El ruido en mi oído

Recuerdo el día en el que empecé a perder mi audición. Lo recuerdo, porque dos cosas pasaron el día anterior: había recibido una inyección particularmente dolorosa y adormecedora en el consultorio del dentista antes de que me hicieran una operación, y mi hija fue violada y dejada por muerta en un basurero justo afuera del campus de su universidad

Recibimos la llamada a las cuatro de la mañana. Ser despertado de esa manera, por un timbre estridente en una habitación que de otra manera estaría en silencio y en calma, es algo que nadie debería experimentar. Anticipas, antes de contestar el teléfono, que algo ha pasado; que algo que cambiará tu vida está a punto de caer sobre tu regazo. Y lo único que puedes hacer es contestar.

—¿Señor Barrister? —dijo la voz al otro lado de la línea—. Lo siento por llamar a esta hora. Es sobre su hija.

Nunca olvidaré esas palabras o la manera gélida en la que envolvieron mi corazón. Mi hija, mi niña pequeña. Miré a mi esposa; ella me observó, y lo sabía. Si nunca vuelvo a escuchar el sonido que hizo entonces, me consideraré bendecido.

En medio de la ráfaga de empacar y encontrar un avión para llegar a Emily, y toda esa preocupación desgarradora, ni siquiera me di cuenta al comienzo. No fue hasta que estábamos en el vuelo, y Helena estaba susurrando oraciones, que lo escuché; un tono agudo en mi oído izquierdo que llegó en lo que solo puedo describir como pitidos breves. Me recordó a los exámenes auditivos.

Metí mi dedo en mi oído y lo moví alrededor, tratando de aminorar el sonido, pero permaneció, constante e irritante y pitando.

Sin embargo, lo delegué al reverso de mi mente tan pronto como aterrizamos, y nos apresuramos del aeropuerto al hospital, en donde Emily yacía inconsciente con una serie de máquinas manteniéndose vigilantes al lado de su cama. Las había visto incontables veces antes, ya sabía lo que cada una de ellas hacía y por qué estaban conectadas a mi hija; pero, en ese instante, eran monstruosidades extrañas y mecánicas que la hacían ver pequeña y frágil.

En tanto esperamos ahí, sentados, acariciando su cabello y diciéndole cuánto la amábamos, recordé en retrospectiva a la única otra vez que Emily había estado en un hospital. Tenía seis años, quizá siete, y era su hora de dormir. Quería quedarse despierta por más tiempo como su hermano mayor, pero le dije que dejara de saltar sobre su cama y que se alistara para dormir. Le di mi espalda por solo un minuto —ni siquiera recuerdo por qué—, y ella se deslizó. Manaba sangre desde un corte desagradable por encima de su ojo, en donde se había golpeado con la cabecera, y estaba gritando.

Después de que la habíamos calmado y de que pudimos darle un vistazo a la herida, concordamos en que necesitaría suturas. Mientras Helena se vestía, llamé al hospital en el cual trabajaba como anestesiólogo y me puse en contacto con uno de mis amigos doctores para hacerle saber que íbamos a llegar. Helena se quedó en casa con nuestro hijo, y yo llevé a Emily.

—¿Dolerá? —me preguntó Emily desde el asiento trasero. Estaba mirándome fijamente por el espejo retrovisor, con un ojo cubierto por la tela que estaba presionando contra su frente.

—No, me aseguraré de que no.

—¿Cómo? —Mi pequeña, siempre la escéptica.

—¿Recuerdas cómo hablamos de que Papi hace que las personas se duerman en su trabajo? —Se había convertido en una broma en nuestra casa: más te vale portarte bien, o Papi te pondrá a dormir… ¡por siempre!

—¿Sí?

—A veces, solo hago que una parte de la persona se quede dormida. De esa manera, los doctores amables los pueden curar, ¡y ni siquiera lo sienten!

—¿Me harás eso a mí?

—Sip.

—¿Y te quedarás conmigo todo el tiempo?

—Por supuesto.

Apenas se quejó del dolor cuando inyecté la anestesia local, y luego se quedó dormida durante las suturas.

Emily era una chica fuerte.

Era una mujer aún más fuerte.

Le tomó tres días despertar. Durante ese tiempo, la audición en mi oído izquierdo había empezado a disminuir, hasta que lo único que escuchaba con claridad absoluta era ese pitido agudo que había notado por primera vez en el avión.

