Culpa del superviviente

Hola. Mi nombre es Jillian. Y soy una superviviente.

Estoy completando esta asignación para mi grupo de apoyo del síndrome del superviviente. Nos encontramos semanalmente para procesar nuestros sentimientos y estar ahí los unos para los otros. Cuando comencé a ir, solo éramos unos cuantos de nosotros, pero ahora somos casi treinta. El grupo es dirigido por Ernest. Es un hombre muy amable y servicial.

Esta semana, Ernest nos pidió a todos que escribiéramos una carta explicando por qué experimentamos culpa del superviviente. Dice que no tenemos que compartirla, pero que es importante que comprendamos de dónde proviene el dolor. Así que este es mi intento.

Tengo culpa del superviviente porque soy una víctima del Carcelero.

No, esa no es la razón. Y mierda, que no debo decir que soy una víctima. Ernest dice que somos supervivientes. Sobrevivimos por una razón. Nadie nos puede victimizar aparte de nosotros mismos. Pero, a veces… no me siento como una superviviente. Siento que, quizá, debí ser yo quien muriera. Quizá no merezco estar aquí. Y esa es la verdad: siento culpa porque no creo que mi vida valiera tanto como la de Carla.

Llegué a conocer bien a Carla. Pasamos mucho tiempo encadenadas la una a la otra. Estábamos atadas al piso por un mismo candado desde nuestras manos y pies. Ambas estábamos atoradas en una posición de U, con nuestras espaldas inclinándose hacia la pared. Cuando llegué al ático del Carcelero, me encontraba ilesa, pero Carla estaba herida gravemente. Había estado ahí por meses. Tenía moretones por todas partes de su cuerpo; sangre seca por todos lados. Una porción de su cabello había sido arrancado. Le faltaban dientes. Ese primer día, tenía mucho miedo y me sentía desorientada. Ella me calmó. Me dijo lo que tenía que anticipar. Me dijo quién era el Carcelero y cómo operaba. Su voz era muy confortante. Aún puedo escucharla.

Eso, y sus sollozos.

—Te pedirá que hagas algo. Comenzará por algo pequeño. Será doloroso, ya sea para ti o para mí. Tienes que hacerlo. Si lo haces, te alimentará. Si no lo haces, te matará de hambre.

Traté de asimilarlo, pero nada tenía sentido. Ella suspiró.

—Esta es la única vez que te diré esto: lo siento por lo que te voy a hacer.

Mantuvo esa promesa. Nunca se disculpó de nuevo.

Carla me dijo que tenía tres hijos. Su hijo mayor se estaría graduando de la escuela secundaria pronto. Tenía una familia, una vida. Yo solo era una chica universitaria. Ni siquiera tenía un novio que me extrañase. Pero nada de eso importaba. Cuando era el momento de cumplir sus órdenes, no importaba quiénes éramos.

Siempre se vestía con una máscara de esquí. Era de color naranja claro. Nunca habló. Sostenía cartas en el aire con instrucciones en ellas. Era paciente. Enfermizamente paciente. Supongo que tenía unos cuarenta años, por su estatura y complexión. Un hombre caucásico, en definitiva. Pero no sé nada más allá de eso.

Mi primer comando fue vomitar en Carla. Ocurrió veinticuatro horas después de que fui secuestrada. Tenía hambre y estaba exhausta. Le dije que no entendía. Él solo agitó la carta agresivamente. Carla me dijo, por lo bajo, que lo hiciera. Si lo hacía, nos alimentaría. Pude contemplar la mirada de Carla; ella sabía que esto no era la peor parte.

Traté de vomitar, pero sin mis manos no había mucho que pudiera hacer. Estaba llorando y le rogaba que nos dejara ir. Después de diez minutos, rompió la carta y me la tiró. Fue entonces cuando Carla se lanzó en mi dirección. No sabía que pudiera jalar las cadenas tan firmemente. Cayó sobre mí y clavó sus dientes en mi hombro. Grité y traté de quitármela de encima. Su mandíbula se hundió aún más y, con una sacudida violenta, me arrancó la piel de mi cuerpo. Manó sangre. La impresión de ello me hizo desmayarme.

Me desperté un tiempo después. Carla permanecía sentada frente a mí. Cuando la vi, traté de distanciarme tanto como pude. Las cadenas se frotaron contra mis muñecas expuestas. Ella negó con la cabeza, decepcionada.

