Unos amigos se reunieron aprovechando las fiestas navideñas para compartir una noche de alcohol y risas a la mitad de un descampado. Como es habitual en este tipo de reuniones, sin saber cómo, empezaron a contar historias de terror y leyendas que conocían. Un par de ellos escuchaban asustados las escalofriantes historias que se contaban, pero la mayoría, que ya llevaba un par de copas de más, aprovechaban para bromear y tratar de asustar con un grito o saltando sobre los amigos cada vez que la narración hacía un silencio.
Sin embargo, cuando Alberto comenzó a contar su leyenda, todos se quedaron como petrificados:
—En Nochebuena, justamente a las doce de la noche, el Diablo hace la inspección en la Tierra, la única en el año, así que si queremos verle tiene que ser en ese mismo día a esa misma hora. Vete al baño, puesto que es el lugar más apropiado para realizar el ritual, y cierra la puerta. Enciende doce velas, negras de ser posible, apaga la luz y sitúate enfrente del espejo. Cuando quede poco para que sean las doce, cierra los ojos y mantenlos cerrados hasta que quede sólo una campanada de las doce que deben sonar. En ese momento el Diablo se aparecerá en el espejo, sólo durante un segundo.
Tras terminar su historia, nadie sabía qué decir, los envalentonados muchachos estaban realmente asustados porque sabían que con las fuerzas del más allá no se debe bromear, y la figura del Diablo siempre ha sido una de las más temidas desde el comienzo de la humanidad.
Pero para Pablo era el momento perfecto de hacerse el machito, él siempre había sido un segundón en el grupo y nadie lo tomaba en cuenta, por lo que era el momento perfecto para sobresalir:
—¡Eso es mentira y yo lo puedo demostrar cuando quieras!
Todos se giraron a mirarle, y rápidamente Alberto contestó:
—Si tan valiente eres, ¿por qué no lo probamos? Dentro de un par de días será Nochebuena, yo mismo pongo las velas. Pero si te echas atrás, te tendrás que comer las doce velitas delante de todo el grupo en Año Nuevo.
—Ok, pero si lo hago y te demuestro lo contrario, ¡quien se comerá las velas serás tú por bocazas!
El grupo se rió, y pasados unos minutos todo parecía haber quedado olvidado; pero para Alberto eso había sido un desafío a su autoridad como el líder del grupo, y no iba a quedar así. Por lo que un par de días después se presentó en la casa de Pablo con una bolsa que contenía doce velas negras, una biblia satánica que le había prestado un amigo gótico de su hermana, un pentagrama con la cabeza de un carnero y una cámara capaz de grabar en la oscuridad que su padre guardaba en uno de los armarios como si fuera de oro. Su intención era que cuando Pablo viera lo «completo» de su ritual de invocación, se echara atrás y le pidiera disculpas, pero lo que no se podía esperar era que el chico, reafirmado en su intención de hacerle comerse las velas frente a todos en la fiesta de Año Nuevo, bromeara sobre el tamaño de éstas:
—¿Qué pasa Alberto, que no las había más grandes? ¿Tanto miedo te da tragártelas delante del grupo que has ido a comprar velas de cumpleaños?
—Tú tranquilo, Pablito, que cuando te cagues del susto al menos las llamas de las velas ocultarán el olor.
Alberto entró en la casa de Pablo y sin dirigirle ni una mirada más pasó al baño de su habitación. Tal y como había visto en varias páginas de invocaciones que había encontrado en internet, colocó cinco de las velas en cada una de las puntas del pentagrama, cuatro de ellas a los lados del espejo y las tres restantes junto a la biblia satánica, que intencionadamente dejó abierta en una página en la que había una especie de invocación o ritual. La escena del cuarto de baño con el pentagrama iluminado únicamente por la luz de las velas era digna de una película de terror, y Pablo, a pesar de tener que hacerse el valiente, sintió cómo se le encogía el estómago al pensar que tenía que entrar solo para realizar la invocación.
