Expreso

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Abordé el expreso Vargas de Estelí a Managua a las seis y cuarenta y cinco de la mañana. Esperaba un viaje normal; dos horas entre montañas, valles y lagunas, serpenteando en la carretera con una abrupta transición entre la frescura del pino y el infernal calor de la capital. Pero no fue normal, pues marcó mi vida para siempre. Me enamoré de ella, sí, completamente. Y hoy no la tengo.

Se subió al bus en el kilómetro 138 y lo inundó completamente con su belleza. Nadie la notó. Solo yo vi cómo se aproximaba en todo su esplendor, como lo hace un huracán de divinidad cuando nos consume. Se sentó junto a mí y apoyó su cabeza en el asiento frente a ella mientras se cubría el rostro con sus manos. Lloraba efusivamente, a cántaros, y entre llanto y llanto, sollozaba. Pasaron los kilómetros y, cerca de la ciudad de Sébaco, me armé de valor para hablarle.

—¿Qué te pasó? —le pregunté. Me miró con unos ojos enrojecidos y volvió a llorar desconsoladamente—. ¿Qué te pasó? —le pregunté de nuevo, esta vez con más fuerza.

Se incorporó, me miró con ojos fijos y respondió pausadamente:

—Estoy destrozada. No me quiero morir, pero ellos no hacen nada.

—¿Quiénes son «ellos»? —le pregunté.

—Los doctores, los que me están matando mientras nadie lo impide.

—Calmate un poco, quiero ayudarte, pero tenés que calmarte. Tenés que comprender que muchas veces los doctores se equivocan. Por eso es bueno siempre buscar una segunda opinión —le dije con seguridad.

—Tenés razón, algunas veces exagero, pero en este caso creo que tengo razón de preocuparme. Voy a tratar de pensar en algo más para distraer la mente de esas preocupaciones. Y vos, ¿cómo te llamás?

—Jorge Luis Castillo. Mucho gusto en conocerte. Soy de Estelí y estoy estudiando medicina en la UNAN Managua. Por eso te digo que te calmés, porque conozco a muchos médicos, y siempre me cuentan que en la viña de nuestro Señor hay frutas maduras y podridas. Ya estoy en cuarto año de medicina y lo estoy disfrutando mucho, preparándome para lo que será el inicio de mi carrera profesional. Y vos, ¿cómo te llamás?

—Me llamo Brisa Rodríguez. Estudio el tercer año de Comunicación Social en la UCA. Tenés una cara bien agradable, Jorge Luis. Disculpá si te lo digo así, pero yo soy bien honesta y directa.

—Y vos sos bien linda, Brisa. Y tu nombre no lo voy a olvidar jamás porque es precioso. Cuando entraste al bus, no pude evitar mirarte. Entonces, ¿vivís en Estelí?

—Sí, vivo en el barrio José Benito Escobar. ¿Conocés el monumento a José Benito? Bueno, vivo del monumento, tres cuadras al este.

—¿Y tenés novio? —le pregunté, cruzando mi Rubicón personal.

—Acabo de terminar con él —me dijo—. Era demasiado celoso y me andaba siguiendo por todos lados. Yo nunca le di ningún motivo, pero ya sabes cómo es una persona celosa, se ciega y se ahoga en un vaso de agua aún sin motivo aparente —continuó mientras pasábamos por Las Playitas—. Así que ahora estoy soltera y bastante triste por este asunto. Te agradezco mucho; el hecho de hablarlo con vos me ha permitido desahogarme un poco.

—De nada. Es bueno ayudar a las personas que lo necesitan, sobre todo a una persona tan linda como vos —le respondí con el tono de un loco enamorado a primera vista.

—Parece que sos todo un caballero, Jorge. Me caés bien y me hacés sentir mejor —me dijo con una sonrisa que recuerdo hasta hoy.

Cuando pasábamos por el empalme de San Benito, le pedí su número pero me dijo que no se acordaba.

—Llamame al 88221907 —le dije—. Así me quedará grabado aunque no te acordés.

—Es que ahorita no ando el celular.

—Bueno, decime dónde te vas a quedar en Managua. Me gustaría invitarte a salir y te puedo pasar buscando. No tengo carro, pero podemos ir al cine en un taxi. No te preocupés, que no soy un asesino en serie. Soy buen chavalo, ya vas a ver.

