El precio del azúcar

Cuando era niña, si me hubieses preguntado lo que quería ser en un futuro, «artista famélica» ni siquiera hubiese estado en mi lista.

Más probablemente, te habría dicho «un dinosaurio» o «una astronauta» —y luego, cuando me diera cuenta de que los niños no se podían convertir en dinosaurios y que las niñas morenas de Nueva Zelanda no se podían convertir en astronautas— te habría dicho «una maestra» o «una enfermera».

En la escuela me volví progresivamente peor en todas las materias a excepción de Inglés y Arte, pero, en mi adolescencia, mi tía me consiguió un trabajo de medio tiempo como limpiadora en un hospital local. Pensé en ese tiempo que el dinero extra no era tan horroroso, y era buena en el oficio. Disfrutaba limpiar, incluso cuando, a veces, lo que limpiaba era diarrea explosiva o vómito teñido con sangre.

Después de un tiempo te acostumbras a la mayoría de los olores. Bueno, descartando el Clostridium difficile, pero rara vez tenía que limpiar por esos pacientes.

Al final, mi salario mínimo me permitió abandonar la escuela y rentar un apartamento lóbrego de una habitación en un complejo de apartamentos de concreto. Cuando no estaba trabajando o durmiendo, creaba piezas artísticas para venderlas en el mercado los sábados por la mañana.

Y así me convertí en una artista pobre de medio tiempo.

Hay ciertos productos indispensables que toda persona pobre necesita en su alacena. Las papas y el arroz eran los míos; ambos muy baratos y se podían preparar en una variedad de platillos. Haber crecido con padres igualmente pobres y con roles de género fomentados estrictamente significó que mi mamá me enseñó a cocinar desde pequeña platillos que duraban para muchas comidas.

«El arroz es bueno», me había dicho ella. «Lo puedes comer dulce en el desayuno y lo puedes comer sencillo en el almuerzo y la cena».

Y calabaza. Todo parecía llevar calabaza.

Pero aun así tenía mis pequeños lujos en mi diminuto apartamento: un frasco de mantequilla de maní, algo de miel manuka que recibí de mi tío del norte y un gran tarro de azúcar en bruto para mis tazas de té.

Comprenderás, entonces, por qué estaba tan alterada cuando las hormigas empezaron a invadirme.

Eran criaturas realmente pequeñas, algunas de las hormigas más pequeñas que había visto. Al levantarme por la mañana, se habían conglomerado alrededor de trozos de comida minúsculos caídos, dividiéndolos y llevándolos de vuelta a su nido, simulando una peregrinación firme de pequeños cuerpos negros y cafés.

No las resentí al comienzo, pues sabía lo que se sentía el tener hambre. Y podía apreciar más que otras personas el que estuvieran limpiando mi suciedad, brindándome un servicio.

Pero cuando perforaron el papel de mi bolsa de repuesto de azúcar, decidí que había tenido suficiente.

Descubrí que el bórax y el azúcar hacen un buen hormiguicida casero.

Teníamos variedad de productos de limpieza a base de bórax en el trabajo para despejar drenajes y disolver mugre bastante necia. Así que preparé una solución como el internet me instruyó que lo hiciera, y luego la dejé en un platillo en el mostrador de la cocina.

No les tomó mucho a mis pequeños intrusos para encontrarla. Una hora más tarde, un par de hormigas se pasearon por la fórmica blanca y nítida y encontraron el platillo.

Según mis fuentes, se alimentarían de él y luego lo movilizarían hacia el nido, en donde las demás se unirían a la cadena hasta que el veneno llenase su hogar. Si todo salía bien, estarían muertas en una semana.

Pero cuando una hormiga le dio un sorbo al veneno y luego se acomodó en el borde del platillo junto a su acompañante, me pregunté si había hecho una mezcla demasiado fuerte que mató a la hormiga de inmediato.

Pero la observación continua demostró que seguía con vida, acicalando sus antenas y piernas, esperando pacientemente bajo la aparente supervisión de su amigo.

Utilizando la oportunidad para estudiar a una hormiga anormalmente inactiva, saqué mi libro de dibujos y empecé a ilustrarlas mientras me sentaba en la única silla de mi apartamento.

