Mi nombre es Jose Antonio Zabala, tengo cincuenta y un años y quisiera contar un suceso que me aconteció hace muchos años, cuando era un veinteañero. Por aquellos tiempos, era un recién egresado de técnico en contabilidad, ansioso de comenzar a trabajar y ganar mi propio dinero, gran incentivo, pues aun vivía con mis padres. Era el otoño de 1985 y, tras cerca de quince días de búsqueda activa de empleo, quedé seleccionado para un puesto de trabajo, concretamente en un prestigioso bufete de abogados. Mi primer día de trabajo comenzó con una gran ventisca sobre la capital, el cielo estaba color gris acero, las nubes algo arremolinadas, como si de un mal presagio se tratase, las amarillentas hojas que caían de los arboles hacían un tétrico ruido mientras las pisaba sobre el pavimento al caminar hacia la estación de metro que me acercaría a mi nuevo trabajo, en Providencia. Finalmente, caminando por el puente que cruza el río, contemplo el gigantesco y moderno edificio de oficinas: La Torre Santa María, de unos 33 pisos de altura situada en la ladera del cerro, rodeada de bellos jardines y espejos de agua, como uno de los tantos que se inauguraron por aquellos años en mi ciudad; sin duda, me esperaba un grato comienzo. Tomé el ascensor y me dirigí hasta el piso 23, que es el que albergaba dicho bufete, en una de sus oficinas; me indicaron mis funciones y en un dos por tres estaba sentado en mi escritorio, con una espléndida vista panorámica de la gran ciudad que es Santiago. Los primeros días transcurrieron sin inconveniente alguno, me sentía satisfecho, algo más independiente y contaba con dinero para reunirme con mis amigos los fines de semana, invitar a mi novia a algún restaurante o simplemente ayudar con las compras en casa. Un día, víspera de invierno, me comprometí con mi jefe a ayudarle a trasladar una gran cantidad de archivadores que ocupaban espacio en los estantes de la oficina, pues debíamos albergar nuevas actas y documentos. Antes de aprestarnos para dirigirnos al ascensor, suena el teléfono del escritorio de mi jefe; era su esposa; luego de colgar, me dijo que por favor llevase los archivadores yo solo, me prometió una paga extra inclusive, pues debía atender una urgencia familiar. Asentí sin mayor reproche. Cada dos cajas de archivadores, tomaba el ascensor y descendía hasta el piso menos cinco, donde se hallaban las bodegas de ese bufete. La abrí lentamente y me encuentro con un largo y oscuro pasillo, tapizado por estantes llenos de papeles; dejé las cajas y realicé el mismo trayecto con todas las restantes. La ultima vez que descendí, noté algo extraño: Al final de ese pasillo había un gran tablón de madera, que dejaba entrever el marco de una puerta; como buen joven, mi curiosidad pudo más y removí el cuerpo de madera hacia un lado. Efectivamente, había una puerta, pero lo extraño es que no tenía candado y, al girar la perilla, me percaté que nunca estuvo cerrada con llave. Para que querrían taparla con un vulgar trozo de madera, me pregunté. Un escalofríos me recorrió la espalda, mi vello se erizaba y el ambiente comenzaba a tornarse cada vez más tenebroso. Ya era tarde y por esos años vivía en la otra punta de Santiago, casi en la salida de la capital hacia Viña del Mar, en un edificio de departamentos de avenida Las Rejas, así que decidí marcharme a casa inmediatamente para no llegar en plena cena, porque mis padres eran muy estrictos con los horarios. Inquieto, al día siguiente me costó mucho concentrarme en mis labores, no podía dejar de pensar en lo que deparaba aquella puerta. Luego de finalizada la jornada, me despedí de todo el personal y rápidamente me escabullí al quinto subterráneo, para ver lo que había tras la puerta. Estaba tal cual como la dejé la noche anterior; entonces, con la ayuda de una linterna que traía de mi casa, comencé a alumbrar el recinto. El olor