—Dale, ¿tenés un lapicero para apuntar?

—Lo voy a apuntar en el block de notas del celular, ya sabés, somos modernos ahora.

—OK. La dirección es frente al edificio central del INSS.

—Es fácil. OK, entonces, si querés, llego mañana como a las dos de la tarde.

—A las dos no puedo porque tengo cita con los doctores. Mejor pasá a las siete de la noche.

—OK. Paso a las siete. Soy puntual, no te preocupés, que te no te voy a hacer esperar. ¿Qué te gustaría….?

No pude terminar de hablar porque empezó a llorar de nuevo cuando pasábamos por Tipitapa, ahí, por ese lugar donde venden unas esculturas colosales de Sandino. Volvió a apoyar su cabeza en el asiento frente a ella.

—Calmate, calmate. Ahora me tenés a mí para ayudarte.

—Gracias, Jorge —me dijo mientras se limpiaba las lágrimas—. Es que me tiene preocupada lo de mi enfermedad —me aclaró.

—No te preocupés. Te prometo que ya nunca te vas a sentir mal y que todo se va a arreglar. Ya sabés que me tenés a la orden para ayudarte. Y a mí me gusta cumplir lo que prometo —le dije con ese tono con el que hablan los que se meten donde no los llaman.

Llegamos a Managua. Me despedí de ella con un beso en la parada del Mayoreo.

—Mañana nos vemos, entonces —le dije, atontado por las sombras del amor.

La vi caminar hacia la parada de las rutas urbanas. Yo abordé un taxi que me llevó a la UNAN, pues debía iniciar mis clases mañaneras. Ese día no puse atención para nada. Si hablaron de riñones, esfínteres o esternocleidomastoideos, ya no me acuerdo. Solo sé que pensé en Brisa, en su pelo, en sus ojos, en las ganas que sentí de besar sus labios. También pensé en su nombre, cuyo sonido inundó cada rincón de mi ser con su musicalidad y belleza. «Soy un tonto», me dije a mí mismo. «Me hubiera ido con ella en la ruta para acompañarla». Llegó la noche y volví a mi dormitorio dentro del campus de la UNAN —ya saben, esos hornos con techo que llaman dormitorios ahí—. Tampoco pude dormir escuchando sus palabras resonar en mi mente, una y otra vez, mil veces y una, toda la bendita noche: «Tenés una cara bien agradable, Jorge Luis». Uno se pone como imbécil cuando está enamorado. Cualquier canción que suena en la radio habla de la historia de uno, ya saben, Mujeres divinas, La incondicional, Mi soledad y yo; todas hablan de la historia de uno.

El amanecer tardó en llegar y, desvelado, asistí a la clase de Medicina Legal y Ética Médica. Todo el día pasé ilusionado porque en la tarde volvería a ver a Brisa. Cuando terminé el día lectivo, volví a mi dormitorio para prepararme para la cita. Conté y acomodé el dinero en mi billetera —dos billetes de cien y uno de quinientos—, me puse bastante gelatina en el pelo y me perfumé por todos lados, hasta en la entrepierna; uno nunca sabe cómo caerán los dados del destino. Abordé un taxi frente a la UNAN y le di la dirección con la frase habitual:

—¿Cuánto frente al edificio central del INSS? —le pregunté.

—Cincuenta pesitos, profesor —me dijo.

—¿En cuarenta? —le contesté, regateando.

El taxista aceptó y, en unos minutos después, me encontraba frente a la sede central del seguro social. Era ya de noche, las seis y cincuenta, para ser exactos. La dirección que me dio Brisa parecía fácil. Sin embargo, no había casas frente al edificio central del INSS. Di la vuelta a la manzana para preguntar y pasé debajo de un portal de cemento que parecía la entrada de un parque. Pero no lo era. En grandes letras latinas, estaba escrito: «CEMENTERIO SAN PEDRO — 1855». Me quedé pensando por un rato. «¿Por qué me daría esta dirección?», me pregunté, considerablemente molesto. La noche ya había caído completamente y el entorno era sombrío y silencioso. Había un guardia de seguridad en una banca cerca de la entrada.

