Los cadáveres del Everest

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Cuando leí un artículo sobre la naturaleza de los casi doscientos cadáveres que residen en el Monte Everest, se me hizo imposible no retroceder a una historia que mi tío nos contó a sus hijos y a mí en una reunión familiar.

Él tenía una mala reputación entre la familia extendida. De niños, nosotros lo adorábamos, incluso si nuestras familias tendían a excluirlo por motivos que no querían mencionar. En retrospectiva, me doy cuenta de que él estaba ebrio esa noche, pero creo que esa fue la única razón por la que nos dijo lo que pasó cuando los demás adultos no estaban prestando atención.

Mi primo le preguntó sobre su expedición en el Everest, y él nos comentó que había mentido. Que lo había escalado, sí, pero que su equipo nunca había llegado a la cima, como había dicho que hicieron. Ellos eran seis y estaban escalando la ruta estándar por la cara sur. Un poco después de haber entrado a la zona muerta y de haber visto el primer cadáver atascado en un barranco, la fanfarronería de los hombres se debilitó.

Su humor empeoró cuando una borrasca de nieve inesperada se agravó y tuvieron que acampar por el resto de la noche prematuramente. La palidez de mi tío se hizo evidente cuando nos habló de estar acomodando su tienda de campaña dentro de la línea de visión de un cuerpo congelado que se aferraba a una cresta opuesta. Él continuó observando al distante rostro contorsionado hasta que la nieve lo bloqueó. Sus pensamientos se obsesionaron en cómo ese rostro parecía estar aprisionado por dolor y horror eternos. Quienquiera que haya sido, murió rogándole a sus amigos que lo rescatasen, de alguna manera, de esas circunstancias imposibles en las que había caído. Dormir fue difícil esa noche, pero los rigores del ascenso ayudaron.

Se despertó en algún punto con sus oídos siendo embestidos por el silbido afilado de la tormenta gélida. Un murmuro siseante lo alertó de no levantarse; los otros dos hombres en la tienda ya habían despertado y yacían inmóviles, atentos. Algo estaba arañando en la nieve crujiente de afuera… pero afuera, los niveles de oxígeno eran demasiado bajos como para que cualquier cosa sobreviviese. Un crujido silencioso pero continuo le siguió a los arañazos, como si algo cubierto en hielo estuviese rasguñando dolorosamente por el área.

Los sonidos solo duraron por unos minutos, pero mi tío perdió algo de sí mismo aquella noche mientas temblaba, en silencio, bajo el acoso de los jadeos clamando «ayúdame… ayúdame…» en la oscuridad de la intemperie.

Por la mañana, sus peores temores fueron confirmados. Las ráfagas habían partido la otra tienda y uno de los hombres había sido expelido. Durante la noche y en la tormenta, fue incapaz de encontrar su camino de regreso, y había muerto en la misma cresta que el otro cadáver.

Mi tío y sus amigos sabían que no hubo nada que hayan podido hacer. Si hubieran ido afuera, habrían muerto también.

En todo caso, el incidente acabó la expedición. Mi tío disminuyó su tono de voz en tanto nos describía cómo empacó sus cosas ante la mirada de ese cadáver congelado de pesadilla. Mientras más lo veía, menos parecía que la expresión en su rostro transmitiera horror y dolor… y más parecía que su inusualmente amplia boca era en realidad una terrible sonrisa.

Mi tío se había propuesto que revisaría el daño en la tienda del otro equipo para comprobar si en verdad fue debido a la tormenta, pero, en medio de la conmoción de la muerte de su amigo, nunca tuvo la oportunidad. Esa mirada burlona y descompuesta lo ha acechado desde entonces.

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La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por Matt Dymerski:
http://mattdymerski.com/

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