querías jugar videojuegos, tenías que ir a las salas de juegos en los centros comerciales. Nuestra sala tenía una selección amplia de videojuegos en el área del vestíbulo. Pero los mejores juegos estaban escondidos en un cuarto secreto al reverso de la tienda. Había oído acerca de él por medio de otros niños en mi escuela. Decían que si invertías mucho tiempo —y monedas— jugando videojuegos en el piso principal, el dueño, Stanley, te llevaría al cuarto trasero en donde guardaba los juegos secretos.
Los chicos decían que Stanley tenía acceso a los juegos meses antes de que fueran estrenados. También se rumoraba que había ciertos juegos en el cuatro trasero que eran demasiado severos para el piso principal. Juegos clandestinos de Japón que incorporaban sexo y violencia gráfica.
Había estado yendo al salón con mis amigos por más de un mes, pero Stanley nunca mostró ningún interés en mí hasta que llegué por mi propia cuenta un día.
Debes entender que este era un pueblo universitario seguro y pintoresco, y en los ochentas. Las cosas eran diferentes. Las mamás llevaban a sus niños al mall, solo armándolos con advertencias de no hablar con desconocidos, y los dejaban por horas. Todos hacían esto. No era negligente.
Estaba jugando Street Fighter cuando Stanley se me acercó.
—Has pasado mucho tiempo en ese juego. —Me sentí un poco sorprendido por que estuviera justo ahí. Lo había visto alrededor de la tienda, pero nunca así de cerca. Era como hablar en persona con una celebridad por primera vez.
—Sí. Casi he logrado la puntuación más alta tres veces.
Me preguntó:
—¿Quieres jugar algunos otros juegos atrás?
Y eso fue todo.
Fue como preguntarme si quería un millón de dólares. Me retiré de mi juego (justo a la mitad de un nivel difícil) y dije:
—Sí. —De inmediato. Sin vacilar. Así de estúpido era.
A medida que me dirigió por la parte trasera del vestíbulo de juegos, me preguntó:
—¿Alguien te ha contado acerca de la habitación secreta?
No quería meterme en problemas por delatar a nadie. Él me prometió que no me pasaría nada, que solo quería saber quién había sido. Le di el nombre de Jonathan Blakely.
Cuando entramos al cuarto trasero, sentí un pinchazo de decepción. Escaneé con rapidez las máquinas a lo largo de la pared, pero no vi nada particularmente lascivo. Algunos juegos antiguos. Uno que otro que se había roto recientemente y que fue removido del piso de juegos. Había tres puertas separadas que conducían a otros cuartos. Supuse que debían de ser baños o un área de oficina.
También había otro niño más o menos de mi edad en la habitación. Estaba jugando uno de los juegos de disparo del viejo oeste. Stanley me dio un recorrido e introdujo al niño como Ian. Él me saludó con un «hey» casual y una sonrisa. Se sacó su goma de mascar roja, vio a Stanley y dijo:
—Ahora que hay otro niño, ¿podemos jugar el juego especial? —Stanley asintió lenta y deliberadamente. Sí. Podíamos jugar el juego especial.
Ian me agarró del brazo y dijo:
—¡Este te va a encantar! He escuchado mucho sobre él.
Stanley me preguntó si quería jugar el juego especial. Sí. Quería jugar.
Stanley me dijo que esperara mientras agarró a Ian del hombro y lo condujo hacia uno de los cuartos laterales. Cerró la puerta detrás de ellos, y esperé. Stanley no me había dado instrucciones. ¿Se iban a tardar un minuto? ¿O veinte? ¿Tenía permitido jugar los otros juegos en tanto esperaba? No podía procesar exactamente lo que estaba sucediendo, así que solo me quedé parado ahí observando la puerta cerrada con Stanley e Ian dentro.
Escuché muy atentamente y creí haber distinguido sus voces detrás de la puerta cerrada. Quizá algunos empujones.
Después de unos minutos, Stanley salió de la habitación y dijo:
—¡Está bien, vamos a acomodarte en tu cabina!
Estaba tan impresionado. Había visto una fotografía de una cabina simuladora en una revista de videojuegos, pero nunca pensé que entraría a una.
Stanley abrió una puerta diferente al lado de la que él había entrado con Ian. Me gesticuló que entrara. A medida que caminaba por la puerta de Ian, vi que estaba abierta ligeramente. Y pude darle un vistazo a Ian sentado en el mecanismo de cabina, utilizando un casco negro con un visor polarizado. Un mecanismo similar esperaba en mi habitación. Me subí a la silla y Stanley ajustó los tirantes del arnés de seguridad alrededor de mi pecho. Colocó un casco negro sobre mi cabeza, como el equipo de un piloto de combate real. Le tomó un tiempo para que todo estuviera ajustado apropiadamente. Estaba sentado en un marco metálico grande con un asiento bien acolchonado y un monitor en frente. Había luces fluorescentes superiores iluminando la habitación. La silla tenía controladores con palancas de mando a cada lado. Stanley me dejó a solas en la habitación y cerró la puerta detrás de él.
