Un granjero de unos cincuenta años de edad, tras comprar abono en la ciudad, se dispuso a regresar a su campo, hasta que vio una venta de garaje. Por curiosidad, decidió echar un vistazo para ver si algo le llamaba la atención. Entre cosas y cosas, algo le pareció interesante: dos espantapájaros bien hechos y armados. La diferencia era que, en vez de una estaca para sujetarlos, eran dos estacas, una cada pierna, simulando como si pudieran caminar. Al granjero le pareció bueno tenerlos, pensaba en empezar a cultivar alguna cosa y los espantapájaros se desharían de las molestas aves. Y el precio era barato, por lo que no dudó en llevárselos.
Al llegar a su campo, bajó de la cajuela el estiércol y los dos espantapájaros. El estiércol lo usó para abonar sus plantas y los espantapájaros, que guardó en su cobertizo para cuando hiciera ese cultivo.
En esa noche, durmiendo, el granjero se despertó por un ruido, como si algo cayera. Tomó su escopeta (que tenía debajo de la cama para defensa) y se dirigió afuera creyendo que eran ladrones. Disparó hacia arriba, intentando intimidar a los ladrones, pero solo fueron los espantapájaros cayendo afuera del cobertizo. Sin darle importancia, los guardó de nuevo y se fue a dormir
La segunda noche fue más extraña. De nuevo, en medio del sueño, un ruido despertó al granjero. Con escopeta en mano, salió de su habitación a ver qué era: los dos espantapájaros tirados en el suelo la sala. Eso lo atemorizó mucho, pero esta vez decidió vestirse y se llevó a los espantapájaros a su galpón (ubicado a 150 m de su casa) y los guardó ahí bajo llave.
Otra noche más, solo que no se levantó por un ruido; fue por la alarma de las seis de la mañana, indicando que era hora de levantarse. Encendió la lámpara de su cama y ahí estaban: los espantapájaros apoyados en su puerta. El miedo lo invadió y, en un impulso, tomó su escopeta y le disparó a ambos hasta que se le agotaron los cartuchos. Se los llevó afuera, a su patio, juntó leña, colocó a los espantapájaros en tierra muerta y alrededor colocó la leña como una hoguera, y eso fue, ya que le encendió fuego a la hoguera esperando que se quemaran esos muñecos de heno hasta no quedar nada. Al apagarse la hoguera, el granjero se disponía a limpiar las cenizas, y, entre la limpieza, halló huesos: no huesos de animales, huesos de persona, porque entre los huesos halló un cráneo y de eso dedujo mucho. Tras llamar a la policía, buscaba entre las cenizas más huesos y, mientras tanto, pensó: «¿Será posible que la leyenda era cierta? Pero…».
En ese momento, la policía acababa de llegar. Empezó a analizar los huesos encontrados, y en los resultados del análisis se mostró que eran huesos de niños entre cinco y ocho años de edad. Un detective, como si este caso abriera un efecto dominó, buscó archivos de desaparecidos. Doce casos de niños desaparecidos entre cinco y ocho años (algún caso de uno de nueve años) en mayo del año 1992. «¿Por qué doce niños desaparecieron? ¿Habrá alguna coincidencia con el caso y con los huesos de niños encontrados en espantapájaros?», eran preguntas que el detective se hacía, pero, por seguridad, se mandó una notificación a todos los policías a encontrar espantapájaros.
«Revisen su contenido, y cuando se den cuenta, avísenme».
1 comentario
Amo los creepypastas cortos, y este cumple su cometido de ser perturbador en pocas palabras. Si la revelación se hubiese guardado para las últimas líneas probablemente habría quedado mejor, o si algún segundo final poderoso hubiese ocupado el lugar del final actual; pero el daño hecho no es drástico y no distrae lo suficiente. No es tu mejor historia, por supuesto, pero no le quita mérito.