era desagradable y cuanto menos nauseabundo, el aire se tornaba pesado y poco a poco el miedo se empezaba a apoderar de mi. Me extrañaba que esta era una torre de tan solo seis años de existencia, por qué tendría un subterráneo tan escabroso. Al alumbrar las paredes, me di cuenta de que cuanto más avanzaba, el cemento iba desapareciendo, para dar paso a unos viejos ladrillos agrietados. El pasillo tornaba en una esquina y para mi impresión, sucedía una larga escalera, casi interminable y un frente oscuro como la boca de un lobo. Tragué saliva y decidí acabar con mi curiosidad. Mientras bajaba cada peldaño, comenzaba a sentir un calor que me recorría de pies a cabeza; quise ser el escéptico de siempre al pensar que se podría tratar de la zona de las calderas, pero recordé que estaban en el tercer subterráneo. La escalera terminó y llegue a una habitación pequeña, tapizada por adobe y un piso de tierra; alumbré hacia el fondo de ésta y pude divisar una improvisada estructura de madera, completamente podrida y despedazada, con tres pequeños escalones y una tapa redonda de fierro en el centro. Decidido, comencé a remover la tapa y encontré unos trozos de madera que, al alumbrar con la linterna, me percaté que estos tapaban un gran pozo; fue entonces cuando tomé la peor decisión de mi vida: Ayudado por una filosa piedra que estaba a un lado, rompí la estructura de madera hasta hacerla añicos; justo como pensé, al alumbrar nuevamente, se dejaba ver un pozo poco profundo, pero con un contenido que me perturbó y hasta me hizo dar un grito del susto: El fondo estaba lleno de cráneos, cráneos humanos y cruces amontonadas e inclusive, al acercarme más , pude reconocer unas manchas marrones sobre ellos, era sangre, sangre seca de quizás qué tiempos. No pude evitar reprimir una arcada al ver tan dantesca escena. No aguanté más , y salí arrancando por las escaleras hacia arriba. Corrí tan rápido como pude y de la desesperación, tome el primer taxi que encontré al salir a la fría y lluviosa intemperie. Al llegar a mi departamento, pensé que todo aquello había acabado y que tan sólo sería una terrorífica experiencia que algún día contaría en el futuro a mis hijos y nietos, mas no fue así. No transcurrió siquiera una semana cuando comenzaría la peor parte de mi experiencia. El día a día de la oficina resultaba bastante frenético por los meses de invierno, estaba saturado de trabajo, pero lo hacía con gusto, pues en aquel momento, el fin de mes estaba a la vuelta de la esquina; finalicé mi jornada laboral exhausto. Al salir del edificio, comencé a caminar hacia la estación de metro Pedro de Valdivia, la más cercana a aquella torre. Sentía el suave olor a tierra mojada que emanaba desde el parque Uruguay, luego de tres días de copiosas lluvias. Sin embargo, dicha agradable sensación culminó de golpe al cruzar la costanera: Sentía pasos detrás de mi, al son de los míos. Me volteé para ver quien caminaba tan cerca de mi, pero no había nadie; la calle estaba extrañamente vacía, cuando por lo general está repleta de oficinistas que se dirigen a coger locomoción. Era como si tuviese cuatro pies, sentía cuatro zapatos caminando conmigo, dos míos y otros dos de un algo desconocido. Al descender la escalera del metro, dichos pasos cesaron, dije, ha sido un día duro, extenuante, debo estar muy cansado. Mientras el metro iba en marcha, acostumbraba a colocarme mis auriculares y a escuchar a Phil Collins en mi personal. La música duro hasta la estación donde me bajaba y fue entonces otro suceso bizarro: Sentí suspiros, suspiros y jadeos aparentemente de un hombre a través de mis auriculares. Decidí subir rápidamente las escaleras del metro y correr un poco para alejarme de la muchedumbre, para comprobar qué era exactamente lo que sonaba. Me detuve frente a un bloque de departamentos y comencé a notar que los jadeos se