Los ataúdes solían ser construidos con un agujero unido a 1.8 metros de tubería de cobre y una campana. La tubería le permitía respirar a las víctimas que habían sido enterradas bajo la impresión equivocada de que estaban muertas.
Tras oír una campana sonar por la noche, Harold, el sepulturero local de un pueblo pequeño, fue a ver si eran niños jugando a ser espíritus; a veces también era el viento. Esta vez no era ninguno de los dos. Desde abajo, una voz lloraba y clamaba por ser desenterrada.
—¿Eres Sarah O’Bannon? —preguntó Harold.
—¡Sí! —respondió la voz sofocada.
—¿Naciste el diecisiete de septiembre de 1827?
—¡Sí!
—La lápida dice que moriste el veinte de febrero de 1857…
—¡No, estoy viva, fue un error! ¡Desentiérrame, libérame!
—Lo siento por esto —dijo Harold, parándose en la campana para silenciarla y empezando a obstruir con tierra la entrada de aire por la tubería—, pero estamos en octubre. Sea lo que sea que eres, estoy seguro de que no estás vivo, y no vendrás a la superficie.
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1 comentario
Ufff buenísimo