Nuestro hijo adicional fue para experimentos

Imagina estar perdido en el océano abierto, achicando frenéticamente el agua de una balsa hundiéndose, la cual se rellena tan rápido como la vacías. Nunca serás encontrado, nunca serás salvado. Tarde o temprano, necesitarás descansar y frenar tu vigilancia constante, pero aún te opondrás a las olas tanto como puedas. Por más imposible, el temor hacia esa agua oscura es más real que todo lo demás en tu mundo moribundo. Eso es lo que ser madre fue para mí.

Solía pensar que la peor cosa en la vida era no obtener lo que querías. En mi caso, lo que quería era comenzar una familia, algo con lo que me había obsesionado desde que era una niñita tratando de asegurarme de que todas mis muñecas se graduaran exitosamente y tuvieran familias propias. Me enamoré de todo chico que me notó, siempre demasiado rápido, siempre del equivocado, desperdiciando tanto tiempo imaginando bodas y baby showers y estas complejas vidas felices que nunca fueron vividas afuera de mi cabeza.

Entonces conocí de la nada a un neurólogo apuesto mientras estudiaba enfermería, y dentro de seis meses estaba embarazada.

Finalmente tenía lo que siempre había soñado, pero la peor cosa en la vida no es no recibir lo que quieres. La peor cosa es recibirlo, y darte cuenta de lo mucho más feliz que eras antes. Mi primer hijo, Prater, fue diagnosticado de atrofia muscular espinal (AME), una enfermedad genética incurable que le arrebató la mayor parte de su movilidad. Cada día era un calvario. Cada hora, cada minuto; una paranoia constante de que sus pulmones débiles se rendirían o de que se ahogaría en su propio vómito y no tendría las fuerzas para subyugarlo. Tuve que retirarme de mis estudios de enfermería, pero mi esposo Jeffrey cuidó muy bien de mí, dejándome a que cuidara del niño.

Mi esposo alternaba su enfoque en su trabajo, moviéndose hacia investigaciones designadas para fortalecer las neuronas motoras y protegerlas de AME. Pero era un sueño imposible. Había una amplia variedad de tratamientos potenciales, pero estaban a años de si siquiera alcanzar los ensayos en humanos. De todas formas, le rogué a Jeffrey que se colara a casa algún medicamento experimental, pero Prater estaba tan débil, que las inyecciones sin duda iban a matarlo antes de que el tratamiento y dosis correctos fueran discernidos.

No fue mi decisión tener otro hijo. No consideraba que podría atravesar algo como esto de nuevo, pero Jeffrey insistió. «Este no puede ser el final de tu sueño —me dijo—. Este no puede ser el resto de tu vida». No fue hasta después de que me embarazara de nuevo que Jeffrey sacó a colación su motivo ulterior. Fue a la mitad de la noche, y acababa de regresar a la cama después de haber ido a chequear a Prater. No pensé que Jeffrey estuviera del todo despierto, pero se acurrucó a mi lado y murmuró:

«Cuando el nuevo niño nazca, estará lo suficientemente saludable como para que pruebe el tratamiento con él. Encontraremos algo que funcione, y todo se arreglará».

No dormí por el resto de la noche. No creo haber sabido si era por el miedo o la emoción, pero estaba tan desesperada, que los dos empezaban a saber igual.

Cuando mi segundo niño bebé nació, no le di un nombre. Solo escribí una «X» en el formulario. Jeffrey me dijo que sería más fácil de esa forma. Para cuando hubiese agotado la letanía completa de tratamientos posibles, el nuevo niño probablemente estaría muerto. Lo cargué por nueve meses, sufrí por nueve meses, y a cambio de esa sentencia sería capaz de darle a Prater toda una nueva vida de salud y felicidad. No era un mal trato, no cuando estás tan cansada de achicar el agua de una balsa que se hunde. Aun así, en toda mi vida nunca he llorado más fuerte que esa primera hora en la que lo sostuve.