transformaban en un diabólico gruñido, el que dio paso a un aullido tan aterrador, que di un grito en plena calle. Corrí como nunca antes hasta mi torre, mientras comenzaba a llorar de tal susto. Al llegar a mi departamento, mis padres me miraron extrañados y me preguntaron el por qué de mi expresión tan desencajada. No quise emitir palabra alguna y solo dije que estaba cansado. Casi no pude cenar, el terror me invadía aun cuando estaba con la compañía de mis padres y mi hermano menor, Agustín. Ante lo acontecido, por primera vez en casi diez años, cogí la Biblia que estaba en mi velador y leí diversos parajes, pronuncié una serie de rezos, para lograr acallar mi mente. Eran las once y cuarto de la noche y, para poder dormir más cansado, decidí encender el televisor, sintonicé el canal 11 y me dispuse a ver el cine de ultima función. Poco a poco, comencé a caer en el sueño, poco a poco, hasta que me dormí. Estuve así por unas horas, hasta que en un momento, abrí los ojos repentinamente, mirando el techo y la lámpara que colgaba desde él. Pude sentir claramente el sonido del chicharreo del televisor, que emitía en esos años al finalizar las transmisiones de cada estación televisiva. Pero había algo extraño, por más que lo intentaba, no me podía mover, estaba fijo, como amarrado a la cama. Intenté gritar, pero fue inútil, solo mis ojos podían ver. Transcurridos unos minutos, el terror llegaba nuevamente, pero esta vez acompañado de algo horroroso: Gritos, gritos desgarradores que sonaban con cierto eco por mi dormitorio, gritos que pronunciaban unas palabras, pero realmente ininteligibles, como si fuesen dichas en otro idioma, desconocido por mi. Eran voces guturales, no me atrevo a decir que eran hombres, era algo mas allá de lo comprensible, gritos y jadeos de ultratumba, similares a los que escuché aquella tarde a través de mis audífonos, pero con una intensidad sonora que hizo retumbar mis tímpanos. Solo pedía a Dios porque aquello acabase, pero ahí seguía, mudo, quieto y rodeado de los gritos más demoníacos que había escuchado en toda mi vida. No sentía el paso del tiempo, pero creo haber estado así cerca de una hora; luego de eso, volví a caer dormido. A la mañana siguiente, era viernes. Esa noche me reunía con dos compañeros de trabajo, en la casa de uno de ellos con la intención de pernoctar allí. Luego de ducharme, temblando de miedo aun por lo sucedido en la madrugada, mientras me colocaba la camisa, algo no estaba bien: Por mi pecho, surcaban tres marcas rojas verticales, como de garras de animal, que descendían hasta mi estómago; no sentía ardor, pero por precaución me fregué un algodón con alcohol por la zona, para evitar infecciones. Pensé que podía tratarse de nuestro gato, un enorme y anciano gato que a veces le gusta treparse en la cama, pero las marcas eran demasiado gruesas como para ser rasguños de felino. No quise darle importancia, el desayuno me esperaba y debía ir a trabajar. El trabajo siguió como siempre, normal, sin contratiempos, hasta la tarde. Mi compañero se había comprado recientemente un nuevo vehículo y nos dirigíamos en este a su casa en La Florida, en una moderna villa inaugurada hace unos meses. Mientras estábamos en el living, ya durante la madrugada, comencé a sentir un ardor muy desagradable en el pecho, que a cada momento se acrecentaba. Me dirigí al baño para contemplarme al espejo y entonces el pavor llego otra vez: En el extremo inferior de las marcas de mi pecho, seguían otras tres líneas de las mismas características que seguían una trayectoria horizontal hacia mi izquierda, como formando una letra ele. Quise llorar, pero me contuve, esto se estaba tornando marrón oscuro. No aguante más y le mostré a mis colegas lo que me había sucedido. Sin saberlo, uno de ellos, Ricardo, era medianamente entendido en temas como estos: Son marcas diabólicas, musitó. En