—Ya está cerrado, compañero —me dijo con amabilidad inesperada.

—Sí, disculpe, es que una muchacha me dio esta dirección, pero ya veo que no es correcta —le comenté.

—Enséñeme la dirección, quizás sea por aquí cerca.

Le mostré el registro en el block de notas del celular. Su cara cambió de semblante repentinamente, sus ojos iluminados por la luz del teléfono.

—¿Esta muchacha te dio esta dirección? —me preguntó mientras se le quebraba la voz.

—Sí, ella me la dio. ¿Por qué?

—Vení, te voy a abrir. Tenés que ver esto. ¡Apurate!

Abrió el portón de hierro forjado y, al hacerlo, las viejas bisagras sonaron como suenan las puertas que no deben abrirse. Lo seguí por un sendero de piedras que serpenteaba de un lado a otro, entre tumbas y criptas, entre cruces quebradas y estatuas de ángeles con caras tristemente desgarradoras. Llegamos a una cripta construida recientemente.

—Hace un año —me dijo—, en el Cementerio de San Pedro, se volvieron a aceptar nuevas personas para ser enterradas. Esta cripta es la más reciente. Mirá, mirá lo que dice en la lápida —me solicitó mientras alumbraba con su foco.

Asombrado, me acerqué con cuidado sintiendo cómo el barro se movía bajo mis pies. Leí la inscripción en el mármol, rematado el letrero con una cruz y una flor de lis dorada. Las letras tenían un inusual brillo plateado que resaltaba con la luz del foco como si hubieran sido escritas con polvo de estrellas:

«BRISA RODRÍGUEZ VALENZUELA. 15 DE AGOSTO DE 1990 — 9 DE ABRIL DE 2014. AQUÍ YACE LA BRISA, JUNTO AL SOL, LA LUNA Y LAS CONSTELACIONES. EN UN MUNDO IMPERFECTO, DESCANSA AQUÍ LA MUJER QUE DA BALANCE AL UNIVERSO. RECUERDO CARIÑOSO DE SUS PADRES, HERMANOS Y COMPAÑEROS».

No podía creerlo, pero había sucedido. Yo no estaba loco; hablé con ella y también me enamoré. Con más tristeza que miedo, me arrodillé frente a su tumba sin importarme el lodo que manchaba mi pantalón. Elevé una plegaria en su nombre: «Dejala descansar, Dios. Dejala encontrar el camino hacia la paz eterna», le imploré con la mayor de las firmezas, la fe de otros tiempos dictándome las palabras. El guardia de seguridad me palmeó la espalda y me hizo regresar a la realidad.

—Lo siento, pero ya tiene que salirse, compañero —me dijo—. Si lo ven aquí, me corren —continuó.

Le agradecí su amabilidad y estreché su mano, como se estrecha la de un amigo de infancia que en nuestra adultez continúa a nuestro lado. Me escoltó hacia la salida, caminando y alumbrando detrás de mí. Cuando pasé por el portón, volteé para despedirme, pero sorpresivamente él ya no estaba ahí.

La experiencia marcó mi corazón con una mezcla de sentimientos: amor, odio, terror y tristeza, fundidos todos en una extraña quintaesencia, exprimiéndome el alma, devorando lo poco que me quedaba de humanidad. Pero entre todas las sombras, persistía la fuerza de su recuerdo, la belleza de su rostro y la inconfundible ternura de sus palabras: «Parece que sos todo un caballero, Jorge. Me caés bien y me hacés sentir mejor».

Volví a la universidad y esa noche no pude dormir pensando en ella y en mi experiencia, como negándome a aceptar que algunas cosas son simplemente imposibles. Sentado frente al computador, seguí mi costumbre de leer la edición electrónica de La Prensa.  La primera noticia llamó mi atención. Mis ojos no podían creer lo que leía: «Doctoras acusadas de homicidio imprudente. El Ministerio Público acusó este lunes a Juana Mendoza y Juliana Lacayo, médicos del Hospital D’Avelino, por homicidio imprudente en prejuicio de Brisa Rodríguez Valenzuela, estudiante de periodismo, quien falleció el pasado 9 abril de febrero de 2014 en dicho centro hospitalario». El recuerdo de Brisa se intensificó y la noticia cayó sobre mi cabeza como la hoja de una guillotina. Sentí mucho miedo y mucha ira. Brisa estaba muerta, pero yo había conversado con ella. Brisa era inalcanzable ahora, pero sus asesinos no.