Después de eso, ni siquiera podía mirar al nuevo bebé. Pretendía que no existía. Jeffrey se tomó un año sabático del trabajo para poder continuar su investigación desde casa. Esperó hasta que X tuviera seis meses antes de comenzar los experimentos, y durante ese tiempo, X vivió en un cuarto de bebé improvisado en el sótano. Yo no lo veía, pero algunas veces escuchaba el eco de su llanto por la casa. Jeffrey fue diligente y se aseguró de suplir todas las necesidades del niño, y yo ocupé todo mi tiempo en mi matrimonio y cuidando a Prater, quien casi tenía dos años para entonces.

La ciencia no se limita a ese momento de «¡eureka!» que ves en la televisión. No es una carrera corta, es una maratón. Aún había tanto que no se sabía sobre la enfermedad, e incluso en condiciones ideales y con un experimento adecuado usando grupos de control y pruebas A/B, habría tomado años. Mientras que con un laboratorio en un sótano, un único sujeto de pruebas, y luego con que Jeffrey tuviera que regresar a su trabajo a medio tiempo…

Tomó ocho años antes de que comenzáramos a ver resultados verdaderamente prometedores. Todo ese tiempo, no vi a X ni una sola vez. A veces estaba convencida de que había muerto desde hace mucho, y que Jeffrey solo estaba montando el espectáculo de bajar comida al sótano para darme esperanzas. Lo único que veía era a Prater, cada día un poco más débil; una burla continua de lo que debería significar el tener una infancia y una familia.

Cuando al fin estábamos listos para darle el medicamento completo a Prater, no estaba preparada para la pregunta inquietante que acompañó ese escalón.

—Si Prater mejora, y todo lo que siempre deseamos se vuelve realidad, ¿qué vamos a hacer con X? —me preguntó Jeffrey una mañana durante el desayuno.

Fue inusualmente directo. Jeffrey siempre aludía sus experimentos sin mencionar directamente al sujeto de pruebas. Incluso cuando era inevitable, comprendía que yo no me sentía cómoda reconociendo al niño. Traté de cambiar el tema, pero esta vez fue persistente.

—No podemos simplemente dejarlo ir. Entiendes eso, ¿no? Es demasiado tarde como para que tenga una vida normal y funcional. Incluso si algún día pudiera aclimatarse psicológicamente, los años de experimentos han…

—Haz lo que te parezca mejor —interrumpí.

—¿Me estás diciendo que…?

—No te estoy diciendo nada. Solo quiero que hagas lo que sea necesario.

Asintió taciturnamente, con la mirada agachada hacia su café. La tensión gélida se intensificó mientras escuchábamos a Prater carcajeándose con sus caricaturas en la otra habitación.

—Se parece a mí —dijo Jeffrey sin levantar la vista de su café. Me tomó un segundo para darme cuenta de que no estaba hablando de Prater.

—¿Por qué demonios me dirías eso?

—Me llama papá —añadió. Finalmente me estaba viendo, pero fui yo quien no pudo recibir su mirada.

—No le debiste haber enseñado a hablar —fue todo lo que pude contestar—. Eso es incluso peor que darle un nombre.

En todo otro sentido, el experimento fue un éxito. Dentro de una semana desde la primera inyección de Prater, sus movimientos voluntarios se hicieron más finos y deliberados. Para el final de su primer mes, ya podía caminar por su propia cuenta. Escuchar cómo su respiración se estabilizaba, ver su sonrisa radiante mientras daba sus primeros pasos; todo era sublime, casi surrealista dentro de su imposibilidad fantástica.

Volviendo a casa una tarde, Prater estaba tan lleno de vitalidad, que incluso me dejó atrás desde el auto a la casa. Tras haber entrado, se dio la vuelta para preguntarme:

—¿Por qué está abierta esa puerta? Nunca está abierta. —Me detuve en seco en el marco de la puerta.

—¿Hay algo… o alguien ahí abajo?

—Nop. ¿Qué hay ahí, mamá?

Una escalera solitaria conducía hasta abajo. Las luces estaban apagadas. La habitación estaba vacía.

—¿Por qué hay una habitación debajo de la casa?

Cerré la puerta del sótano. El candado estaba ausente.

—Solo es un cuarto de huéspedes. Pero no hay nadie que nos visite, así que no lo usamos. ¿Sabes en dónde está papá?

