Golpeteo

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Comenzó cuando tenía seis años.

Estaba en la escuela a media lección de Español y necesitaba orinar, bastante. A mi edad, de hecho, un buen puñado de niños aún se orinaban encima, y siempre me sentía paranoico con respecto a avergonzarme a mí mismo en público de esa manera. Levanté mi mano y dije que necesitaba usar el baño. Tras el rutinario discurso sobre cómo «debí haber ido a la hora de recreo», el profesor me dio las llaves al baño de acceso restringido (dado que era el más cercano al salón).

Siendo la mitad del quinto periodo, los corredores estaban vacíos y se me plasmaban como cavernarios —yo solo era una cosa pequeña y escuálida en ese entonces—. A veces tenía problemas con las puertas, en especial para quitarles el seguro, y forcejeaba por un buen minuto o dos tratando de abrir la condenada puerta.

En fin, mientras me sentaba en el trono de porcelana, se presentó un golpeteo en la puerta.

—Está ocupado —repliqué, incomodado por la interrupción.

Entonces tomó lugar una pausa, y luego el golpeteo reincidió. Ahora era más rápido, más determinado.

—¡Espera un minuto!

El golpeteo se tranquilizó, y luego una voz contestó:

—Déjame entrar. Ocupo entrar.

El tono de quien hablaba era débil y sostenido: un adulto que no reconocía. Pude haber tenido seis años, pero también tenía una buena noción de la etiqueta de baño. En particular, que no debías dejar entrar a otra persona a tu cubículo.

—¡Vete!

El golpeteo se intensificó de nuevo hasta que se asemejó al aporreo de un tambor —a solo metros de mí y fuera de vista—. Escuché la voz gritando algo, sumiéndose más y más en su desesperación.

—¡Déjame entrar! ¡Solo abre la puerta, por favor!

Para ese punto, estaba aterrado. El martilleo y los bramidos eran tan ruidosos, y, aun así, nadie venía a investigarlo. Eventualmente, mi profesor me vino a traer, enojado porque me había ido por casi media hora. Cuando me rehusé a abrir la puerta para dejarlo entrar, trajo una llave de repuesto con la recepcionista. Luego me llevó con el director y le avisaron a mis padres. Fui suspendido por el resto de la semana. Nunca le dije a nadie lo que pasó.

No fue hasta un par de semanas más tarde que tuve mi nuevo encuentro con este fenómeno. Estaba por celebrar mi séptimo cumpleaños y mi familia había organizado una parrillada en mi honor. Era un día gloriosamente soleado, pero cuando habíamos arreglado todo en la parcela detrás de nuestra casa, el carbón no se pudo encender. Mi papá me pidió que fuera a traer una pastilla de encendido del cobertizo en el jardín frontal.

Estaba bastante estrecho adentro y no entraba del todo, así que solo lo abrí, me puse de puntillas para alcanzar el estante con el objeto, y luego salí, cerrando la puerta. Cuando me giré, un golpeteo apresurado tocó la puerta desde el otro lado.

—¡Abre! ¡Necesito entrar!

Esta voz no era la misma que había escuchado hace un mes; era más grave, más violenta y amenazadora.

No dije nada y me alejé. No tenía idea de lo que estaba pasando, pero me aterró. En tanto me iba, resonó un último aporreo, como un puñetazo contra la madera, y escuché la voz de nuevo:

—Pequeño bastardo. Te voy a quebrar la puta boca. ¡Déjame pasar!

Corrí devuelta a la fiesta y pasé el resto del día viendo por encima de mi hombro.

Como deben haber adivinado para este punto, había muchas de esas voces. En total, conté al menos treinta. Solía encontrármelas alrededor de cada mes: rogando que las dejase pasar por las puertas. Casi siempre, ocurría inmediatamente después de que cerrase una puerta detrás de mí, como si esas entidades extrañas me hubiesen estado siguiendo. Nunca le dije a nadie, pero, para ser honesto, me llegué a acostumbrar en cierta medida. Aún me sobresaltaba, y algunas de las voces me hacían sentir incómodo, pero sabía que estaba seguro siempre y cuando no abriera la puerta.

Me acostumbré tanto de ciertas presencias que incluso les di apodos. Había una que solía aparecer en la entrada de mi casa. La puerta era de vidrio granulado y podía ver la silueta de un hombre de estatura media usando una gorra de algún tipo. Nunca hablaba, pero metía sobres de manera ocasional por la rendija del correo. Solo contenían pedazos de papel en blanco. Lo llamaba «El Cartero». Era uno de los más inquietantes. Si trataba de hablar con él, miraba hacia arriba abruptamente y empezaba a golpetear la puerta. Por lo general, no me metía con El Cartero.

Veinte años más tarde, y había retenido tanta normalidad como me había sido posible. Muchos amigos y hasta una relación intermitente con una muchacha que conocí el año pasado. Nada mal para un tipo que solía levantarse a la mitad de la noche y escuchar ruidos estridentes que no puedes oír desde el otro lado de la puerta.

Hace tres semanas, desperté sudando y llorando, pero no sabía por qué. Mi sueño había sido, por lo que recordaba, bastante normal, con la excepción de la sombra gigante que pronto eclipsó todo. En el momento exacto que mis ojos se abrieron, escuché el toqueteo en la puerta. Sin embargo, no uno normal. Este era primitivamente enardecido.

—¿Quién anda ahí?

