Es hora

”No pensé que esto llegaría tan lejos. ¡Oh, Dios! Si logro salir de ésta, jamás volveré a desobedecer a mi madre, ¡lo juro!”, repito en mi mente mientras corro desesperadamente hacia la puerta de mi casa. No puedo decir exactamente cuánto tiempo he corrido, no siento las piernas. De pronto siento una presencia detrás de mí, como si alguien me observara. Un escalofrío recorre mi espalda. Giro mi cabeza para asegurarme de que no me siguen; veo una sombra que se acerca. Acto seguido, me lanzo hacia la puerta en un intento desesperado por abrirla; tuve que haberle asestado un golpe muy fuerte, tan fuerte como para que el rebote la cerrara de nuevo. Mi sangre debe de estar repleta de adrenalina, pues ni siquiera sentí el choque.

”¡Cálmate! ¡Tú iniciaste esto y debes terminarlo!”, pienso decididamente mientras entro de prisa a casa. No hay tiempo que perder, debo ir a mi cuarto. Pero apenas doy unos pasos hacia las escaleras, me topo con uno de ellos, acercándose a mí desde el otro lado de la sala como si me hubiese estado esperando, sabiendo el momento exacto de mi llegada.

—¡Aléjate! ¡Déjenme en paz! —grito. Subo corriendo las largas escaleras. ¡Dios, haz que se detengan!

Ahora sé lo que significa la expresión “mi vida pasó enfrente de mis ojos”. Vienen a mí los recuerdos de cómo empezó todo esto, como una película en cámara ultra rápida. Maldigo el día en el que decidí entrar a nuestro sótano clandestino. Vaya idiota. Si hubiese acatado la orden de mi madre de no entrar ahí, si tan sólo alguien me hubiera dicho lo que se desataría…

No. Debía saber, tenía que… después de todo, era mi padre, ¿qué cosas había escritas en ese libro que lo habían conducido a la locura y, poco tiempo después, al suicidio? ¿Algún tipo de mensaje subliminal, imágenes detalladas de cadáveres o instrucciones para todos aquellos rituales oscuros que insistía en practicar con sus seguidores?

Veo el final de las escaleras, apenas tengo tiempo de tomar aire. Siento otro escalofrío y volteo a mi izquierda; ahí estaba otra de esas entidades, atravesando la puerta del cuarto de mi hermano, fallecido años atrás a causa del cáncer. Pero ésta era diferente. No era aquella figura que simulaba la silueta de un hombre, era una presencia de menor estatura, semejante a una anciana decrépita. Salgo corriendo hacia mi cuarto.

Recuerdo ese día como si hubiera sido ayer. Rompí el candado que cerraba la puerta del sótano y entré en éste. Ahí estaba, abierto a la mitad, con la pluma de aguililla que mi padre utilizaba como separador. El polvo y el color amarillo denotaban el pasar del tiempo sobre el libro. Lo tomé en mis manos con la suavidad con la que se toma a un recién nacido, procurando no hacerle el más mínimo daño. Lo cerré con cuidado y salí corriendo de ahí, mi madre llegaría en cualquier momento y aún debía reemplazar el candado. Dos horas después me hallaba en mi cuarto examinando ese viejo ejemplar del Necronomicón. Dentro, en la primera página, se leía lo que podía decirse que era una dedicatoria del traductor para mi padre. “No me vuelvas a pedir un favor de este tipo. No quiero escuchar nada acerca de este libro. E.J.”, sentenciaba el párrafo. Volví a abrirlo en la página separada por la pluma y procedí a leer en voz baja el primer… ¿verso? No sé cómo llamarle a ese conjunto de palabras blasfemas. Apenas terminé mi lectura empecé a sentir un profundo terror; un terror comparable sólo al miedo de quien ha cometido un brutal asesinato y sabe que le espera una eternidad de sufrimiento en el Infierno.

La puerta de mi cuarto está abierta. Entro aterrorizado, mirando hacia todas partes, viendo en dónde pudiera haber dejado el libro. En mi desesperación, volteo hacia el viejo ropero que está junto a la puerta y me quedo paralizado por el miedo. Se encuentran ante mí aquellas figuras casi corpóreas que me han estado acosando durante casi una semana, desde que recité aquel verso. Son cuatro entes: la figura de la anciana que me había topado apenas unos segundos atrás, una figura parecida a un niño y dos figuras que, aparentemente, fueron dos hombres adultos en vida.

Debieron de haber sido unos tres segundos los que me quedé paralizado. Cuando al fin recobro la conciencia de lo que debía hacer, recuerdo que el Necronomicón yacía en el piso, a un lado de mi cama, e inmediatamente me arrodillo para recogerlo, con la esperanza de que entre sus páginas se encuentre la forma de detener aquellas apariciones.

Pero mis manos etéreas no pueden tomar el libro.

De repente todo cobra sentido. Los recuerdos de los últimos dos días vuelven a mi mente. Me levanto incrédulo y con la boca semiabierta; las cuatro entidades miran fijamente en dirección a mi cama. De alguna manera sé lo que en ella yace, y sólo quiero mirar para comprobarlo.

En la cama está tendido el cuerpo de un joven de mi edad, con la cabeza destrozada y un arma de fuego en la mano derecha. Las almohadas están repletas de sangre, y a juzgar por el color de ésta, el arma ha sido disparada no hace mucho.

Escucho a una de las voces susurrar, “Comienza a darse cuenta”, y el horror desaparece de repente de forma casi instantánea. Ya no me producen terror aquellos entes, y al observarlos detenidamente me doy cuenta de que comienzan a cobrar forma… o quizás mis ojos se están abriendo.

—Es hora —dice la forma de la anciana.

—¿Ya estás listo? —añade uno de los fantasmas, en quién reconozco a mi difunto padre.

Asiento levemente con la cabeza, tratando de aceptar mi realidad, y me acerco a ellos. Cruzamos juntos la puerta, al tiempo que nuestras entidades desaparecen.

Creación propia

Abdul Alhazred

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