Para cuando estaba bostezando y deseando mi cama, las dos hormigas seguían reposando con paciencia en el borde del platillo.

En la mañana, una vez que emergí para mi taza de té luego de una ducha, el platillo seguía intacto; solo quedaba el cadáver envenenado de la hormiga. Sus pequeñas piernas estaban enrolladas contra su cuerpo en una posición funesta y extrañamente fetal.

Mi intento por envenenar el nido había fallado.

La semana siguiente, rasgaron un nuevo agujero en la bolsa de azúcar (la cual coloqué dentro de una bolsa plástica) y vaciaron la mitad de su contenido.

Enfurecida, colgué la bolsa en el techo desde un gancho para la lavandería.

La mañana siguiente, la bolsa vacía se encontraba en el piso sin que restase un solo grano de azúcar.

Frustrada, salí y compré una carnada para hormigas del supermercado junto a otra bolsa de azúcar. Cuando llegué a casa, coloqué la carnada en la base de la alacena y coloqué la bolsa de azúcar en un tazón, el cual luego coloqué sobre un tazón más grande lleno de agua.

La familia de ladrones de azúcar estaba a punto de recibir su merecido.

Dormí a ratos con la puerta de mi habitación abierta de par en par, irracionalmente atenta de los sonidos de intrusos diminutos. Una parte de mí estaba convencida de que conspiraban en mi contra; tuve sueños fragmentados de hormigas gigantes arrastrándose por mi alacena, masticando agujeros a través del vidrio y el plástico, comiendo toda la comida que pudieran encontrar.

Me terminé despertando, incapaz de dormir, y trastabillé hacia la cocina para traer un vaso con agua. Apenas la luz parpadeó, vi movimiento.

La bolsa de azúcar había sido removida del tazón y yacía de lado en la base de la alacena. Había hormigas dispersas a lo largo de la superficie, apresurándose hacia toda grieta o abertura que pudieran encontrar —con sus bocas llenas de azúcar, sin duda—.

Pensando rápidamente, agarré un vaso del lavado y lo coloqué encima de una de las hormigas que acababa de brotar de la bolsa ya casi vacía.

Había atrapado a uno de los pequeños ladrones.

Definitivamente me estaba viendo. Adonde sea que me moviese, se posicionaba de manera que tuviera una vista clara de mí a través del vidrio. Si me acercaba, si la veía, la hormiga venía hacia mí y tocaba el vidrio con su única antena buena —la otra se partió cuando el vidrio le cayó encima—.

—No te dejaré ir —le dije—. No hasta que dejes de robar mi azúcar.

Tap, tap, tap.

Me di cuenta de que era mucho, mucho más grande que las hormigas que habían llegado a mi casa en un comienzo. Esta era brillante y oscura, como si hubiese sido pulida con limpiabotas. Las características alargadas le otorgaban a su rostro cualidades antropomórficas que me hacían sentir incómoda por mantenerla en una prisión de vidrio.

—Te podría matar, ¿sabes? —continué—. Pero no lo haré. Te ofreceré un trato: pondré un tazón pequeño de azúcar limpia afuera de la puerta principal cada noche, y pueden comer eso. Solo dejen mis cosas en paz.

La hormiga se me quedó viendo.

—¿Está bien?

Tap, tap, tap.

Dando un suspiro, levanté el vaso. La antena saludable de la hormiga se contoneó vigorosamente por un segundo, y luego el insecto avanzó con dificultad pero con disciplina a través de la grieta entre la estufa y la alacena.

Si me entendió o no, no lo sé, pero el tazón de azúcar afuera de mi apartamento estaba funcionando. Por la noche, las hormigas se amontonaban alrededor del tazón y transportaban la totalidad de su contenido hacia su nido. Como si estuviesen satisfechas con este arreglo, dejaron en paz a mi cocina.

Me reí ante la idea: era como el tributo para una mafia insectoide diminuta. Siempre y cuando les diera una parte de mi azúcar en plazos regulares, me dejarían en paz.

Pero pese a que yo estaba lo suficientemente a gusto con el arreglo, alguien más no lo estaba.

