Nunca ayudes a un desconocido

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La Segunda Guerra Mundial había acabado, pero el daño que los alemanes causaron durante la ocupación —y, sobre todo, durante su repliegue tras perder la Batalla de Normandía— había dejado al pueblo francés en la más absoluta miseria. Con muchos de sus cultivos incendiados y casi sin ganadería, comer se había vuelto un privilegio al que solo unos pocos podían aspirar.

En medio de este caos, acceder a un trozo de carne o pan era casi imposible, y solo en el mercado negro se podía conseguir alimento fresco el cual llevarse a la boca. Por supuesto, sus desmesurados precios eran controlados por un grupo de gente sin escrúpulos capaces de ver morir de hambre a sus compatriotas con tal de aumentar su fortuna. No es, por eso, extraño que se pagaran relojes de oro, joyas heredadas generación tras generación u obras de arte por un simple mendrugo de pan.

Monique no era ajena a la situación. Durante la ocupación, se había visto obligada a «ofrecer» sus encantos femeninos a los soldados alemanes para poder comer. Por este motivo, entre una multitud de gente casi famélica por un hambre prolongada durante meses (sino años), Monique destacaba por su lozanía y por tener algún kilo de más, viéndose más atractiva que la mayoría de las mujeres de su edad. Monique sabía que esa era su mejor arma para seguir consiguiendo comida, pero la situación se había vuelto tan tensa que ya nadie parecía requerir sus «servicios»; preferían comer que tener su compañía.

Un poco angustiada por el hambre, que por primera vez empezaba a sufrir desde que comenzó el conflicto, recorría el mercado buscando a alguien a quien pudiera «convencer» para que le diera una pieza de fruta o un trozo de pan. Algo de carne era impensable, ya que el único puesto que aún la despachaba tenía unos precios prohibitivos y sus distribuidores parecían ser inmunes a sus encantos.

En una mañana nublada, mientras miraba —con la boca hecha agua— cómo fileteaban un trozo de carne para un señor que había ofrecido un collar de oro a manera de pago, un viejecito cayó casi a sus pies. La turba de gente que se agolpaba junto al puesto de carne había empujado al anciano, quien había recibido un fuerte golpe en la cadera y parecía no poder levantarse. Tal vez la moral de Monique no era la más adecuada, pero la chica tenía un gran corazón. Se agachó junto al pobre hombre para ayudarlo a levantarse.

El viejecito, con un dolor inmenso, le dijo:

—Muchacha, ¡sácame de aquí antes de que me pisoteen!

Monique guio al hombre hasta unas escaleras que había cerca, en la entrada de un edificio.

—Muchas gracias por tu ayuda, jovencita. Parece que el hambre le hace olvidar a la gente el respeto por sus mayores —se quejó mirando con arrogancia al montón de gente reunida en la carnicería.

—¡Esto es un verdadero caos! No debería acercarse a ese maldito puesto de carne, las personas se vuelven como animales cuando empiezan las pujas.

—Pero si no me hubiera acercado, no hubiera conseguido esto.

El anciano mostró un paquete envuelto en papel de cocina y atado con un trozo de hilo de alpillera. Olía a carne. El anciano lo abrió un poco y se pudo apreciar que era carne molida, aproximadamente un kilo. Los ojos de Monique se abrieron como platos, no había visto carne tan de cerca en semanas.

—¿Cómo te llamas, jovencita?

Monique miraba con recelo ese paquete, hasta podría perforar el grueso papel con sus ojos.

—Monique —dijo sin apartar su mirada de la carne.

—Hagamos un trato, Monique. Si me ayudas a llevar este trozo de carne a mis hijos que viven cerca de aquí, te prometo un filete para ti sola. Al fin y al cabo, un favor se paga con otro, y yo casi no puedo caminar con el dolor que tengo en la cadera.

Monique, que no podía salir de su asombro por tan gentil oferta, solo pudo asentir con la cabeza en tanto veía al anciano. Este le extendió el paquete y le pidió que esperara un momento mientras escribía en un papel que metió dentro de un sobre.

—Ya de paso aprovecho para que le entregues esta carta a mi hijo Matías —dijo el viejo, restándole importancia—. Si no, no se va a creer que te he prometido un trozo de carne por el encargo —reafirmó con una sonrisa, enseñando los dientes amarillos.

Tras despedirse del señor, que aún se sujetaba la cadera con la mano en un claro síntoma de dolor, Monique se dirigió hacia la dirección indicada. Quedaba al otro lado de la plaza, cruzando el mercado, pero algo la perturbó cuando había avanzado solo unos metros. Uno de los vendedores en el puesto de carne parecía esbozarle una sonrisa, pero no una de esas que le regalaban los hombres para ganarse sus favores, sino que había algo perverso en ella. Bajó la cabeza un poco asustada y, como si su instinto femenino le avisara, sintió que algo raro estaba pasando. Se giró para mirar al anciano, pero allí ya no había nadie. ¿Cómo podía haberse ido tan rápido con ese dolor punzante de cadera?

Continuó su camino hacia la dirección marcada, pero había algo en su interior que le decía que tuviera cuidado. Es típico del ser humano que su «sexto sentido» les diga que algo no anda bien. Pero Monique era una chica honesta que se consideraba incapaz de robarle a un anciano, y, a pesar de su miedo, prosiguió con el encargo.