—¿Puedo ir a ver? Quiero ver el otro cuarto —insistió Prater. Nunca había servido para decirle que no a él. Debió de ser por eso que estuvo tan sorprendido cuando grité.

—¡Vete de aquí! ¡Ve a encontrar a tu papá ahora mismo!

Jeffrey no llegó a casa esa noche. Las llamadas conducían enseguida al buzón de voz. Tres opciones sobresalían en mi mente: que Jeffrey se había llevado a X a vivir a otro lugar, o que se había llevado a X para matarlo.

Ninguna de las dos explicaba por qué dejó la puerta abierta.

Opción tres: X había escapado, y algo le había pasado a mi esposo. Hice el esfuerzo de recordar todas las menciones vagas de X que había bloqueado intencionalmente. Le había sucedido algo durante los experimentos. Algo aparte de los efectos psicológicos, eso es lo que Jeffrey había dicho. ¿Qué fue lo que tuvo que soportar ahí, exactamente? El pensamiento había cruzado mi mente una cantidad innumerable de veces en el pasado, pero lo había reprimido tanto, que nunca me tomé el tiempo para reflexionar sobre ello. ¿Cómo pudo haber sido la vida para alguien así? A solas, con la excepción de las pocas horas al día en las que Jeffrey pasaba experimentando con él. Los químicos que debió de haber ingerido. Las mentiras que se tuvo que haber tragado para justificar su existencia miserable. ¿Qué es capaz de hacer alguien así cuando le arrebatas su mundo de la noche a la mañana?

No dejé que Prater se escapara de mi vista. Me senté en la silla de su habitación, leyéndole historias hasta que quedó dormido, y luego solo me quedé ahí para vigilarlo. Quizá me debí de haber ido a algún motel, pero él estaba tan desgastado por la salida, y la medicación aún era tan nueva, que no quise presionarlo más. En su lugar, me quedé sentada y esperé. No sabía qué era lo que estaba esperando, pero sabía que lo sabría cuando lo viera.

O lo escuchara, como ocurrió después.

—¿Mamá?

Me debí de haber quedado dormida en la silla, en algún momento de la noche.

—¿Sí, Prater? —murmuré, no del todo despierta.

—No, Prater no. —Mis ojos se abrieron de par en par. Estaba oscuro, pero aun así podía discernir la silueta de Prater durmiendo en su cama. Alguien más… algo más estaba parado en la habitación. No podía ver más que su silueta, pero la figura era irreconocible. Retorcida, bulbosa, totalmente grotesca, adherida a la noche como si la oscuridad misma hubiera cobrado vida. Lo único que podía ver con detalle eran sus ojos: dos piscinas enormes de blanco, sin iris o corneas.

—¿Jeffrey? ¡Jeffrey! —grité.

Ni siquiera me pude parar. No con ello tan cerca de mí, inspeccionándome como si fuera algún tipo de espécimen.

—Papá no sabe que he regresado —dijo X—. Quería estar a solas contigo por un tiempo. ¿Eres mi mamá? —Su dicción era turbia, pero los susurros cálidos estaban tan cerca, que me parecía poder sentir su significado más que escucharlo.

—No, no lo es. ¡Es mi mamá! —Ahora Prater estaba despierto también, sentado y aferrándose a sus sábanas a la altura de su mentón.

Logré encender la linterna de mi teléfono, arrepintiéndome de inmediato. El rostro de X estaba devastado con forúnculos rasgados y piel picada. Sus facciones se inclinaban irregularmente hacia la derecha, como si hubiese sufrido múltiples derrames, y sus ojos pálidos se torcían en agonía ante la luz súbita. Sostenía una jeringa llena de un suero espeso y negro. No era la medicina de Prater.

—¡Apágalo, apágalo! —chilló X afanando ciegamente la jeringa por el aire. Salté de mi silla y lo derribé, blandiendo mi luz como un arma.

—¡Sígueme, Prater! —grité. Mi hijo comenzó a trepar fuera de la cama, pero aún se encontraba muy débil. Sus temblores fueron tan estrepitosos que cayó directo al piso como un montículo arrugado.

—¡La luz quema! ¡Apágala, mamá!

