Mi hijo de once años estuvo en un accidente horrible hace cuatro meses. No quiero entrar en detalles de lo que pasó, pero lo dejó desfigurado con quemaduras de tercer grado a lo largo de todo su rostro, cabeza y torso superior.
La primera semana en el hospital fueron los peores días de su vida. Ni siquiera puedo empezar a imaginarme cuán terribles fueron para mi hijo. No lloraba debajo de esos vendajes. Ni siquiera hablaba. A veces, simplemente despedía un sonido agonizante de quejido. Le pedí a mi doctor histéricamente que me explicara lo que sucedía. Me dijo que mi hijo sufría un dolor inaguantable y esos tipos de movimientos de su boca o rostro empeoraban las cosas dramáticamente. Así que solo se acostaba en silencio. El pensamiento aún me acecha. Estar bajo un dolor tan indescriptible… y tener que quedarte inmóvil, de momento a momento, sin ningún escape o distracción. El doctor me explicó que lo estaban medicando lo mejor que podían, pero que tenían límites.
Cuando le quitaron los vendajes a mi hijo, grité vigorosamente. No fue mi intención hacerlo. Pensé que estaba preparada para lo peor. Pero no lo estaba. Estaba aterrada. Ni siquiera podía verlo. Me daba náuseas pensar en su apariencia. Mi hijo había vuelto a hablar para ese punto. «¿Tan malo es, mamá?», me preguntó; su voz temblaba. Le dimos un espejo. Permaneció en silencio. No habló, solo se sentó en silencio por horas, ignorándonos. Al cabo de un rato, me volteó a ver; yo esquivé su mirada de inmediato, no lo pude evitar. En silencio, casi como un ratón, dijo: «Pero me van a arreglar, ¿verdad, mamá? ¿Estaré bien, verdad?». No le podía mentir, pero tampoco podía decirle la realidad. En vez de eso, hice algo peor. Lloré. Acosté mi rostro sobre mis manos y lloré.
Mi hijo se quedó en el hospital por meses. Se intentaron varios injertos cutáneos, pero no ayudaron. De hecho, de alguna forma hicieron que mi hijo se viera aún peor. Nuestros familiares y algunos de sus amigos quisieron visitarlo, aunque se rehusó. Ni siquiera lo consideró. Me dijo que no quería que ninguna otra persona lo volviese a ver jamás. Dijo que nunca quería irse de la habitación del hospital.
Pero, por supuesto, el momento de volver a casa llegó. Primero, las cosas estuvieron más o menos bien. Se confinó a su cuarto jugando videojuegos. Era un gran escape para él. Vestía con un sombrero y gafas de sol en todo momento, y en verdad ayudaba. Al menos un poco. El hospital lo remitió con un psiquiatra para que pudiera lidiar con su nueva realidad. Hace unas semanas, el psiquiatra me citó en privado. Me dijo que no podía seguirlo albergando en su cuarto. Que tenía que sacar a mi hijo al mundo. Que él tenía que aprender a aceptar su apariencia frente a los demás lentamente.
La idea de traer visitas a nuestro hogar o de exponerlo a la mirada de conocidos le provocaba una ansiedad acelerada. Me tomó muchos días convencerlo, pero mi hijo finalmente accedió a ir a un parque poco frecuentado no muy lejos de nuestra casa. Se colocó sus gafas de sol y su sombrero y fuimos a la parada de buses. Podía notar su preocupación. Yo también estaba preocupada. No teníamos idea de cómo iba a reaccionar el mundo ante él. Nos subimos al bus y nos sentamos al frente. En esta área, los asientos estaban girados noventa grados como sucede en el transporte subterráneo, así que estábamos a la vista de los demás pasajeros. Una niñita sentada cerca de nosotros observó a mi hijo. Agarró a su madre, observó a mi hijo de nuevo y casi empezó a llorar. Le susurró algo a su madre.
La mujer la levantó y se disculpó conmigo. Se llevó a la niña al final del bus.
¿Mi hijo habrá visto eso? No lo sé. Solo nos habíamos movido un par de paradas, pero ya había notado a otra persona señalándonos. A otros murmurando. Se veían disgustados. Tenía la esperanza de que mi hijo no estuviera pendiente, pero luego me dijo al oído: «Mamá, me están viendo».
Le murmuré devuelta: «No, no lo hacen. No pasa nada». Pero solo me levantó su tono: «Mamá, todos me está mirando. Se me quedan viendo».
«Mamá», continuó.