Bip. Bip. Bip.

Pero no me podía preocupar por ello, no cuando mi familia me necesitaba tan desesperadamente, y no se lo mencioné a nadie.

La recuperación de Emily fue un proceso lento. Aseguró que no recordaba quién la había atacado y dijo que no podía ofrecer ninguna descripción o declaración a la policía. Se mantenía reservada con respecto a lo que había pasado, incluso con su madre, con quien compartía todo. Mi despreocupada y siempre sonriente hija ahora era acechada, y cada vez que me veía, había un dolor muy profundo tallado en sus ojos.

Nunca me había sentido así de inútil o vacío.

Después de que fue dada de alta del hospital, se retiró silenciosamente de la universidad y se mudó de vuelta con nosotros, en donde pasaba la mayoría de sus días encerrada en su habitación.

Mientras tanto, la sordera y el pitido en mi oído continuaron.

Bip. Bip. Bip.

Aun así, pospuse el ir a revisarme. Asumí que fue algún tipo de anomalía con la inyección del dentista, y no había mucho que se pudiera hacer sobre eso de todas formas. Sería casi imposible de probar.

Mi atención estaba enfocada casi enteramente en Emily, y en ayudarla de cualquier forma que pudiera; al diablo con mis problemas. La colocamos en terapia, investigamos técnicas curativas, nos entregamos en su totalidad a su salud física y mental, en toda manera en la que ella nos lo permitiera. Tomó meses, pero comenzó a sonreír de nuevo. Los terrores nocturnos empezaron a desvanecerse, y, pieza por pieza, nuestra Emily volvió a nosotros.

Acabábamos de discutir si se sentía lo suficientemente cómoda como para volver a la universidad cuando la situación empezó a desmoronarse.

Emily había llegado al hospital en donde yo trabajaba para almorzar conmigo. Estábamos sentados en la cafetería; nuestras bandejas de comida permanecían intactas mientras hablábamos de las clases que quizá le gustaría llevar. Emily se encontraba a la mitad de contarme sobre una clase de genealogía en la que estaba interesada, cuando se congeló, sin terminar su oración, y el color se drenó de su rostro.

—¿Cariño? ¿Estás bien?

Seguí su mirada fija hasta la línea de la caja, en donde un trío de personas estaban esperando a pagar por su comida, y luego la observé a ella de nuevo.

—Debo irme —me dijo, de pronto.

—¿Qué suce…

—Te quiero, papá.

Prácticamente huyó de la cafetería.

Me giré hacia los de la fila. Reconocí a dos, al jefe de medicina y a un oncólogo, pero al tercero no lo conocía. Era un hombre joven alrededor de la edad de Emily, y el parentesco superficial que compartía con el jefe me hizo creer que era algún tipo de familiar, quizá un nieto.

Mientras más lo miraba, más ruidoso se tornaba el pitido en mi oído.

Bip. Bip. Bip.

Al llegar a casa esa noche, Emily estaba sentada en el pórtico trasero viendo hacia la nada mientras nuestros perros merodeaban el patio. Se sobresaltó cuando abrí la puerta corrediza.

—¿Estás bien? —le pregunté, tomando asiento a su lado.

—Sí —me dijo.

El silencio que cayó entre nosotros fue uno muy pesado.

—Sobre hoy… —comencé a decir.

—Victor —murmuró.

No dije nada, temeroso de interrumpirla y causar que se aislara otra vez.

—Va a la misma universidad que yo. Llevamos la clase de Biología juntos —Cada palabra sonaba como si estuviese siendo arrancada de ella por la fuerza—. Descubrimos que éramos de la misma área, así que charlamos un par de veces acerca de clases y de cómo tú y su abuelo trabajan en el mismo lugar, y luego… intercambiamos fotos y eso.

«Y eso» era, claramente, cosas que ningún padre quiere pensar que su hija está haciendo, jamás. Solo asentí.

—Pero estábamos yendo demasiado rápido, así que… le dije que solo quería que fuéramos amigos de nuevo. A él no le gustó. Me dijo que si no hacía lo que quería, compartiría las fotografías que le mandé —Su voz se fracturó y se alejó de mí—. Ahora, eso es ilegal en muchos lugares, y le dije que me aseguraría de que se metiera en problemas. Se enojó.