—Por… Por favor, ayúdanos —contestó.

Estaba sorprendido. Era la voz sadista e irritada que recordaba del cobertizo de mi padre en mi séptimo cumpleaños, pero se sentía genuina, sincera. También acarreaba un tono adolorido, como si la persona que hablaba hubiese sido herida gravemente. Me llegué a quitar las sábanas para levantarme, pero dudé. Nunca me había sentido tentado a abrir la puerta. Supongo que, cuando era niño, me había tallado con tanta agresión la idea de que lo que yacía del otro lado de la puerta era malvado, que ignorarlo se convirtió en un reflejo. Para ser honesto, estuve a punto de dejar entrar a esa cosa en mi habitación. Me contuve, al final.

Empeoró. Solo dos días después, estaba en la tienda de mi esquina. Venía de pagar por una botella de leche y el periódico, cuando una fuerza tremenda azotó la puerta de entrada de la tienda. Simultáneamente, una voz comenzó a gritar: un chillido duradero y estridente. Me volteé para ver la puerta, pero habían tantos volantes pegados sobre el vidrio, que solo pude distinguir la figura de una mujer en el otro lado arrojando sus palmas contra las ventanas. El cajero se me quedó viendo como si estuviera loco. Le pregunté si podía usar su baño, murmurando una justificación a medio pensar, y me escondí ahí por diez minutos hasta que los gritos cesaron. Hubo cuatro incidentes más entre ese momento y ahora; una mezcla de gritos y ruegos. El Cartero llegó, también. Tocó cortésmente antes de deslizar su carta usual por la rendija del correo.

Luego otra. Luego otra.

Un total de diez sobres de manila limpios. El Cartero esperó unos minutos, tocando ocasionalmente, y luego partió.

Cada sobre contenía una hoja de papel A4, pero alguien las había rayado con un lápiz tinta negro, garabateando y sombreando con tanta desesperación que se podían ver las manchas de lágrimas difuminando distintos espacios. Las regresé a los sobres y traté de sacarlo de mi mente.

Hace poco, la puerta de mi habitación tembló con violencia. No fue, sin embargo, un grito, un aullido o un rugido lo que escuché. Solo fue llanto. Docenas y docenas de voces sollozando en silencio. Otro golpe aterrizó en mi puerta; el yeso en las paredes se agitó y cayó agónicamente sobre la alfombra. Aun así, ninguna súplica o trueque; solo sollozos.

Crash.

Salté desde mi silla.

Crash.

Una grieta fina partió un costado del marco de la puerta.

Mi teléfono comenzó a sonar y escuché un rasgado agudo en el vidrio de mi ventana detrás de las cortinas. Traté de contestar el teléfono, pero eran simplemente más voces llorando, pero no sollozando, sino que vociferando bajo el efecto del terror y la angustia. Colgué. Siguió sonando, así que le saqué la batería.

Coloqué la mayoría de mis muebles contra la pared y la ventana. Tres horas después de que este último intento por ingresar empezó, el golpeteo aún no había sido abatido, ni los lamentos. Mi barricada mediocre podría ser echa a un lado en cuestión de segundos.

Crash.

«¿Qué es lo que quieren esta vez?».

Crash.

«¿Me quieren herir? Se ven temerarios, casi más malignos que veces anteriores».

Crash.

«¿Qué habrá provocado esto?».

Crash.

«Quizá deba abrir la puerta».

Crash.

«Quizá deba dejarlos entrar».

El silencio lo ahogó todo. Me di cuenta de que incluso el llanto había cesado. Por un minuto completo, me quedé ahí sentado. Luego me paré y me apresuré hacia la puerta, ansioso por escapar de esa situación claustrofóbica. Quizá debería ir afuera, donde podría distanciarme de las puertas y del maldito golpeteo. Removí la barricada y le di vuelta a la perilla.

Cerrada.

Arrodillándome, di un vistazo por la rendija. Frente a la puerta de mi habitación no se encontraba el corredor que solía recordar, sino otro cuarto; alguna especie de biblioteca o salón de clases. Se veía desocupada a excepción de un niño sentado y leyendo, dándome la espalda. Llamé a la puerta.

—O… Oye. ¿Tú puedes abrir?

Me vio por encima del hombro. Reiteré:

—Sí, ven. ¿Puedes abrir la puerta por mí?

—No puedo, estoy en detención. No se supone que hable con nadie.

Se dio la vuelta. Confundido y exasperado, me levanté. Un estallido sonoro fracturó el silencio una vez más. Se escuchó como un puño siendo estampado contra el cristal. ¡Mi ventana!

Lo escuché de nuevo, pero esto no era el toqueteo frenético de alguien queriendo entrar. Tampoco se percibía como un intento por irrumpir en mi alcoba. Sea lo que sea que estuviera más allá de la cortina y del vidrio, sabía que yo estaba aquí. Sabía que le temía. En la forma más predatoria y sádica posible, quería que tuviera miedo.

Me volteé a la puerta y comencé a golpetearla rápidamente.

—¡Oye! Déjame entrar, ¿sí? En verdad necesito que abras la puerta…

La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por MrAstroBleme:
http://creepypasta.org/creepypasta/knocking

Creepypastas

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12 comentarios

Justo en el momento que decide dejarlos entrar, surte efecto «la maldición» y se convierte en uno de ellos… el truco siempre fue no dejarlos entrar…

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