«Cálmate —traté de decirle—. Solo te están mirando porque haces ruido».
Vi a una chica sacar su teléfono y empezar a grabarnos.
«¡NO! —gritó mi hijo—. No es por ESO que me están viendo. Ya me estaban viendo antes. Vámonos. Me quiero bajar».
Ahora la niñita al final del bus estaba llorando. Ruidosamente. «Está bien», le dije. Presioné el botón para indicar nuestra parada.
«¿Por qué me siguen viendo? —insistió mi hijo—. Me quiero bajar ya. Llévame a casa. ¡Llévame a casa!». La chica que lo quiso grabar se empezó a reír de la situación.
Y entones perdí el control de mí misma. Ni siquiera me di cuenta de que lo hice hasta que era muy tarde. Les grité, sonora y groseramente:
«¡DEJEN DE VER A MI HIJO!».
Todos en el bus se callaron. Todos nos veían. El conductor se detuvo y ni siquiera estábamos en una parada. «Señora, ¿puede salir del vehículo con su hijo, por favor?».
Ambos estábamos llorando. Caminamos de vuelta a casa.
Esa noche ordené un paquete por internet.
Esa noche también fue cuando sus pesadillas empezaron. Gritaba a la mitad de la noche mientras dormía. Gritos sollozantes. Ni siquiera se daba cuenta de que lo hacía. Me mantenía despierta por la noche, y nunca me decía de qué trataban sus sueños. Pero a veces se despertaba y lo escuchaba llorar en abundancia. Hablaba para sí mismo, su voz se estremecía. Fue por esto que noté por primera vez que me estaba empezando a sentir aterrada de mi hijo. Los gritos por la noche se volvieron cada vez más guturales. Sonidos que ningún niño debería hacer. Si me paraba afuera de su puerta por la noche, a veces lo oía susurrar para sí mismo entre sus gritos. Palabras que no podía entender. Sonidos al azar o quizá un lenguaje diferente.
Anoche, mi hijo se despertó muy tarde. Estaba silencioso. Presté atención a su presencia, pero no pude discernir nada. Tenía la sensación de que algo me veía. Una porción pequeña de luz de luna se estaba colando, solo lo suficiente como para que pudiera ver algo que me espiaba desde la puerta de mi habitación. Era mi hijo. Su rostro horriblemente desfigurado era iluminado por un rayo de luz frágil. Me observó. Y luego comenzó a susurrar de nuevo, en ese lenguaje alienígena.
Grité tan fuerte como pude. Mi hijo se dio la vuelta y se regresó a su habitación corriendo. Han pasado horas y no ha salido de su habitación. Ni siquiera intenté hacer que volviera a dormir.
Mi paquete llegó esta mañana.
También investigué un poco. Descubrí que esta es una condición llamada teratofobia. El miedo a las personas deformes. Me puso a pensar… ¿la desfiguración de mi hijo lo ha vuelto loco? ¿O estoy sufriendo de teratofobia extrema y mi mente está exagerando los hechos?
No estoy segura. Pero lo que sí sé es que mi hijo no puede atravesar esto solo. Ni tampoco puedo yo. Se ha vuelto vastamente claro. Una madre debería hacer todo por su hijo, ¿no? No puedo reparar su apariencia grotesca y horripilante. Pero puedo hacerlo sentir menos solo. Darle un compañero. ¿Cuál podría ser un mejor consuelo para tu miedo que convertirte en el objeto de tus temores?
Abrí el paquete. Miré su contenido. Ácido nítrico. Me he estado preguntado cómo es que se supone que lo debo derramar en mi cara. No quiero perder mi vista en el proceso. Supongo que tendré que investigar un poco más.
Pero no quiero desperdiciar mucho tiempo. Porque me gustaría despertar a mi hijo esta mañana siendo su par, y demostrarle que no está solo. Que, juntos, las cosas no serán tan atemorizantes. Las cosas no serán tan aislantes. Las cosas serán mejor. He escuchado esta frase antes: «Ninguna perra en la tierra se compara a una madre que teme por sus hijos». Bien, quizá es tiempo para que mi hijo y yo le devolvamos el susto al mundo. Quizá hasta aprenderé a amarlo. Tendremos que aprender a amarlo juntos. Sin importar qué, tendremos que aprender.
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2 comentarios
Una mamá incondicional a pesar de sus fobias :’)
Joder, me ha encantado esta creepypasta. Es muy buena, pero mi pregunta es, ¿la tomaste de la vida o solo dejaste fluir la imaginación?