La chica de Viator

Aquella mañana el día apareció resplandeciente en el cuartel almeriense de Viator. Como todas las mañanas los legionarios salimos a correr por el desierto de Tabernas preparando el cuerpo en aquel intenso calor para una futura misión en el extranjero que se presumía era en Afghanistán, por lo que el comandante nos dejó caer. Tras las prácticas de tiro y la vuelta al cuartel estábamos todos tomando unas cervezas al terminar el turno, y haciendo comentarios sobre la jornada de fútbol de esa semana, de lo mal que iba el país con la crisis, de todo un poco… Alguno de mis compañeros bromeaba con la presentadora de las noticias de antena tres. Todo era normal aquel caluroso día de verano.

Ya dentro, el sargento Ramírez adjudicó los turnos de vigilancia y las guardias y esa noche nos tocaba a Jesús (nombre ficticio, por respeto debo conservar el anonimato de mi compañero) y a mí vigilar la ruta que cruzaba el cuartel y una gran casa, que era propiedad del mismo, a partir de las once y media.

Aquella gran casa fue entregada al cuartel legionario de la base Álvarez de Sotomayor en Viator, Almería, por la Junta de Andalucía a principios del dos mil y prometieron una subvención para la reforma del inmueble en pos a darle uso militar, pero dicha subvención nunca llegó y con el tiempo se olvidaron del asunto. Pero al ser propiedad del cuartel debía ser vigilada, ya que en no pocas ocasiones muchos drogadictos o gente sin techo se colaban en el interior y convertían el sitio en un centro de tráfico de drogas y armas blancas.

Como toda casa abandonada tenía sus leyendas urbanas. La mayoría de los habitantes de Viator decían que en aquella casa vivía una familia con bastantes posibles económicos y que Dios solamente les entregó una única hija que sería la heredera de toda la fortuna de esa familia de comerciantes y banqueros. La muchacha era rubia, de largos cabellos ondulados color oro y una blanca piel. La guerra civil llegó a España y aquella chica se vio sin padres de un segundo a otro a causa de los bombardeos republicanos. La gente dice que se encerró en casa sola y que jamás salió. Al finalizar la guerra y tras que Franco tomase el poder, la guardia civil sacó de aquella casa el cuerpo de la joven desprovisto de vida y en avanzado estado de descomposición. Había muerto de hambre según la autopsia. Algunas personas aseguraban verla caminar por la casa y aparecerse a los que pasaban en frente de su propiedad. Nadie, por supuesto, creía en tales afirmaciones, y en todo el pueblo eran tomadas como leyendas urbanas para dar miedo a los pequeños. Tan solo los más ancianos aseguraban haberla visto con su vestido blanco impoluto mirar por la ventana. Pero no eran más que cuentos absurdos. Aquella ruta la hicimos montones de veces y si bien nunca entramos en aquella casa, jamás vimos algo extraño.

La noche cayó y con ella una suave brisa refrescante que sofocó la frente ardiente de más de uno. Jesús y yo preparamos el fusil HK-G36 y la pistola como mandaba el protocolo, y cogimos el jeep militar para hacer la vuelta de reconocimiento tal como estaba ordenado.

Avanzamos despacio, a unos veinte kilómetros por hora. El camino estaba repleto de piedras y tierra y la suspensión del vehículo acusaba cada bache notoriamente, y a veces daba la sensación de estar montado en alguna atracción de feria a mitad de la nada. Las luces del vehículo alumbraban a unos veinte metros por delante de nosotros y no se veía nada extraño. Algún zorro correr asustado por el motor o por el reflejo de las luces, pero saliendo de ahí no había nada que señalar, ni siquiera el viento.

Al cabo de unos diez minutos llegamos a la casa. Aquella casa era enorme y constaba de dos grandes plantas y un ático gigante, además de un gran patio en el que un columpio oxidado parecía observar la casa desde el fondo. Decir que su aspecto era el de una casa abandonada sería no hacer justicia a la sensación terrorífica y tétrica que transmitían sus paredes y sus cristales rotos alumbrados por la luz de la luna llena, en aquel silencio imperial tan solo roto por el motor de un jeep, que, como embobado por algún hechizo, redujo su velocidad y ambos pasamos la vista sobre el edificio. Por una de las ventanas destrozadas de la primera planta el reflejo de una luz roja llamó poderosamente nuestra atención.

—Joder —dijo Jesús con un tono de voz muy alto—. ¿Viste eso? ¿Lo viste tío?

—Sí. Ahí dentro hay alguien. Esa luz roja puede ser de un fuego. Ya tenemos otro drogadicto dentro de la casa. Madre mía, esto no va a terminar nunca —dije con tono de estar harto de la misma historia.