—Tienes que hacer lo que dice.

—¡¿Por qué mierda hiciste eso?!

—Porque fallaste. Si no te hería, no habría comido. Pero ahora estoy llena y tú aún tienes hambre.

Giré mi cuello para tratar de ver mi hombro. La piel había sido desgarrada. Podía ver la silueta de sus dientes en mi carne. Irradiaba dolor desde ella hacia todo mi cuerpo. Carla solo negó con su cabeza y miró al suelo.

El Carcelero abrió la puerta de nuestra prisión y entró. Más tarde, descubrí que estábamos en un ático. Ahora sé que fuimos retenidas en la casa de un anciano que el Carcelero había matado hace meses. Supongo que nadie extraña a las personas de la tercera edad. La casa estaba a la mitad de la nada, a kilómetros de la casa siguiente.

Tirité a medida que el Carcelero tomó asiento a nuestro lado. Vestía su máscara de esquí usual. Sostuvo una carta para Carla. Decía: «Trágate su saliva».

Me observó fijamente.

—Escupe en mi boca —gruñó.

—Ni… Ni siquiera creo que pueda.

Azotó sus cadenas:

—¡Hazlo!

Me chupé las mejillas. No había tomado nada de agua en demasiadas horas. Apenas había algo de humedad en mi boca. Amasé lo más que pude sobre mi lengua. Ella abrió su boca tan ampliamente como era posible, y escupí en sus labios. Lo sorbió como vino. Mi estómago vacío se revolvió. Ella actuaba como si esto fuera nada.

El Carcelero no mostró ningún signo de aprobación o desaprobación. Simplemente sostuvo la siguiente carta frente a mí. «Rómpete la mano».

—¿Qué? —No me había dado cuanta de cuán sonora podía ser mi voz sedienta.

—Solo hazlo —dijo Carla, con cansancio—. En verdad no quiero probar tu sangre de nuevo.

Contemplé mi mano, justo como lo hago ahora. Los huesos nunca sanaron correctamente. Están dentados. Casi se ve como una pila de trozos de hueso revestida de piel. Ahora puedo usar mi mano, apenas. Me hace sentir tanta pena. Cada vez que le doy un vistazo a mis dedos maltrechos, recuerdo haber apaleada las cadenas contra mi mano una y otra vez. Los sonidos de agrietado y las sacudidas de dolor parpadean en mi memoria. La manera en la que Carla ni siquiera se inmutó.

Había visto cosas mucho peores.

Comencé a llorar, tanto por el dolor como por la situación. El Carcelero no emitió ningún sonido. Simplemente bajó la carta. Había hecho lo que quería. Se fue por un momento y regresó con dos cenas de microondas. Carla y yo nos atiborramos la boca, limpiando el plato con la lengua. El Carcelero nos observó. Quizá le gustaba la desesperación de nuestro festín. O quizá se sentía ambivalente. No podíamos ver nada detrás de su máscara de esquí anaranjada.

Después de que habíamos terminado, y de que el Carcelero se había ido, ya estaba planificando. Lo bueno de una mano rota, era que podía deslizarla por las cadenas. Carla me miró en silencio a medida que sacaba mi mano blanda de su celda. Los ojos de ella me decían que tuviera cuidado. La ignoré. No había manera de que fuera a pasar por eso de nuevo.

Usé mis dedos rotos para palpar el piso a mi alrededor. Quizá había algo ahí que me ayudara a liberarme. Carla negó con su cabeza, desesperanzada.

—Es inútil —me dijo, sin siquiera mirarme.

Pasé horas barriendo el piso de madera con mi mano. Nada. No había ninguna uña caída o superficie astillosa. Sollocé en silencio conforme me estiraba tanto como podía hacerlo. En algún punto de la noche, cuando Carla se había quedado dormida, encontré algo.

