Desearía que mi terapeuta, Ana, me hubiera escuchado.
Ella era linda y amable. Me agradaba mucho. Era muy consistente, e incluso cuando me regañaba, nunca era grosera al respecto.
Esperaba con ansias sus visitas después de la escuela. Me ponía a trabajar. En su mayoría, practicábamos habilidades importantes para la vida, pero a veces nos sentábamos en la mesa y hacíamos mis deberes académicos. Odiaba trabajar, pero ella me agradaba. Me felicitaba mucho. Y lo mejor de todo era que me escuchaba.
No me podía entender siempre. Lo que decía sonaba tan claro para mí, pero debió de haber sonado distinto para ella. Me hacía repetirme. Me sentía mal por sentirme frustrado. A veces me ponía agresivo y la golpeaba. No era mi intención golpearla, pero no ser entendido es difícil.
Mis padres me habían obsequiado un libro de comunicación. Tenía muchas imágenes, pero ninguna era relevante; no podía usarlo para decirle a Ana lo que le quería decir.
No le podía decir la verdad. No le podía decir que mis padres eran asesinos. Habían permanecido fuera del radar por años, asesinando gente aleatoriamente. Siempre hablaban acerca de ello frente a mí. Debieron haber creído que, ya que ellos no podían entenderme, eso significaba que yo tampoco podía entenderlos. Se equivocaron. Los podía entender tan claramente. Lo sabía todo.
Ellos estaban al tanto de que era estúpido tratar de matar a alguien que había trabajado en nuestro hogar, pero la emoción de quedar impune con algo así era intensa. Finalmente, decidieron que correrían el riesgo y que matarían a Ana, pero tendrían que esperar hasta el deshielo de primavera.
Empecé a agravar mis conductas. Primero causaba accidentes para que ella se pudiera retirar por el resto del día. Comencé a morderla; siempre trataba de sacarle sangre —no lo suficiente como para herirla, pero lo necesario como para que se fuera a casa ese día—. Simulaba crisis, pasando largos períodos de tiempo revolviéndome en mi asiento y siendo desobediente. Si Ana podía lograr que hiciera algo de trabajo, entonces daba por terminado el día.
Era persistente. Nunca se rendía. Nunca quiso perder su fe en mi. Desearía haber podido decirle que no estaba tratando de herirla. Quería que supiera que trataba de ayudarla.
Aprendí rápidamente a enfermarme para que pudiera estar en casa por días enteros sin recibir sus visitas. Necesitaba protegerla.
Traté de comunicarme con ella de la mejor manera en la que sabía hacerlo. Le dije que se fuera. Le dijera que saliera, que nunca regresara. Pero siempre regresaba.
Observé, impotente, mientras sucedía. Ana se estaba yendo. Mi papá la acompañó hasta su auto. La noqueó con una piedra del jardín y la arrastró del cabello hasta el cobertizo.
Grité, pero los vecinos habían aprendido a ignorar mis berrinches.
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1 comentario
Que desesperante.