Jesús detuvo el vehículo, y agarrando los fusiles bajamos a inspeccionar la casa por dentro. En el interior el olor a espacio cerrado era insoportable. El suelo estaba recubierto de una capa gruesa de polvo y tierra. De las paredes aún colgaban los cuadros antiguos y los relojes de pared que se detuvieron mucho tiempo atrás. El polvo y las telarañas lo cubrían todo. Aquella capa del suelo llegaba a ser tan espesa que la huella de las botas de combate se quedaba marcada denunciando la pisada. Pasamos por un estrecho pasillo apuntando con el fusil (no sería la primera vez que los militares que inspeccionaban la zona habían sido atacados por prófugos de la justicia o gente de mal vivir), y al llegar a la zona que se suponía que fue el salón, no había nada. Aquella gruesa capa de polvo marcaba nuestras huellas, y si allí hubiese habido algo, por pequeño que fuese, su rastro debería de estar marcado, pero no era así. Allí no había nada, ni siquiera restos de velas, linternas o pequeños hornillos a gas. El salón estaba tan vacío y tan intacto como lo había estado todos aquellos años.

Bajamos las armas y colocamos el seguro mirándonos con cara de incrédulos. Ambos sabíamos qué habíamos visto y sabíamos que eso fue real. Aquella luz roja fue real. La vimos claramente ambos, pero sin embargo al llegar allí no había nada. Volvimos a revisar la zona y aquello estaba desierto, y ni por asomo había el más mínimo rastro que indicase lo contrario.

Cuando decidimos dar media vuelta y volver al jeep para continuar con la ruta de vigilancia, escuchamos un fuerte golpe en la planta de arriba más o menos justo encima nuestra, así que de nuevo emprendimos la marcha hacia arriba esperando encontrar a alguien que estuviese arriba y llevarlo detenido al cuartel. Pasamos por un pasillo paralelo al de donde habíamos venido y topamos de lleno con la escalera estrecha que subía hacia el piso superior. Jesús subió en primer lugar y casi pegado a su espalda cubriendo la retaguardia subía yo con paso decidido. Un gran pasillo recto se abrió a nosotros con habitaciones a ambos lados pero con algunas puertas cerradas, mientras que otras habían sido directamente arrancadas. Jesús se dirigió hacia uno de los interruptores y lo pulsó.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—Pensar con la cabeza —me respondió en tono jocoso.

Ninguna luz se encendió y era más que obvio. Aquella casa estaba abandonada desde hacía casi cincuenta años. La instalación eléctrica estaría podrida literalmente y apostaría mi vida a que no estaba ni siquiera conectada a la red de suministro eléctrico de Almería. Probamos varios interruptores pero ninguno dio resultado. Nos colocamos a ambos lados del pasillo y revisamos una a una las habitaciones esperando encontrar algo ahí arriba, pero si bien la capa de polvo allí era algo más tímida, aún se notaban nuestras pisadas; pero como bien cabe esperar no encontramos a nadie ni tampoco indicios que indicasen que allí había habido alguien. Estábamos solos. Mientras yo revisaba la última habitación de mi lado del pasillo, Jesús fue a encenderse un cigarro mientras me esperaba, pero apenas le dio tiempo a coger el mechero cuando algo le llamó la atención. Me dio una palmada en el hombro y me señaló con la vista hacia el fondo del pasillo.

—He visto algo. Te lo juro. Ahí había alguien —decía mientras apuntaba con el fusil.

—¿Qué viste? —le decía mientras preparaba mi arma.

—No sé. Solo pude ver a alguien bajando la escalera. Tenía el pelo largo y bastante sucio y despeinado. —Y me señaló con la cabeza para ir en busca de esa persona.

De nuevo no encontramos ni una mísera pisada y mucho menos a esa persona que Jesús decía haber visto. Buscamos por toda la casa. Cocina, aseos, patio… tan solo estaban nuestras huellas. Allí no había nadie. Decidimos dejar el asunto así y volver al jeep para dar una vuelta por el monte y así ver si había cazadores furtivos como venía siendo costumbre desde hacía algunos años por allí. La ruta fue tranquila. Paramos a orinar, fumamos un cigarro y prácticamente nos olvidamos del asunto. En el camino de vuelta la ruta era una balsa de aceite, mansa como un corderito, y llegamos a la parte de la casa. Algo llamó poderosamente mi atención y miré hacia la parte de arriba, y ahí la vi, claramente mirando el vehículo. Era una mujer. Estaba vestida con ropas blancas muy rotas y el pelo despeinado y sucio.

—Para, la he visto tío. Esa hija de su madre no se va a volver a reír de nosotros —le dije a mi compañero saltando del vehículo prácticamente en marcha—. Joder que no. Esta noche duerme en el calabozo y mañana pasa a manos de la guardia civil.

Apuntamos con los fusiles hacia la entrada de la escalera y con un paso muy decidido nos encaminamos a ella subiendo rápidamente peldaño a peldaño, y registramos cada rincón de la segunda planta tan solo para volver a ver que allí no había nadie. Ni un mísero rastro. Nada.

