Algo le raspaba la garganta ya sumamente irritada, se incorporó y tosió con tanta fuerza que la flema acumulada disparó contra la palma de su mano. Tomó los pañuelos descartables y se limpió.
Tenía la cabeza hirviendo como una caldera y la mucosidad le caía como pequeñas cascadas por la faringe, produciéndole una sensación de repulsión. Llamó a su madre pero su voz estaba bastante congestionada, como si estuviera entre paredes acolchonadas.
—Mamm… ¡mamá! —pronunció débilmente—. ¡Mamáaaa! —gritó con la garganta tan averiada que le escocía con tan sólo tragar agua.
La madre apareció unos minutos después, llevaba puesta una bata rosa que le caía sobre unas pomposas pantuflas.
—¿Qué pasó, te subió la fiebre? —dijo con un gesto de preocupación en su rostro y colocó su mano en la frente del niño—. Uh, estás volando en fiebre, espérame que te doy el remedio —dijo y se fue rápidamente por el pasillo.
Una mueca figuró en su rostro, como si su madre hubiese pronunciado una blasfemia. Los remedios eran lo peor en el universo para él tanto como para cualquier niño. Prefería que su cabeza se fundiese a los cuarenta grados que padecía antes de que tragarse a la fuerza esa porquería.
—Éste es el nuevo que me recetó hoy el médico —dijo, entrando en la habitación. Sostenía en su mano una botellita cuyo contenido era un líquido rojizo.
Tomó una cuchara y vertió el remedio. El muchacho hizo otra mueca de disgusto.
—Es de frutilla, te va a gustar —dijo la madre.
—Sí claro, frutilla, eso tiene gusto a cualquier otra cosa que a frutilla —dijo sacando la lengua.
—Si te quieres recuperar y volver al club debes hacerle caso al doctor —replicó ella.
—¡Puaj! —se quejó.
La madre sonrió y le acercó la cuchara a los labios; al principio su hijo se resistió, pero finalmente lo tragó casi dando arcadas.
—Duerme bien, mi hijo —susurró la madre acariciándole la mejilla. Luego salió por la puerta con el sonido acolchado de sus pantuflas.
Ya estaba cansado de enfermarse cada semana, la «fiebre reiterativa» como la había llamado originalmente el doctor estaba agotando su paciencia, nunca podía ir a jugar sus campeonatos de fútbol por causa de la estúpida fiebre. No podía llevar una vida normal desde que tenía uso de razón, hasta tenia vagos recuerdos de presentar fuertes dolores de cabeza a los cinco años cuando iba al jardín, y su madre debía retirarlo casi desmayado.
Jamás había tenido padre, lo había abandonado desde que era un bebé, sólo vivía con su madre en aquella casona con miles de habitaciones oscuras, las cuales la mayoría no conocía pues casi todo el tiempo se la pasaba en su cuarto encerrado bebiendo remedios y leyendo libros, pues el doctor le había aconsejado a su madre que no viera televisión ya que el brillo de la pantalla aumentaba la jaqueca. También su cuarto únicamente se debía alumbrar con bombillas que emitían luz verde, de otra forma la luz normal dañaba su visión.
¡Ya era suficiente! ¡No lo toleraría más! Acabaría con su desgraciada vida de una vez por todas; aunque tuviera que vivir con esas fuertes jaquecas durante toda su vida lo haría con tal de no beber más esos remedios desagradables y afrontaría cada día como una persona normal.
Se levantó de un salto de la cama sudando a mares y salió al oscuro pasillo de la casa. Caminó vacilante procurando no despertar a su madre. Bajó las escaleras y llegó a la cocina, miró el reloj, las dos y media, en una hora más sería la segunda dosis de su remedio. Debía evitarlo, no lo soportaría más.
Comenzó por revisar las alacenas, hizo a un lado latas y mercadería pero no encontró el frasquito con liquido rojizo en su interior. Se fijó en la heladera pero no encontró nada, abrió muebles más cajones y más alacenas y nada. Frustrado anduvo en puntillas hacia la sala de estar y se quedó allí parado, pensando dónde guardaría su mamá el simple remedio… y por qué motivo lo tendría tan bien guardado.
