Mientras estaba sentado en el armario oscuro, recostado contra las puertas que no se abrían sin importar cuánto las empujara, me di cuenta de que había sido engañado. Fui un estúpido y este era mi castigo. Jugar «Siete Minutos en el Paraíso» había sonado como una buena idea en aquel momento: no tenía ninguna razón verídica para sospechar que me encerrarían aquí a solas, pero, en retrospectiva, debí haberlo sabido. No era un chico popular, pero había creído hasta ese punto que era lo suficientemente bueno pasando desapercibido como para evitar ser molestado despiadadamente. Rayos, ni siquiera podía decir que había algo demasiado malicioso con respecto a lo que me habían hecho. Era mi culpa, en parte: había cometido el error de tomar un receso para ir al baño al final de una de las rondas del juego, dándoles la oportunidad estelar para hacerme una bromita.
Sí, ahora que lo pienso, en verdad fue mi culpa. Ellos no tenían idea de lo que iba a pasar cuando Trevor, nuestro anfitrión, me empujó juguetonamente hacia el armario, diciéndome que «ella» me estaba esperando. Ni siquiera tuve tiempo, antes de que el mundo se oscureciera, de ver quién estaba ausente en la habitación para saber cuáles labios iba a estar besando. Me encontraba bajo la impresión de que había alguien más ahí conmigo, hasta que extendí y sacudí mi brazo, topándome con nada más que aire fino y cortinas de tela colgando por arriba. Podía escuchar a mis compañeros de clase riéndose disimuladamente en el otro lado de la puerta.
—Muy divertido —me quejé, dándole a la puerta un golpe firme—. Vamos, déjenme salir.
Escuché sonidos de besos simulados como respuesta.
Siete minutos. Iba a tener que durar siete minutos a solas en la oscuridad. Quizá más si decidían que mi tormento era lo suficientemente divertido como para continuarlo. No sería tan malo si hubiera tenido mi teléfono conmigo, pero los habíamos utilizado para seleccionar a las parejas. Habíamos puesto todos los teléfonos en una mesa giratoria, que rotamos, y luego seleccionamos dos teléfonos aleatoriamente. Quienquiera que fuera el dueño de los teléfonos, chico o chica, tendrían que encerrarse juntos.
Sin ninguna luz ni nada que pudiera utilizar como entretenimiento, me senté en silencio y suspiré.
Le tomó un minuto o dos a mis ojos para ajustarse a la oscuridad, y cuando lo hicieron, noté lo que se veía como alguien sentado en la esquina opuesta detrás de todos los abrigos que estaban colgados ahí. Incluso entonces, no estaba totalmente seguro de que era una persona —la silueta pudo haber sido una aspiradora, hasta donde sabía—, y entonces vi dos ojos devolviéndome la mirada con un resplandor.
—¡Ah, mierda! ¡Me asustaste! —dije, riéndome con partes iguales de estrés y alivio—. Estoy contento de no estar solo. ¿Por qué no dijiste algo?
—No estar solo —repitió.
Su voz era suave, sensual y profunda. Más o menos como la de una instructora de piano o una enfermera bastante sexy. ¿Pero a quién pertenecía? ¿Katie? ¿Anna? ¿Crystal? No, todas ellas sonaban más jóvenes. Recorrí los nombres y rostros de las otras invitadas de la fiesta, pero ninguna de las voces concordaba con la que había escuchado.
—¿Quién eres?
—¿Quién eres? —me preguntó de regreso.
—Curtis —contesté—. ¿Estás en nuestra clase?
—Curtis —murmuró.
La manera en la que pronunció mi nombre me desató escalofríos. Era tan sexy, tan sensual… Era como una versión femenina de ese sujeto en un podcast de terror que realmente me fascina. Pero no puedo recordar su nombre. Peter… algo, ¿creo? Tenía esa misma cualidad suave y susurrante en su voz. Un tono que me adormecía las rodillas y me hacía sentir agradecido por estar encerrado ahí. Quizá la chica tenía cara de culo, pero no sonaba así. Sonaba como un ángel.
—¿Quieres que nos besemos? —le pregunté de repente.
Había algo en ella que me hizo salir de mi cascarón. Y, además, era para eso que estábamos ahí, ¿no?
—Que nos besemos —prácticamente gimió.
Podía escuchar agitación, y sus ojos me observaban como los de un gato en la noche. Incluso a pesar de lo envalentonado que me sentía por la oscuridad, no hice ningún movimiento hacia ella. Me quedé sentado con mi espalda contra la pared, observando a su silueta arrastrándose más y más cerca de mí. Nunca había besado a una chica antes, pero si existía un momento para hacerlo, era ahora.
Puso una mano en mi brazo y se acercó hacia mi oreja, murmurando:
—Curtissssssss.
Pude sentir su aliento contra mi piel. Era cálido y húmedo, como un día de verano sin brisa. Sus dedos apretaron mi antebrazo firmemente. Algo áspero, como papel de lija, se cepilló por mi mejilla y descendió hacia mis labios.
—Besémonos —ordenó.
¿Quién era yo para negarme?
Cerré mis ojos y giré mi cabeza, encontrándome con sus labios. Estaban secos, pero no me importó. El beso fue increíble de todas maneras. Una gran primera vez, ¿saben? Y dado que no podía ver su rostro, podía imaginarme en su lugar a quien quisiera. Melissa, tres asientos diagonalmente de mí en la clase de Ciencias. Imaginé ese rostro succionando el mío.
Pero entonces hubo un ruido al otro lado de las puertas. Fuera lo que fuera que habían puesto ahí para encerrarme, estaba siendo removido. «Aún no», pensé. Las cosas estaban empezando a ponerse jugosas. Podía discernir que quienquiera que estuviera conmigo se sentía de la misma manera, porque su agarre en mi brazo se apretó aún más. Ahora era doloroso, como mi mamá emputada tratando de sacarme a rastras de un desastre. Pero, antes de que incluso tuviera la oportunidad de demandar que me soltara, las puertas se abrieron y una luz inundó el espacio.
—¿Qué mierda estás haciendo, subnormal? —preguntó Trevor.
La presión en mi brazo se había ido. Tenía mi lengua de fuera y me estaba inclinando hacia el aire vacío. Hubiera muerto de la vergüenza si no hubiera estado tan aterrorizado. Porque, verán, en la fracción de segundo antes de que las puertas se abrieran totalmente, y antes de que mi compañera de besos misteriosa desapareciera, capté un vistazo de su aspecto. Piel gris. Ojos hundidos. Huesuda. Cabello que apenas se aferraba a pequeños pedazos de piel en su cráneo. No había nada sexy en ella.
Traté de explicar lo que sucedió, pero no me creyeron. Realmente no podía culparlos, porque lo único que ellos habían visto fue un armario vacío. Pude haber sido etiquetado por siempre como un rarito subnormal, de no haber sido por una cosa: la huella de una mano, roja y brillante, en mi antebrazo.
Bueno, dos cosas.
El hecho de que Trevor haya entrado después de mí para demostrar que «no era la gran cosa», y que nunca haya salido de vuelta.
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1 comentario
Increiblemente escalofriante, pero no debió apresurarse v: