Mi hermana y yo la pasamos mal mientras crecíamos. Mi mamá era madre soltera, y ganaba tan poco dinero, que alimentarnos, pagar la renta y mantener un estilo de vida normal y saludable era una lucha diaria. A pesar de la vida de mierda que vivíamos, las festividades de diciembre perduraron como el momento favorito del año de mi hermana y mío.
Siempre que la nieve empezaba a caer y la música de Navidad comenzaba a sonar en la radio, mi madre pasaba más tiempo de lo usual afuera del apartamento. La extrañábamos, pero la recompensa era genial; ambos siempre recibíamos al menos un par de juguetes, lo cual significa el mundo para nosotros.
No fue hasta que era un poco mayor, de unos nueve o diez años, que me di cuenta de lo que mi madre hacía para acumular un poco de dinero adicional en sus bolsillos. La escuchaba salir del apartamento y la veía desde la ventana mientras se subía en autos con todo tipo de hombres. Bailey, quien era tres años menor que yo, nunca lo entendió, pero yo sabía bastante bien qué era lo que mi madre estaba haciendo.
Hubo ventajas y desventajas que se derivaron de ello. Recibí variedad de figuras de acción, pistolas de agua y el libro ocasional. Mi hermana recibió todas las muñecas Barbie que aparecían en los comerciales, e incluso un Horno Mágico. Pero para asegurarse de que nos fuéramos a nuestros cuartos, y a veces como castigo, mi madre colocaba los juguetes en una vitrina de vidrio que al principio usaba para los platos. Yo esperaba hasta que se durmiera para poder volver a sacar mis juguetes de ahí. Bailey, por el otro lado, era demasiado bajita como para alcanzar la manija de la vitrina, y yo la molestaba sin cesar con eso.
Pero también hubo desventajas. Se corrió la voz de que mi madre era una prostituta, y tuve muchas más peleas en la escuela. Comencé a odiar estar en la escuela en general, pero supuse que era un convenio justo. Unas cuantas peleas, ¿pero juguetes cada año debajo del árbol de Navidad? Podía vivir con eso.
Cuando tenía once, justo alrededor de la época navideña, mi madre fue despedida de su trabajo. A mi hermana y a mí nos dijo que fue pillada robando dinero de la caja registradora. Lloró, y, sin importar cuánto tratáramos de consolarla, nada la hizo parar. Comencé a traer periódicos de la estación de gas local para ayudar a mi madre en su búsqueda de empleos. Sin embargo, mi madre desvió toda su atención a las esquinas de las calles, las cuales empezó a deambular de día y de noche. La baja calidad de nuestra comida pronto se convirtió en menos comida en general, y comencé a sospechar que no íbamos a recibir ningún juguete ese año.
Pero todo cambió en Víspera de Navidad. Recuerdo haber estado jugando con mi G.I. Joe y mi oso de felpa con un listón blanco alrededor de su cuello, a quien apodé Salazar, el Rey de Todos los Juguetes. Mi hermana jugaba con una de sus Barbies descabezadas y pintaba en un libro para colorear viejo. A pesar de que no había juguetes bajo el árbol, aún nos sentíamos tan festivos como siempre. Nuestro televisor desgastado tenía sintonizado al Grinch, había nieve cayendo afuera y todo parecía correcto. Luego nuestra madre llegó a casa. Lucía como si hubiese estado llorando; uno de los tirantes de su blusa colgaba en su hombro y vino acompañada de tres hombres.
—¡Se acabó la hora de juego! ¡A la cama!
Apenas eran las siete.
—¡Si te quedas despierto hasta muy tarde, Santa no vendrá este año! —declaró, y me percaté incómodamente de la forma en la que los tres hombres veían a mi hermana. Mi madre recogió todos nuestros juguetes, pero le rogué que me permitiera dormir con mi oso de felpa el Rey. Pero esa noche ella fue inusualmente cruel, y me lo arrebató. Encerró todos los juguetes en su vitrina y me agarró del cuello de la camisa.
—¡A tu cuarto, ya!
—¿Y Bailey? ¡Ella también se debería venir a la cama! —protesté, echando un vistazo detrás de mí. Lo que vi hizo que mi estómago se retorciera. Los tres hombres habían rodeado a Bailey; uno se había arrodillado a su lado, apartando el cabello en el rostro de ella. Bailey lucía horrorizada y veía en mi dirección.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Deja que Bailey venga conmigo, mamá! —Luché para salirme del agarre de mi madre y corrí de regreso hacia Bailey. Uno de los hombres, que parecía fisicoculturista, estaba evidentemente irritado y me golpeó en la cara. Dos dientes se cayeron de mi boca y, aturdido, caí al piso. Recuerdo haber estado en las nubes mientras me arrastraba a mi habitación y me tiraba adentro.
—Bailey… —gruñí, y corrí a la puerta. El hombre la azotó detrás de sí, y pude escuchar que le dijo a mi madre que se asegurara de que no me saliera. Tiré de la perilla, pero mi madre tenía un agarre firme desde el otro lado. Jalé tan fuerte como pude, pero no logré salir. Colapsé en el suelo, jadeando. Fue entonces cuando los gritos comenzaron.
Me desperté la mañana siguiente, el día de Navidad, recostado en el piso de mi alcoba. Mi mandíbula estaba entumecida y tenía sangre en mi rostro. Podía olerla… penetrante, cobriza, abundante. Me incorporé y observé la puerta. El apartamento estaba completamente silencioso. Avancé de puntillas, puse mi mano en la perilla, y la jalé lentamente. La sangre que había estado oliendo no era la mía. Uno de los hombres yacía encima de nuestra mesa, ahora rota; su garganta había sido cortada con tanta profundidad que no entendía cómo era posible que su cabeza siguiera unida a su cuerpo. El segundo hombre estaba en el sofá; sus intestinos colgaban de su barriga. El tercero tenía ambas rodillas dislocadas y su cabeza había sido destrozada; el bate de béisbol aún estaba a su lado. Mi madre se encontraba al lado de la puerta de mi alcoba con las venas rajadas en ambas muñecas y una mirada demente en sus ojos vidriosos.
Bailey estaba complemente intacta, descansando. No supo decirles nada a los policías que la interrogaron. Ellos estaban perplejos. El apartamento no reveló ningún signo de entrada forzada. No podían concebir cómo una niñita pequeña, de ocho años, pudo simplemente repeler y asesinar brutalmente a tres hombres adultos. Mi madre había muerto por su propia mano; lo que vio esa noche claramente la enloqueció.
Reflexioné si Santa Claus era real después de todo. ¿Quizá había venido y salvó a mi hermanita de un destino terrible? Y luego noté la vitrina. Al acercarme a ella, vi que estaba abierta, y que todos los juguetes estaban fuera de su sitio. Salazar el Rey tenía manchas rojas en su listón blanco. Lo miré, puse mi mano en el vidrio, y dije en voz alta: «Gracias».
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6 comentarios
Al menos tiene un final feliz.
si ,un final feliz
Bueno, al menos quedaron felices, no?
Ese día, algo cambió dentro de lotso
C mamo joven