Seguí el proceso judicial de cerca y devoré, incansable, todas las noticias sobre el mismo. De acuerdo con la acusación, Brisa ingresó al quirófano el martes 9 de abril de 2014 a las siete de la mañana para ser sometida a una intervención quirúrgica de rutina en el Hospital D’Avelino. El informe decía: «Por una fatal falla organizativa de la sala de operaciones, entre los líquidos utilizados para embeber las gasas que se estaban colocando a Brisa Rodríguez, se utilizó un frasco que contenía hidróxido de sodio al 10%, una sustancia cáustica que resultaría fatal para la paciente. El contacto de esa sustancia con los órganos vitales, como el hígado y el páncreas, le provocó necrosis por licuefacción, derivando en un shock hipovolémico que determinó una falla multi-orgánica y causó su muerte». Mi alma se oscureció y se llenó de odio, el odio que solo habita en los seres más terribles. ¡Qué falta me hace su cara! ¡Cómo la  extraño en estos momentos! Si hay un Infierno, no creo que sea un lugar donde se queman las almas. Creo conocerlo bien; se llama soledad.

El caso parecía cerrado, y esperé con ansias la condena para los asesinos de Brisa. Por azares del destino y la política, el veredicto trajo muchas sorpresas. El día en que se anunciaría el veredicto, asistí al nuevo Complejo Judicial de Managua, un edificio grandísimo que figura como estandarte simulado de la justicia en nuestro país. El lugar estaba repleto de familiares, periodistas y colegas de las acusadas. Estos últimos gritaban improperios a los familiares de Brisa, indicándoles que ese día se haría justicia. Por las pantallas de televisión ubicadas en la sala de visitas del complejo, pude ver como ingresaban las acusadas y los familiares de Brisa a la sala del juicio. Una señora mayor, que debía ser su madre, caminaba apoyada en el hombro de un señor que vestía camisa y pantalón negro. La señora lucía demacrada, como alguien que ha vertido su alma en cada lágrima. El juez hojeó un documento en el  expediente, un gigantesco paquete verde repleto de papeles, fotografías y folders. Pidió a las acusadas que se pusieran de pie para escuchar el veredicto. Lo que leyó el Juez me golpeó la cara con la fuerza de un cruzado de izquierda.

«Las acusadas, Juana Mendoza y Juliana Lacayo, doctoras del Hospital D’Avelino, son declaradas inocentes en el caso ligado a la muerte de la joven Brisa Rodríguez Valenzuela. Las pruebas aportadas por el Ministerio Público carecieron de contundencia y suficiencia. Por ende, haciendo uso de los poderes de los que dispongo, ordeno que sean puestas en libertad de forma inmediata».

Un grito de júbilo inundó la sala de espera. Los colegas de las acusadas gritaban consignas y cantos repetitivos de justicia. Los familiares y compañeros de Brisa, inundados por la confusión del veredicto, se aglomeraron en una esquina del salón y se quedaron callados mientras el mundo se les venía encima. Yo salí del edificio y me acomodé entre los mirones que se agruparon frente a la entrada del complejo. La fuerza antimotines de la Policía Nacional formó un anillo de seguridad. Entonces las vi salir; Juana Mendoza iba al frente y gritaba con alegría. «No nos la hizo esa chavala estúpida. Se hizo justicia», decía mientras se reía y levantaba sus manos con jubilosos ademanes. Juliana Lacayo iba detrás, sus manos en posición de oración y sus ojos llenos de lágrimas de alegría.

Por segunda vez en mi vida, tuve valor. La primera vez fue cuando me atreví a hablarle a Brisa en el expreso. Esta vez, sin embargo, el valor me impulsó más allá. Pasé por debajo de los brazos de los policías y tomé la pistola de uno de ellos. Durante lo que parecieron siglos, caminé despacio hasta el centro del anillo, levanté el arma a la altura de mis ojos, apunté bien y, con todas mis ganas, halé el gatillo.