Caminó hacia el cuarto de su madre y penetró con la mirada cada esquina detenidamente. Tardó como media hora en revisar cada cajón de su armario y los bolsillos de abrigos, también se fijó en la mesa de luz y hasta debajo de la cama… nada. Ahora sí su paciencia estaba colmada; rechinó los dientes y caminó con furia aunque sin hacer ruido. ¿Dónde más, dónde podía fijarse? El baño, ahí debía estar. Abrió el espejito y buscó en su interior: enjuague bucal, cepillos de dientes, pastillas, geles, esmaltes, perfumes, todo pero menos aquel maldito frasquito.
Salió nuevamente al pasillo y recorrió y hurgó cada habitación que se hallaba en ambos lados, pero no lo encontró, y se percató de que ya había recorrido cada recóndito lugar de la casa.
Se quedó inmóvil sentado con las rodillas cruzadas y los ojos llorosos contra la pared que daba por finalizado el pasillo. La cabeza le estaba por estallar. Entonces sin querer tocó con su mano una aldaba que se adhería al piso. Incrédulo la tomó y la jaló, una pequeña portezuela se abrió. Entró receloso bajando unas escaleras. Hacía un frío bárbaro allí abajo y una extraña neblina blanca lo rodeaba. Llegó a una sala con raras láminas colgando de las paredes platinadas y mesas colmadas de libros cuyas portadas mostraban símbolos ininteligibles. Entonces, entre todos aquellos escritorios con artefactos sin sentido y más y más libros e informes, se topó con uno que estaba cubierto por un gran manto blanco, puesto claramente por alguien a propósito con el fin de ocultar algo. Con la mano temblorosa lo hizo a un lado y quedó boquiabierto.
Lo había encontrado, sí, pero más que eso su sorpresa se hallaba en que no era solo el frasquito, sino que decenas de ellos estaban pulcramente apilados sobre repisas. Intrigado quedose parado sin poder moverse, algo se lo impedía, fue entonces cuando un temblor que subió por sus vertebras lo sacudió, un dolor punzante vino a su cabeza y perdió el control cayendo hacia adelante. Reaccionó a tiempo y se sujetó contra la repisa, todos los frascos tintinearon y uno cayó al suelo; el líquido rojo le manchó sus medias. Maldijo con furia afrontando el dolor de cabeza, pero de nuevo sintió otra punzada, como un alfiler clavándose en su cerebro. Trastabilló y otra vez cayó hacia adelante, derribando sin querer una fila de frascos.
—¡Ya basta! —exclamó exhausto. Volvió a ponerse en pie como pudo y derribó todas las repisas con furia. Otra punzada, esta vez en la nuca; la vista se le nubló pero nuevamente se puso en pie y quebró los frasquitos restantes. Todo el suelo de aquel sótano brillaba en un charco de color carmín.
—¡Isaac! —retumbó la voz de su madre en el piso de arriba.
El dolor de cabeza se acrecentaba, pero eso no era todo: de su boca había comenzado a salir espuma y su piel se estaba tornando dura, como… ¡escamas!
—¡Isaac! —aullaba desesperada su madre desde arriba, abriendo con exasperación cada puerta de cada habitación, hasta que la portezuela del sótano se abrió y la silueta de ella se dibujó en el enorme charco tan rojo como la sangre—.¿Isaac? —repitió con voz trémula. Sus ojos se dilataron de horror, no observaba a su hijo, miraba a aquella cosa con forma reptiloide acurrucada en un rincón, cuyos ojos amarillentos brillaban en la oscuridad.
La portezuela se abrió otra vez detrás de la madre y alguien entró.
—Te dije que el tratamiento no resultaría, querida —replicó la voz grave del doctor.
2 comentarios
Me gustó!! Tiene un saborcillo como clásico, y soy fan de las historias «largas», así que me ha dado un gusto tremendo <3
La redacción es notable, y me encanta que sea lo suficientemente descriptivo sin caer en lo irrelevante y tedioso.
-Un sola observación: creo que la luz roja es la indicada para la fotofobia, siendo ésta la que menos se registra en sustancias o tejidos fotosensibles (como la retina), siendo incluso imperceptible para algunos animales (como las cucarachas). Las que se acercan más al espectro del azul causan el efecto contrario por ser su nda más corta. Pero esto es sólo una opinión personal 😉 insisto que está buenísimo.
no entiendo