A medida que entro a su habitación, noto que algo anda mal. De hecho, supe que había pasado algo desde anoche. Ella estaba llorando de nuevo, esos sollozos grandes y prolongados que le cortan el aliento. Traté de reconfortarla, pero no había mucho que pudiera hacer.
Me acerco a la cama. Se ve igual a como luce cuando duerme, excepto por una cosa: no veo el sube y baja constante en su pecho. Me siento a su lado y examino su cuerpo. Sus brazos expuestos están cubiertos de una maraña de cicatrices. Me he familiarizado con estas, ya que usualmente aparecen después de aquellas noches de llanto, pero ninguna está fresca hoy. Viendo alrededor de la habitación, me percato de un bote blanco que está en su mesa de noche. Nunca lo he visto antes. No sé para qué es, pero no puedo evitar sentir que tuvo algo que ver.
Me acurruco a su lado, como lo he hecho tantas veces antes. Siento su calidez, no tan cálida como siempre. Sé que no se va a despertar.
Me inclino y hundo mis dientes en la piel de su muslo, arrancando la carne de su cuerpo.
«Pueden pasar días hasta que la encuentren, quizá más —pienso—. Un gato tiene que comer».
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