El culpable

Abel nunca fue un hombre religioso, recuerdo que solía decir: “Yo no creo en nada”, entre
risas; y jamás iría a un psicólogo por cuenta propia; por eso me contó su historia de
terror. Fue como un regalo en honor a nuestra amistad, “Sí te sirve para un cuento, tómala”,
me dijo Abel, refiriéndose a su historia.
Estábamos en su casa, sentados en sillones enfrentados, afuera llovía a cántaros, y la noche
había caído temprano debido a los nubarrones que parecían querer aplastar a la ciudad.
Me sirvió un vaso de whisky, y comenzó a relatar su historia mientras veía los hielos derretirse
en el de él.- Por muchos tiempo ni siquiera la noté – comenzó -. Tú sabes el tipo de mujeres que me gustan,
y aquella muchacha no tenía ninguno de los atributos que me hacen voltear. A ti tampoco te
llamaría la atención, creo que eso no fue mi culpa, la muchacha era un palo vestido, y no era
muy bonita de cara.
Un día voltee hacia su casa, no sé por qué, y la vi sonriéndome, con sus brazos apoyados sobre
el muro. La saludé, como saludo a tanta gente, pero aparentemente lo tomó como una señal
o un gesto de que me interesaba en ella.
Cada vez que pasaba ella estaba allí, sonriendo, y me miraba directamente a los ojos, como lo
hace una mujer enamorada – Abel vació su vaso y quedó mirándolo a tras luz, después siguió:- En esa época pasaba por una “buena racha”, tú me entiendes, y aquella muchacha sin gracia
no estaba en mi lista, mas intuí que era “nueva” y eso siempre es un atractivo para el hombre
depredador.
Quiso el destino, la mala suerte o lo que sea, que me cruzara con ella en un paseo. Lo que pasó
después fue culpa mía, no tengo excusa. El asunto es que ella pensó, tal vez yo se lo dije en
algún momento, no lo recuerdo, que íbamos a ser novios, y seguramente se ilusionó mucho.
Cuando se encontró con mi indiferencia se derrumbó; aparentemente era muy sensible.
Se suicidó unos días después, se ahorcó en un árbol de su casa.

Tal vez no me creas lo que te diré ahora, pero desde ese día la veo… la veo muerta, pendiendo
del cuello. Siempre pasa de noche, generalmente en mi habitación. A veces sólo aparece un
instante, otras veces recorre toda la habitación, flotando sobre el piso, la cabeza hacia un lado,
por el cuello roto, pero siempre sonriendo. Se pasea para atormentarme, rodea la cama, flotando,
con los ojos casi desorbitados ¡Es horrible amigo!
Y bien ¿Crees que me merezco este castigo? – me preguntó finalmente.

– Absolutamente sí – le respondí, él bajó la cabeza, como admitiendo su culpa.

Ahora me arrepiento de haber sido tan duro; pocos días después mi amigo se suicidó.

cuentos de terror cortos
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