Era una rata bebé. Sin pensarlo, la agarré. El sonido de crujido de mis huesos fracturados era vomitivo. Pero sostuve mi agarre. Chilló y trató de escapar, pero usé toda mi fuerza para mantenerla quieta. No estaba segura de cómo una rata bebé me podía ayudar a escapar. Miré a sus aterrorizados ojos negros. Sentí un retorcimiento. Y fue entonces cuando se me ocurrió. Si no podía forzar la cerradura con una uña…

Carla estaba profundamente dormida. Cerré mis ojos. Esto no iba a ser agradable. Aún puedo saborear la combinación de pelaje y sangre en mi boca en tanto desgarraba a la rata bebé con mis dientes. Chilló. Lo más humano habría sido partirle el cuello, pero necesitaba la espira dorsal intacta. En vez de eso, corté su piel. Una vez que había hecho un agujero lo suficientemente grande, usé mi mano buena para pescar la espina. La rata se había rendido y se estaba desangrando. Mi rostro estaba cubierto en sus entrañas. Cuidadosamente, retiré la espina. Era pequeña, pero, con suerte, sería suficiente para liberarme de mis ataduras. Incapaz de sentir piedad, tiré la rata a un lado. No sé cuánto tiempo le tomó morirse.

Pasé la siguiente hora tratando de abrir el cerrojo. Solo necesitaba abrir el candado de mis pies. Era un candado viejo, así que debía tener el cuidado de no quebrar el hueso. Estaba salivando mientras trabajaba. La libertad estaba tan cerca. No estoy segura de cuánto tiempo me tomó para deshacer el seguro, pero cuando un tenue sonido de clic irrumpió en la noche, grité triunfante.

Desperté a Carla. No me importó. Removí las ataduras de mis pies y forcejeé con las cadenas alrededor de mis manos. Carla empezó a entrar en pánico.

—No, no. Detente. Él…

Pero ya estaba libre. Temblando, me puse de pie. Habían pasado días desde que estuve de pie. Mi cuerpo se sentía débil y cansado, pero estaba lista. Sabía que saldría de ahí.

Mi grito no solo había despertado a Carla. El Carcelero abrió la puerta de golpe, observando a mi pequeña complexión libre de sus cadenas. Estaba preparada para pelear con él. Incluso en mi terrible estado, hubiera preferido morir a ser su prisionera de nuevo. El Carcelero me miró de pies a cabeza, y luego caminó justo a mi lado. Se arrodilló cerca de Carla, quien estaba vez estaba sollozando. Volteó su cabeza hacia mí y me gesticuló con su mano que me fuera.

—¿Simplemente me vas a dejar ir? —pregunté, paralizada.

Él asintió. Me gesticuló de nuevo que me fuera y, con su otra mano, dibujó una línea por el cuello de Carla. Comprendí a lo que se refería. Si me iba, iba a matar a Carla. Me detuve. Mi humanidad reptó de vuelta. Carla era una buena persona. Trató de ayudarme. ¿Podría dejar que muriera?

Ella no rogó por su vida. Solo lloró y me observó, de ojo a ojo. Sabía lo que tenía que hacer.

Y fue así como escapé. Escapé de esa terrible casa y nunca volteé hacia atrás. Corrí por kilómetros, tropezándome con los obstáculos más insignificantes. Pero al final encontré otra casa y ellos llamaron a la policía por mí. Fui llevada al hospital de emergencia y se me dio tratamiento para mis heridas.

Viví. ¿No es eso para lo que los humanos nacemos? Sobrevivimos a pesar de los costos. Y, aun así, el rostro empapado en lágrimas de Carla me acecha. Debió haber sido ella quien sobreviviera. Ella era la fuerte. La buena. La que tenía una vida. Ernest me dice que yo no maté a Carla; el Carcelero lo hizo. Pero la verdad es que bien pude haber sido yo.

Ahora necesito terminar esta carta. La leeré mañana en el grupo. Ernest dice que volver a la escena del crimen, incluso en tu memoria, puede ser terapéutico. Pero eso es lo que los criminales hacen. Revisitar sus crímenes.

No sé por qué nos pidió que escribiéramos esto. No cuestiono sus métodos; solo quiero cierre. Quiero sentir que hice lo correcto. Casi desearía que el Carcelero estuviera aquí para recompensarme con una cena fría, pero nunca lo atraparon. Dejó el cadáver de Carla en el ático, a medio comer por ratas.

Culpa del superviviente… ¿algún día desaparece?

Ernest diría que no. Porque, si se fuera, ¿qué motivo tuvo el Carcelero para liberarme? Me reclamó como su víctima, a pesar de que sigo con vida.

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La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por EZmisery:
https://reddit.com/r/EZmisery/

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