El nuevo cachorro

Cucarachita había sido una perra diligente por quince años, pero el reloj de arena de su vida casi se había agotado. Perdió su apetito y se volvió letárgica, acostándose en lugar de ponerse de pie cuando se le llamaba. El veterinario diagnosticó cáncer, y sugirió discretamente la eutanasia.

Pero la pequeña Harriet, un infante que apenas podía hablar, se había enamorado por completo de la perra. Sin tener entendimiento alguno de la mortalidad, iba a estar desconsolada cuando supiera que Cucarachita simplemente se había ido. Así que la familia adoptó un nuevo perro, Rolf, esperando que desarrollar una amistad con él haría que el fallecimiento de Cucarachita fuera menos traumatizante.

Harriet amaba el cachorro, pero ambos perros no se simpatizaban. Cucarachita le gruñía y le mostraba los dientes a Rolf siempre que él buscaba el afecto de la niña. Asumieron que Cucarachita estaba celosa, y que el ajuste tomaría tiempo.

Luego, una tarde, mientras se dejó a Harriet durmiendo en su cuna, la familia escuchó un chillido estridente seguido de una sucesión de ladridos. Cucarachita huyó, preocupada, a la cocina, y la familia casi se tropieza con ella. Encontraron a Rolf con su pelaje embarrado de sangre y masticando la cara de la pequeña. El padre arrancó al cachorro de la niña, lo llevó afuera y lo sacrificó con la escopeta de la casa. Se apresuraron al hospital con Harriet, trayendo el cadáver de Rolf en caso de que la piel de la niña pudiera ser recuperada de su estómago. Pero, cuando abrieron a Rolf, no encontraron nada de piel. Solo la sangre que había lamido de las heridas de la niña, tratando de contener su flujo.

Cuando la familia regresó a casa, encontraron a Cucarachita durmiendo cómodamente en la cama de Rolf, satisfecha una vez más de ser la única mascota en la casa.

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