Mamá. Esa palabra era una daga. Mantuve la luz en el rostro de X mientras procedía al borde de la habitación, en donde Prater se había caído. El teléfono se me resbaló mientras trataba de levantar a mi hijo del suelo. La luz se desvió del rostro de X. Pude sentirlo precipitándose hacia mí a través de la oscuridad súbita, pero ya tenía a Prater sobre mi hombro.

Estaba corriendo, aventurándome por los pasillos familiares de mi casa, a los que las sombras habían trastornado en una pesadilla alienígena. Podía escuchar a X cojeando y tambaleándose detrás de mí, siguiéndome el paso con una prisa increíble a pesar de su desfiguración.

El sótano fue el único lugar seguro en el que pude pensar. Salté de bruces hacia la escalera, cogiendo la perilla y azotando la puerta detrás de mí. Recosté mi espalda contra el metal liso, sintiéndolo vibrar a medida que X se estrellaba contra la puerta una y otra vez.

La fuerza de los impactos… era como tratar de detener un auto. Mis huesos se sacudían en armonía con sus embestidas. El tejido humano se debería pulverizar bajo un impacto como ese, si es que X siquiera seguía siendo humano.

—¿Cariño? ¿Estás ahí? —Era Jeffrey. En algún lugar del piso de arriba.

—¡Ayúdanos! ¡Estamos en el sótano! ¡X está tratando de matarnos!

Gritos. Pisadas. Un chillido agudo, tan lamentable y desesperado que se sintió como si mi cuerpo entero estuviese vibrando, aun con la puerta cerrada. Luego un disparo y todo quedó en silencio.

Abrí la puerta y encontré a Jeffrey sosteniendo una pistola con ambas manos. X estaba arrodillado en el suelo frente a él; esos ojos pálidos penetraban mi cuerpo. Ahora que ambos estaban de lado a lado, incluso los gruñidos salvajes que acrecentaban el tormento en el rostro del niño no podían difuminar el parentesco estrecho entre él y su padre.

El niño ya había comenzado a caer víctima de las sombras, desvaneciéndose casi inmediatamente, con la excepción de sus orbes blancos cuya acusación persistía. Contuve mi aliento, esperando a que Jeffrey le propinara el tiro de gracia. Nunca llegó. X se había ido.

Aún contenía la respiración cuando Jeffrey bajó por las escaleras y me abrazó, y luego abrazó a Prater. Yo temblaba tan severamente que ni siquiera pude encontrar las palabras, pero Jeffrey habló por mí.

—Lo siento tanto, cariño. Nunca lo hubiera dejado salir de haber creído que…

Pero las palabras se enmarañaban y ya no les encontraba sentido. Especialmente cuando bajó el interruptor de la luz y vi el sótano por primera vez.

La sección del laboratorio era mucho más pequeña de lo que esperaba. Solo era una computadora y una vitrina de cristal llena de químicos. El resto del espacio lucía como esperarías que fuera el cuarto de un niño. Había juguetes por todas partes del piso y un televisor en la esquina. Había pósteres de caricaturas en la pared, un mueble atiborrado de libros e incluso una mesa de noche con una fotografía enmarcada.

Yo estaba en la fotografía, sosteniendo a X por primera y última vez en el cuarto de hospital. A su lado estaba una pila de dibujos, todos de mí, todos tan jóvenes y hermosos, mucho mejores de lo que era realmente.

—Es que no entiendo por qué trataría de hacerte daño. Hablaba de ti todo el tiempo —dijo Jeffrey—. Siempre te quiso conocer, pero supongo que ya estaba demasiado afectado.

—La jeringa…

La expresión de Jeffrey se tensó más.

—Volvamos arriba. Prater no debería ver esto.

—Necesito saber qué había en esa jeringa. —Pero la mirada que me dio me dijo todo lo que necesitaba saber.

X estaba tratando de ayudar, incluso después de todo este tiempo. Y por el rostro de Prater, supe que él también lo comprendía.

Ahora que el secreto ha sido descubierto, no creo que Prater vuelva a ser capaz de amarme como solía hacerlo. Al menos no como X me amó.

Mi esposo y yo creamos un monstruo y lo desatamos en el mundo, pero no fue X. Los únicos monstruos aquí somos nosotros.

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La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por Tobias Wade:
https://tobiaswade.com/

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