Mi vecino Charles era un anciano de linaje europeo. Charles no tenía mucho tiempo para personas como yo. Si ponía mi estéreo barato demasiado fuerte, llegaba a aporrear mi puerta con su bastón hasta que le bajaba el volumen. Ni siquiera podía ver la televisión a un volumen decente, así que mejor veía películas pirateadas en mi teléfono viejo con los audífonos puestos.

La conmoción que escuchaba ciertamente incluía la estridente y petulante voz de Charles gritando por algo.

Al abrir la puerta, lo encontré a él y al tazón de azúcar hecho añicos a la mitad del camino de concreto, junto a los cuerpos aplastados de hormigas gordas esparcidos alrededor de mi tapete harapiento.

Negra estúpida —me rugió—. ¡Maldita bárbara ignorante!

—Buenas noches, Charles.

—¿Qué demonios haces alimentando hormigas, mujer estúpida?

—Las mantiene afuera de mi casa —empecé a explicar, pero él me interrumpió.

—Le diré al propietario sobre esto. Serás desahuciada para el final de la semana. Recuerda mis palabras.

—Descansa, Charles —me despedí, sonriendo tensamente y cerrándole la puerta en la cara.

Vociferó por un tiempo después de eso y luego se quedó callado, volviendo a su apartamento.

Por la mañana, todos los cuerpos de las hormigas se habían ido y el tazón de azúcar reparado descansaba pulcramente sobre mi tapete.

No escuché nada del propietario ni de Charles. No me atreví a alimentar a las hormigas de nuevo por miedo a causar más problemas.

Casi tres semanas después del incidente, una hormiga gorda y solitaria se movilizó por mi cocina y se colocó a un lado de mi taza de té.

Con su antena buena, tocó la superficie de mi taza.

Tap, tap, tap.

Luego se alejó, despreocupada, y desapareció por la grieta de la que había salido.

Esa noche dejé el tazón de azúcar afuera, y por la mañana había una sorpresa para mí. Acostado en el tazón vacío estaba un hermoso collar blanco crema.

Antes había probado mi pulso con el tallado de hueso, pero a pesar de mis talentos artísticos, nunca fui muy buena en ello. Quienquiera que hizo esa pieza era un artista verdadero: era un doble espiral perfecto cubierto en patrones intricados. Se asemejaba mucho a los que vestían nuestros ancestros.

Y cada mañana después de esa, ha aparecido una nueva escultura de hueso, tan hermosa y astutamente confeccionada como la anterior.

Se venden bien en el mercado, los collares. Lo suficiente como para extender el suministro de azúcar de mis amigos por una vida entera.

La policía nunca descubrió lo que le pasó a Charles. Dicen que los forenses no pudieron encontrar nada —ninguna señal de entrada forzada, ninguna señal de lucha—. Fue como si el anciano simplemente hubiese desaparecido

La nueva vecina se presentó el sábado. Una mujer en sus setentas de expresión amarga. En la primera noche, golpeó mi pared y gritó obscenidades cuando le subí el volumen a la televisión.

No puedo esperar para llevarla al mercado.

La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por Cymoril_Melnibone:
https://reddit.com/r/HallowdineLibrary/

Creepypastas

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14 comentarios

Las hormigas mataron al vecino y con sus huesos hicieron el collar que ella vendía, probablemente esto le pase a su nueva vecina por ser mala con ella. Por eso dice que no puede esperar por llevarla al mercado

Las hormigas se comieron al vecino y eran las que tallaban con sus huesos los collares, por eso fue una hormiga «inusualmente girda » la que pedia mas azúcar

Las hormigas se comieron al viejo y tallaron sus huesos para hacer collares, que son los que le dejaban a la chica en la puerta,

La policia toca su puerta y la interroga sobre la desaparición del anciano.
-Señorita, ¿sabe algo de la desaparición de su vecino?
-¿Es porque soy negra?

Me gusta el giro que se aleja del clasico creepypasta donde la persona que recibe los restos humanos de regalo se asusta y se lamenta de no saber como hacerlo parar.
Ella ve lo positivo en todo 😀

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