ese instante, comencé a tiritar y entre lágrimas, no pude contenerme y les conté todo lo sucedido a mis compañeros, les narré sobre aquel lugar, las escaleras, la bóveda secreta bajo la torre de oficinas, el piso de madera que removí y la desagradable sorpresa que me encontré bajo aquellas tablas. Ricardo, inquieto y con tono demandante, sabía lo que debíamos hacer: Acudir de inmediato a los estacionamientos, atravesar el pasillo de la bodega y coger todos los objetos que se encontraban en aquel pozo; sin embargo, Alberto, mi otro colega, hizo desistir a Ricardo de aquella idea, pues ya pasaban de las 2 de la mañana y nos encontrábamos bajo el toque de queda, impuesto durante los años de la dictadura militar de Augusto Pinochet. Dormí en el sillón del living de Ricardo, intentando conciliar el sueño y rogando porque nada ocurriese. Afortunadamente, mis horas de sueño transcurrieron normalmente, estaba demasiado cansado como para permitirme otro extraño desvelo como el de la noche anterior. Después de la ducha a la mañana siguiente, me di cuenta que aun mis marcas seguían al rojo vivo, pero decidido a terminar con todo, seguí a Ricardo, con Alberto junto a nosotros, para dejar todo esto atrás. Nos dirigimos hasta la torre y dijimos en recepción que debíamos descender con el pretexto de ordenar unas cajas repletas de documentos; extrañamente nos creyeron y bajamos hasta el menos cinco. Entonces, entre los tres, comenzamos a retirar todos aquellos tétricos objetos del pozo y los introdujimos en un gran saco, pero –para nuestra impresión- bajo todos los cráneos y cruces podridas- encontramos un conjunto de antiquísimas velas negras, fundidas hasta la mitad. Ello nos puso los pelos de punta, pero no podíamos soportar un minuto más en este sarcófago, pues el aire comenzaba a viciarse y la sensación de inquietud nos rodeó de un momento a otro. Rápidamente, salimos por una de las compuertas de emergencia que daba hacia la Avenida del Cerro, para no levantar sospechas en recepción por ir arrancando con un gran saco repleto. Nos subimos al auto y a toda velocidad tomamos el camino de La Pirámide y luego Américo Vespucio Norte, en esos años, una avenida rodeada de predios campestres. Luego, viramos en la carretera de Santiago hacia Los Andes y, tras tomar un viejo camino de tierra, hoy parte de un gran conjunto inmobiliario, llegamos hasta la ladera de un cerro para dar término a todo esto. Vaciamos todo el contenido del saco en el suelo y Ricardo saca de la maleta del auto una bolsa de sal gruesa; comenzó a verter la sal poco a poco, circundando el conjunto de cráneos y las demás cosas formando un círculo. Por precaución, abandonamos el gran saco ya vacío al lado de todos aquellos chismes, para subir al auto y regresar a Santiago a continuar con nuestras vidas. Los días pasaron, mis heridas sanaron y la pesadilla comenzaba a quedar atrás. Ya era agosto, pleno invierno y una gran helada se cernía sobre la capital. Un día, al llegar muy temprano a la oficina para adelantar trabajo, me encontraba solo en el escritorio, traspasando algunos datos a la computadora; en ese instante, pude escuchar un leve rugido, como el de un perro enrabiado, proviniendo detrás del muro que daba al pasillo de las otras oficinas. Extasiado y con el corazón en la mano, fijé mi vista hacia el umbral de la puerta, inmóvil; justo allí, de derecha a izquierda, una sombra negra y densa que no tenía el aspecto de un humano, sino mas bien de una extraña criatura de baja estatura, encorvada y sin piernas, pasa fugazmente sin emitir ruido alguno. Desde ese momento, nunca mas volví a presenciar algo de esa índole en mi vida, ni siquiera quise indagar más en el asunto, no quise saber por qué existía tal extraño sótano bajo los cimientos del edificio, lo único que sé, es que lo que sea que hubiese estado allí, nunca debió ser perturbado.