Algo la detuvo una vez que llegó al lugar marcado. La dirección exacta estaba en un oscuro y recóndito callejón que quedaba oculto de la mirada indiscreta de todo el que paseara por la calle principal. Ligeramente asustada por la idea de que el viejo hubiese ideado un plan para violarla, decidió que lo mejor era no arriesgarse, así que le ofreció una moneda de pequeño valor a un muchacho de la calle para que terminara el encargo.

Ella se ubicó al principio del callejón mientras observaba cómo el chiquillo llamaba a una sucia puerta de madera en la que se abrió una mirilla, por la cual se asomó un hombre.

—¿Es usted Matías? —preguntó el chico—. Su padre le envía esta carta y este paquete.

El hombre no lo hizo esperar, abrió la puerta con la intención de recibir el paquete. Pero, para sorpresa de Monique, que observaba todo desde la distancia, no agarró el paquete de carne: sujetó firmemente la muñeca del muchacho y lo metió dentro de la casa de un tirón, cerrando la puerta con fuerza. Se comenzaron a escuchar gritos que fueron acallados en pocos segundos.

El bullicio ensordecedor de la plaza había silenciado al pequeño, pero Monique fue testigo de todo. Gritando, se dirigió a un par de militares que sabía que siempre velaban por el orden cuando el mercado se abría.

—¡Por favor, ayuda, acaban de secuestrar a un niño! —dijo Monique mientras tiraba del brazo de uno de los soldados guiándolo hacia el lugar.

En segundos, sorprendentemente, los militares se encontraban golpeando la puerta del lugar en el que había desaparecido el niño. Un fuerte alboroto se escuchó en el interior del edificio, un par de hombres vociferaban y golpeaban la puerta desde el interior; parecía que estaban colocando muebles y otros objetos pesados para evitar que pudiera ser abierta. De repente, el ruido cesó, y, segundos después, por una de las ventanas que había en el tejado, apareció un hombre que saltó velozmente al edificio cercano y desapareció de la vista de Monique. La chica, gritando, avisaba a los militares que estaban escapando por arriba. Un segundo hombre salió y los soldados, advertidos por Monique, le dispararon. Uno de los disparos le acertó en pleno corazón y él cayó rodando por el tejado, golpeando el suelo con un golpe atronador a unos metros de Monique.

Tras un par de minutos, los militares se cercioraron de que nadie más saliera por la ventana y regresaron a la puerta, que empezaron a golpear con más insistencia hasta que consiguieron abrirla lo suficiente como para apartar los muebles con los que los delincuentes habían formado una barricada.

Cuando consiguieron entrar, se quedaron estupefactos; uno de ellos tuvo que salir inmediatamente mientras vomitaba. Su estómago no pudo soportar el ver tan macabro espectáculo.

El niño colgaba boca abajo de un gancho con la garganta degollada; un cubo puesto debajo de la cabeza del niño recogía toda la sangre que se derramaba. A escasos metros, había una mesa que parecía usarse para separar la carne del hueso y en donde se podían ver restos humanos, como pies, manos y una cabeza. Junto a cuchillos ensangrentados, había varios montones de carne humana que ya estaba lista para ser empaquetada.

Mientras tanto, Monique, ajena al matadero humano que habían visto los militares, se acercó al hombre abatido por los disparos. Reconoció que era uno de los hombres que despachaban carne en el mercado, pero lo que más le llamó la atención, fue el sobre que le había entregado a ella aquel anciano, asomándose desde un bolsillo. La mujer se agachó, lo recogió y decidió abrirlo. En su interior, encontró la siguiente nota:

«Esta es la última que os envío hoy, las ventas van mejor que nunca».

Monique avisó a los soldados que esta carne provenía de la carnicería del mercado. Cuando llegaron ahí, no había rastro ni de los hombres ni de la carnicería.

Edición propia de una leyenda popular
http://leyendas-urbanas.com/

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17 comentarios

A lo largo de mi vida me han sucedido cosas extrañas, una de ellas y tal vez la mas bizarra fue la experiencia con un juguete que compre. Cuando era adolescente mis padres compraron un vieja casa, era muy grande y decidieron reciclarla construyendole un segundo piso, practicamente la hicieron de nuevo. No vivimos allí mas de cuatro años.
Siempre senti que, a pesar de gustarme esteticamente esa casa, tenia algo mas, algo oscuro y negativo. Solian pasar cosas poco explicables, se podian escuchar pasos humanos sobre el piso de madera del segundo piso sin haber nadie en el. Las luces muchas veces se prendian o apagaban solas. Pero nos acostumbramos, lo naturalizamos. Una vez mi hermanita que en ese entonces tenía 3 años decia que veía a una señora mayor en el patio. Puedo decir tambien que desde que nos mudamos alli hubieron muchas situaciones negativas, problemas de todo tipo.
Por ultimo, una vez cenando en la casa de mi novio con su hermana y su madre, de repente mi plato «explotó» en mil pedazos pero quedaron todos en la mesa no se expandieron mucho. Nos miramos los cuatro sin entender mucho la situacion, fue solo mi plato el cual era de vidrio capaz de mantener altas temperaturas.

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