Entonces el juego comenzó. Escuché la voz de Ian a través de los parlantes del casco.
—¿Oye? ¿Puedes escucharme? —Podía escucharlo. Era bastante genial, como walkie-talkies. Pero los gráficos eran mucho menos impresionantes que el resto del equipo. Cuadrados verdes poco ambiciosos y círculos que flotaban alrededor de un fondo negro básico.
Me reí por lo bajo y le dije a Ian que probablemente podría dibujar algo mejor en el Commodore 64 que tenía en casa.
Las líneas verdes comenzaron a rotar, mientras que la voz pregrabada de una mujer era transmitida por los audífonos:
—Jugador Uno. Tú eres el accionador. Jala el gatillo antes de que la cuenta regresiva finalice. No te conviene fallar.
La pantalla mostraba un quince con letras grandes de bloque. Luego cambió a catorce. Luego a trece. La cuenta regresiva se había activado. Mi tipo favorito de juego eran los que no hacen ningún intento por explicarse a sí mismos. Solo los descifras conforme avanzas.
—¿Quién es Jugador Uno? —Pregunté. Ian no sabía. Cuando agarré ambas palancas de mando, estaba sorprendido por que no rotaran. Y cada una solo tenía un botón. Presioné los botones. La voz continuó la cuenta regresiva.
8… 7…
—No creo que sea el primer jugador —le dije a Ian—. Mi gatillo no hace nada.
Ian dijo:
—Estoy intentando…
Y a la mitad de su oración, sentí una descarga de electricidad correr a través de mí, y me quejé en voz alta. Ian me llamó a través de los audífonos:
—¿Estás bien?
—¡No! —respondí—. Algo me jodió el asiento. Me electrocutó cuando hiciste eso.
Después del choque, el contador se reinició y comenzó a contar de nuevo los segundos. Y luego, con más fuerza, grité:
—¡Stanley! ¡Esto está roto! —El contador estaba en diez. Mi arnés de seguridad no se abría.
Ian comenzó a protestar también.
—¡Oye! ¡Stanley! ¡Algo anda mal con esta máquina! ¡Lo electrocutó por accidente!
7… 6… 5…
Entre la pronunciación de los números, la voz computarizada de la mujer dijo:
—El Juego debe continuar. No te conviene fallar.
¡¡Auch!! El choque fue aún más fuerte esta vez.
15… 14…
El primer choque no me dolió realmente, solo me asustó. Este en verdad me punzó. Seguí tratando de destrabar el asiento.
—Ian, me electrocuta cada vez que presionas el botón. Los choques se están haciendo más fuertes. Ya no lo presiones.
Inflando el pecho, grité:
—¡Stanley, me quiero salir!
Ian prometió que ya no me electrocutaría.
6… 5…. El Juego debe continuar…
—¡Stanley, déjame salir!
3… 2… 1… Llegó otro choque, aún más fuerte que los dos anteriores.
—Yo no causé ese —llamó Ian. Y luego la computadora hizo ese ruido que todas las máquinas de juegos de los ochentas hacen cuando tu turno ha acabado. Respiré un suspiro de alivio. Pero solo por un segundo.
—Jugador Dos. Tú eres el accionador. Jala el gatillo antes de que la cuenta regresiva finalice. No te conviene fallar. 15… 14…
Ian había comprendido la naturaleza real del juego antes de que yo lo hiciera. Me rogó:
—Por favor, no jales el gatillo.
Pero yo estaba en negación.
—Quizá fue un error con mi unidad. Quizá no te electrocutará a ti si jalo el gatillo —pero Ian dijo que no podía ser un error, y continué regateando—: Si no lo jalo, te tocará electrocutarme a mí.
—Sí —me respondió—. Pero entonces podemos tomar turnos recibiendo los choques. No es justo que una sola persona reciba todos los choques.
5… 4… 3…
—Quizá no te electrocutará —dije. Entrecerré los ojos y apreté el gatillo a medida que Ian gritó de dolor a través de los audífonos. Pude notar por sus gritos que el choque había sido tan malo o peor que cualquiera de los que yo recibí. El conteo inició de nuevo.
—Eso dolió. Puedo aguantar unos cuantos choques más, pero voy a necesitar un descanso. Tienes que darme un descanso.
Esperé hasta el último nanosegundo posible antes de jalar el gatillo, y cuando lo jalé, Ian gritó.
—¡Está empeorando! ¿Lo jalaste?
15… 14…
—Sí…
Me rogó:
—Por favor, detente.
Para un niño de diez años, tenía un esquema sorprendente del juego. Estaba aterrorizado, pero sabía lo que se tenía que hacer.
—Si te doy el control, ¿cómo sabré que no dejarás de jalar el gatillo? Si pierdo el control, me seguirás electrocutando para protegerte. Entonces seré yo quien te estará rogando para que cambiemos de control. Podrías electrocutarme hasta la muerte.
6…
—¡No lo haré! ¡Prometo que no lo haré! Te di el control antes. Solo necesito un descanso. Además, no nos matarán. Seguramente. Por favor, solo recibe dos choques pequeños. Luego te daré el control de nuevo. Por favor.
En medio de lágrimas, le dije:
—No, no lo harás. Duele demasiado. No cambiarás.
3… 2…
—¡¡AHHHH!!
—Lo siento mucho, Ian. —Necesitaba que me perdonará por lo que estaba haciendo.
Escuché a Ian revolverse contra sus ataduras, y gritó:
—¡Detente! Me quiero salir. Déjame salir. ¡¡No me hagas esto!!
Yo me desesperé también:
—¡Stanley! ¡Stanley! ¡Detén este juego!
Ambos suplicamos mientras los segundos se agotaban. La puerta de mi habitación se mantuvo cerrada. Cuando el conteo casi había terminado, lo electrocuté. De nuevo y de nuevo. Cada quince segundos. Los choques se seguían fortaleciendo, y los gritos se acrecentaban. Podía escuchar sus alaridos a través de las paredes en adición a los audífonos.
Aún pienso sobre esto cada día de mi vida. Para cierto punto, las luces se atenuaban cuando jalaba el gatillo, y podía escuchar la descarga de electricidad por la pared. Mi memoria de esto es tan vívida. Treinta años más tarde, la mayoría de mis pesadillas involucran luces fluorescentes titilantes y débiles. Sus gritos se transformaron en sollozos a medida que la corriente de electricidad lo aplastaba.
Luego dejó de hacer ruido. Las luces se atenuaban y siseaban con cada presión del gatillo, pero ningún sonido humano provenía de la otra habitación.
—¿Ian? ¿Puedes escucharme? ¡¿Está vivo?! —exclamé. Pero no cedí el control. Lo seguí electrocutando hasta que la voz computarizada proclamó: «Fin del juego».
El cinturón del asiento se abrió de un clic, y me precipité por la puerta del cuarto de simulación y hacia la habitación en donde estaba Ian. Su puerta se mantenía cerrada, y la aporreé.
—¡Ian! ¡Lo siento tanto!
Stanley salió, y dijo:
—Necesito que vengas a esta habitación.
—NO. NO. NO. ¡No iré a la siguiente habitación! ¡No! —Salté hacia la puerta que me regresaría al vestíbulo, pero estaba cerrada. Gritaba y arremetía contra la puerta. Gimoteaba lágrimas de pánico mientras Stanley se acercaba. Trató de agarrarme con su brazo, y me alejé de nuevo. ¡NO!
—Descuida, Ian está bien.
Y, mágicamente, Ian estaba bien.
Su puerta se abrió e Ian se paró en el marco. Stanley continuó:
—Ian es un actor. Esto era un experimento. Esta tienda ha sido financiada por muchos grupos que evalúan la moral tradicional para determinar cómo los videojuegos violentos pueden influenciar la conducta moral. Queríamos saber cuán lejos llevarías el experimento.
Tenía un billete en su mano. Se arrodilló a mi lado, y me dijo:
—Aquí tienes veinte dólares por tu participación en el experimento. Si cinco de tus amigos dicen que tú les contaste acerca del cuarto trasero, te daremos veinte dólares más.
Me explicó que tenía que mantener la naturaleza del experimento como un secreto para que no contaminara los resultados.
…
Al día siguiente en la escuela, mi amigo Paul me detuvo. Aún me sentía aturdido. Él no pareció haberlo notado.
—¡Oye! ¡Estaba en el mall ayer y vi que Stanley te llevó al cuarto trasero! ¿Cómo era? ¿Había juegos de desnudos? Escuché que hay un simulador de vuelo que te levanta de la tierra. Escuché que se siente como una montaña rusa.
Me encontraba casi catatónico. Observé, a través de la ventana, a un ave en la grama levantando un gusano. Lo arrancó de la tierra con un solo movimiento, y este se retorció antes de morir.
—Fue increíble —le dije—. Quizá te dejará entrar alguna vez.
Nunca le conté a mi mamá lo que pasó.
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2 comentarios
Hey me puedes explicar un poquito. Estoy algo confundido xd
parece el experimento milgram