—Bueno chaval, hasta aquí puedo estar yo en el baño —dijo Alberto con voz socarrona—. Por si te echas atrás en el último momento y abres los ojos antes de tiempo, te he colocado una cámara de vídeo. ¡Mucha suerte, espero que la historia no sea cierta porque de lo contrario no creo que lo cuentes! —dijo, intentando darle aún más miedo.
Pablo se encontraba dentro del baño con la luz apagada, faltaba menos de un minuto y ya sentía cómo las gotas de sudor le caían por la frente. Una cosa es hacerse el chulito delante de todo el mundo pero otra era encontrarse con ese escenario aterrador y disponerse a invocar al mismísimo Diablo por una apuesta. Sin embargo, reunió todas sus fuerzas para no salir corriendo, y cuando Alberto le avisó cerró los ojos.
Pocos segundos después escuchó la primera campanada del reloj que tenían sus padres en el salón. El miedo que tenía y el silencio eran tales que cada campanada parecía sonar cada vez más lento. Al tener los ojos cerrados, no percibió que con cada campanada se apagaba una vela, como si el mismo Diablo estuviera consumiendo cada una de ellas al ritmo necesario para que se apagaran simultáneamente con el sonido del reloj. Al sonar la campanada número once, tal y como le había indicado Alberto, Pablo abrió los ojos…
Alberto, al otro lado de la puerta del baño, esperaba que Pablo se echara atrás y saliera en cualquier momento, pero tras sonar la última campanada todo quedó en silencio. Llamó a su «amigo» pero no obtuvo respuesta. Ya había transcurrido más de un minuto y Pablo no salía, así que decidió abrir la puerta. Al abrirla, todo estaba a oscuras, y sólo se escuchaba una respiración ahogada en el suelo, un fuerte olor a azufre inundaba el lugar y Alberto sintió que algo iba mal. Encendió la luz del baño y se encontró al otro chico con la cara desencajada del miedo mientras se llevaba fuertemente la mano al pecho.
De puro terror había sufrido un ataque al corazón, y lo único que alcazaba a decir, era: «Lo he visto, lo he visto».
Al llegar al hospital los médicos no salían de su asombro: el corazón parecía estar bien y perfectamente recuperado, no obstante, el chico se encontraba en una especie de shock y no hablaba con nadie, salvo para repetir una y otra vez que «lo había visto».
Días después salió del hospital perfectamente recuperado, al menos físicamente, ya que nunca volvió a ser el mismo. Se convirtió en una persona asustadiza y retraída que frecuentemente se quedaba pensativo y en silencio a mitad de una conversación.
Alberto nunca se atrevió a ver lo que contenía la cinta y decidió tirarla a la basura junto a los objetos que se habían usado en la invocación. Quién sabe si algún día alguien la encontrará y podrá presenciar qué fue lo que vio Pablo antes de que se apagara la última vela. Por su parte, Pablo sabe que volverá a ver al Diablo el día en el que muera, ya que éste vendrá a reclamar su alma en persona.
6 comentarios
Se que da pereza, y muhca pereza poner el link de una historia, pero, tampoco es que sea tan dificil, es decir, sacaste la imagen de la propia pagina, y ni la pones, además, es una pagina facil de encontrar.
http://www.leyendas-urbanas.com/el-diablo-en-el-espejo/
Realmente basta con que especifique si es suya o no. No es como si en Leyendas urbanas fuera el único lugar donde está publicada. Además, ¿para qué dar un link que te llevará a exactamente la misma historia?
No, no da pereza, solo no la puse porque la vi en un foro de nombre que no recuerdo, y no fue sacada de leyendas-urbanas como tu dices.
Por autor de la entrada
7/10 buena
a mí me ha gustado guapo 😉
Bueno, A mi me gustó pero no da tanto miedo …
En mi opinion, Hubiera estado mejor que el chico hubiera visto esa cinta. Y su reaccion fuera traumatica, Y hubiera pensado que tendria que haber considerado decirle que hiciera eso a su amigo Pablo. Bueno, Entiendes.