Victor la había acorralado afuera de un club, y trató de hacer que se fuera a casa con él. Cuando Emily se rehusó, él se tornó violento. La había arrastrado al callejón y la atacó.

—Dijo que si llegaba a contarlo, compartiría todos nuestros mensajes para que las personas supieran que yo lo quería, y que se aseguraría de que te despidieran y de que tu carrera se terminara —Emily estaba temblando en medio de sollozos—. Su abuelo era el jefe de medicina, ¡lo pudo haber hecho!

La acerqué a mí y la abracé mientras lloraba.

No importó cuánto traté de decirle que teníamos que llamar a la policía, se negó.

—No puedo, papá —me dijo—. Tiene mensajes y fotografías. Nadie me va a creer.

Al día siguiente, cuando me presenté al trabajo, fui de inmediato a la oficina del jefe de medicina. No sabía qué era lo que iba a hacer o decir, solo tenía que hacer algo. Apenas había tocado la puerta cuando él me llamó.

Antes de que pudiera hablar, el doctor Gladson me miró y dijo:

—Ah, bien. Martha te encontró. Quería hablar contigo acerca de mi nieto, Vic. Tendrá cirugía esta tarde. Nada serio, pero me gustaría que fueras su anestesiólogo. Le preguntaría a Taylor, pero él ya fue calendarizado.

Casi respondí que no. Casi le grité que su maldito nieto era un monstruo. Casi le dije que preferiría verlo muerto.

En su lugar, tomé un respiro hondo, y dije:

—Por supuesto.

—Bien. Es a las dos y media de la tarde con el doctor Lim.

A medida que me di la vuelta para irme, el pitido en mi oído izquierdo pareció ser tan fuerte, que casi era palpitante.

Bip. Bip. Bip.

A las dos y media, como prometí, estaba sentado en la cabeza de la mesa de cirugía detrás del monitor de gas anestésico. Victor, un joven bien parecido con una actitud arrogante, estaba recostado delante de mí.

—Hola, Victor —le dije.

—Hey.

No se veía para nada nervioso, lo cual me decía que no sabía quién era yo. No me sorprendió; pocas personas se molestan en aprender el nombre del anestesiólogo.

—¿Esta es tu primer cirugía?

—Nop.

—¿Y sabes cómo funciona la anestesia?

—Cuenta hacia atrás desde diez, ajá.

—Sí.

Le saqué plática mientras me instalaba, preguntándole en dónde iba a la universidad y qué carrera estaba cursando. Una vez que llegó el momento de colocarle la máscara y de contar, le hice una pregunta más.

10

—Creo que conoces a mi hija.

9

—¿Sí?

8

—Sí. Emily.

7

—Ah, sí. Eso creo.

6

—¿Alguna vez te dijo cómo me gano la vida?

5

—¿Quizá? —Comenzaba a adormilarse.

4

—Pongo a las personas a dormir para ganarme la vida, Vic. —Le estaba susurrando.

3

—¿Ah?

2

—A veces permanentemente.

1

Entonces el pitido en mi oído se incrementó y, con lentitud, me di cuenta de que hacía eco. Observé a su monitor cardiaco, ubicado no muy lejos de mi cabeza, y hacía bip en sincronía con el pitido en mi oído.

Bip. Bip. Bip.

La cirugía transcurrió bien por más o menos veinte minutos, hasta que Victor experimentó un declive en su presión sanguínea. El choque en su sistema desencadenó convulsiones violentas, y el cirujano ladraba órdenes, demandando esto y aquello para estabilizar al chico.

Pero no había nada que se pudiera hacer.

La sobredosis de anestesia puede ser una cosa tan terrible, tan delicada.

Conforme el personal batallaba para revivirlo, y yo aparentaba hacer lo mismo, el ritmo constante del pitido en mi oído cambió por primera vez.

Bip. Bip. Bip. Biiiiiiiiiip.

Victor fue declarado muerto a las tres de la tarde con dos minutos.

Al mismo tiempo que el monitor cardiaco se apagó, el pitido en mi oído cesó, y mi audición regresó con un estallido vibrante, casi doloroso.

En ese momento, mientras cubrían a Victor con la sábana blanca, agradecí tener la máscara quirúrgica.

Nadie podía ver que estaba sonriendo.

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La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por S. H. Cooper:
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