A la doctora Juana Mendoza le disparé en la frente y en el estómago, y a Juliana le di en el ojo y en el hombro. Volaron los sesos por todas parte, mientras se manchaban las batas blancas de los colegas de las doctoras, ante su mirada atónita. Sus cuerpos cayeron despacio, resistiéndose a sucumbir ante el terrible sueño de la muerte, sus expresiones mostrando la sorpresa de lo inesperado. Después vino un silencio que pareció eterno, la calma que precede a la tormenta. Sentí entonces un dolor intenso en la espalda y en las manos a medida que los antimotines me caían encima. Con mi cachete sobre el asfalto incandescente, sentía cómo me ponían las esposas en tanto recibía una lluvia de patadas en la espalda. Mientras estaba en esa posición, pude ver con deleite los rostros de Juana Mendoza y Juliana Lacayo, sus miradas perdidas en el firmamento y sus almas en ruta hacia el Infierno. Los policías me salvaron de una muerte segura, pues los médicos amigos de las acusadas me querían linchar. Irónicamente, todos nosotros, los que una vez juramos salvar vidas, nos las quitábamos los unos a los otros. Lo único que me reconfortó fue el canto de los familiares de Brisa, los que antes estaban calladitos en un rincón. Cantaron con furia y júbilo mientras los papeles se invertían y la tortilla se daba la vuelta: «¡Justicia, justicia, justicia!», gritaron en la cara de los que les habían gritado lo mismo unos momentos atrás. La cara de la madre de Brisa no tenía precio. En sus arrugas pude leer un «¡gracias!» gigantesco.

Mi proceso judicial alcanzó las primeras planas de todos los periódicos. Se realizó a puerta cerrada por razones de seguridad. Fui declarado culpable y condenado a treinta años. Ah, treinta años. Si no me matan antes, saldré de aquí como un viejito, como un árbol marchito que trata de seguirle el paso a un mundo vertiginoso.

Cada día está más llena esta celda y cada día se hace más chiquita. Hoy empecé a trabajar en la clínica del centro penitenciario, donde me mandaron por mis conocimientos médicos. Mi mama me visita todos los domingos. Mi papa no quiere verme, pues se avergüenza de mí y de lo que hice. Lo decepcioné por completo. Él quería otro futuro para mí, quería verme como un médico exitoso. En su egoísmo y deseo de querer que yo realizara sus sueños frustrados, eligió culparme para siempre y nunca me perdonó. Mi mama me trae cigarros y comida caliente, un privilegio que muchos en este lugar no tienen. Disfruto mucho sus visitas y le pregunto cosas de afuera para hacer más pasaderos los días.

Le he pedido que no venga, porque la gente que está aquí conmigo es impredecible. Este lugar te quita la luz del rostro. Las barras y los muros le recuerdan a uno lo feliz que era antes de venir aquí. Si alguna vez salgo, espero tener fuerzas para trabajar y para hacer algo de provecho. Recuerdo con nostalgia mis días en libertad y sufro todas las noches en la celda. Se escuchan llantos y ruidos lejanos, golpes y gemidos en las literas, el mal olor de los inodoros crean un ambiente inmundo que se empeora con la dureza de las camas.

Por ahora, la rutina me saca de quicio y mis compañeros de celda no son los más amigables. A un muchacho nuevo lo violaron ayer. Y aquí no podés decir nada, porque si hablás, te morís. Le debo varios favores a uno de los reos, y sé que pronto, muy pronto, me hará pagar. Duermo en una celda con muchos hombres, pero me siento perdido y solo, como si no estuviera con nadie. Como dije, conozco bien el nombre del Infierno. Se llama soledad.

Espero poder salir vivo algún día porque, solo tengo un anhelo más: abordar un expreso a Estelí con la esperanza de encontrarme nuevamente con Brisa para verla sonriendo y disfrutar de su belleza. Quiero decirle que no la he olvidado y que el hombre que se metió donde no lo llamaron, cumplió su promesa.

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2 comentarios

«un edificio grandísimo que figura como estandarte simulado de la justicia en nuestro país.»

Misma frase que se aplica a mi País.

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