Algún cacharro de la cocina cayó al suelo de forma grotesca y provocó la ira de mi compañero. —Me cago en su puñetera nación. Esta tiene ganas de cachondeo… Registra otra vez esta planta y yo voy abajo. Se va a cagar —decía Jesús quien emprendía camino escaleras abajo con un señor enfado.

Debo admitir que quedarme allí arriba solo me dio un poco de «respeto». Los legionarios no somos para nada cobardes ni fáciles de asustar, pues nuestra máxima es «Viva la muerte», y la parca está presente en muchos de nuestros himnos, oraciones y canciones, pero aun así aquel sitio me daba escalofríos. Revisé una a una las habitaciones por tercera vez consecutiva y nada ni nadie apareció allí. Cuando estaba a punto de bajar con mi amigo vi que bajo el hueco de una de las puertas aparecía la misma luz roja y con la misma intensidad que vi al principio de la noche, así que abrí la puerta de una patada, y gritando una serie de palabras soeces y malsonantes, entré solo para darme cuenta de que allí, para variar, no había nadie. Por un momento me perdí en el pensamiento de que quizá me estuviese volviendo loco, hasta que de repente escuché el fuerte grito de mi compañero que procedía de abajo, seguido de una ráfaga de tres disparos y un cuerpo caer al suelo.

Bajé rápidamente las escaleras mientras le llamaba a voces y apuntando a cada esquina llegué al salón que era donde se encontraba Jesús. Estaba tirado en el suelo con los ojos llenos de lágrimas y estaba apuntando con la pistola al frente, pero allí no había nadie. Estaba apuntando a nadie. Su fusil estaba a dos metros de él tirado en el suelo y la marca de los tres disparos se reflejaba perfectamente en la pared.

—Jesús, ¿qué pasa? Responde tío, ¿qué pasa? —Y lo zarandeaba fuertemente e intenté quitarle la pistola, pero la tenía agarrada con una fuerza extrema. Le gritaba y lo zarandeaba más fuerte hasta que arrugó su cara y comenzó a llorar y a llorar como un crío desconsolado al que le quitaron un caramelo. Recogí su fusil e intenté hacer que se levantase, pero era del todo imposible. Tuve que levantarlo y cargarlo en mis hombros y salir en dirección al jeep para ir de camino al cuartel. Lo monté en el asiento del copiloto y arranqué el coche, no sin antes echar un vistazo a la casa, y en la segunda planta, allí estaba. Aquella mujer rubia, con una cara pálida y serena nos miraba como pidiéndonos no abandonar la escena. Apreté el acelerador y su cara se tornó en una cara de odio que nunca vi y la luz roja volvió a encenderse una fracción de segundo. Mientras corría con el jeep avisé por radio a la guardia y al centinela para que abriesen la puerta rápidamente e hice señales con las luces largas del vehículo para que abriesen el portón.

Al llegar dejé el coche tirado de cualquier manera y un equipo médico rápidamente vino y atendió a Jesús el cual tenía un ataque de pánico y una crisis profunda de ansiedad. Sus pulsaciones estaban casi a doscientas por minuto y le costaba respirar. Una vez que estuvo estable presentamos parte delante del capitán que solamente se limitó a decir que no era la primera vez que incidentes de este tipo pasaban en aquella ruta. Con el nuestro era el quinto y el más fuerte de todos. Nos hicieron pruebas toxicológicas para ver si habíamos consumido algún tipo de estupefaciente, pero los resultados fueron negativos en tres pruebas diferentes. Jesús no dijo mucho sobre lo que vio aquella noche. Nunca lo hizo y tras eso no volvió a ser la misma persona dicharachera que fue en su día. Nada más al terminar con el servicio diario se iba a su habitación a llorar. Ni los antidepresivos surtían el más mínimo efecto y había tenido varios intentos de suicidio. Se le dio un permiso de unos días en el que fue a ver a su mujer y su hija y volvió seis horas antes de que el permiso terminara. Esa noche hubo que reducirlo entre cuatro hombres. Intentó saltarse la tapa de los sesos. Ni siquiera nuestros psicólogos sabían qué le ocurría y fue apartado del servicio como legionario. Pocos días después de su vuelta del permiso el capitán ordenó su baja forzada por depresión y al día siguiente, cuando me ordenaron comunicarle la noticia, lo encontré ahorcado en su habitación. Avisé al sargento y al cabo de guardia, quienes me ordenaron descolgarlo y tras eso llamar a la familia para darle la noticia. No tuve el valor suficiente de hablar cuando quien cogió el teléfono no era más que su hija pequeña que preguntaba por su padre.

Nunca nadie supo a ciencia cierta qué sucedió esa noche en la planta baja de aquella casa.

Nadie sabe a ciencia cierta qué vio Jesús esa noche. Fuese lo que fuese lo trastornó muchísimo, hasta el punto de acabar con su propia vida de la manera más cruel posible.

Experiencia propia 100% real en el cuartel militar que aparece en la narración.
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Vortex

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