Siempre, cada vez que le preguntaba a mi papá qué era lo que estaba haciendo en el sótano, su respuesta era la misma:
«Te lo mostraré cuando tengas la edad suficiente».
Imaginé que se refería a la edad requerida para conducir, para que pudiera hacerle el favor de botar los cuerpos en el bosque. O quizá la edad suficiente para beber, permitiéndome conquistar nuevas víctimas en bares de mala muerte. O, posiblemente, la edad suficiente para portar armas, y así poder participar en las matanzas con mayor eficiencia.
Verán, hay una cosa que deben saber acerca mi padre: es un asesino serial hecho y derecho.
Oh, se lo esconde muy bien al mundo exterior. Pero, a decir verdad, he sabido de su sucio secretito por años. Apenas a mis quince años, avisté a mi querido padre arrastrando una lona amontonada por la puerta principal a plena noche. Luego vinieron las manchas sangrientas en su ropa, los gritos de horror desde el sótano, la cadena interminable de citas atractivas. No hizo falta un genio para sumar dos más dos.
Independientemente del tipo de carnicería que deleitara a mi papá, sabía que una cosa era segura: no veía la hora de unirme a la diversión. Juntos, crearíamos el equipo perfecto; padre e hijo, atrapando y deshaciéndonos de nuestras presas como compañeros de pesca. Prácticamente era mi derecho por nacimiento.
A solo unos días de mi cumpleaños dieciocho, mi papá finalmente decide revelarme lo que estaba pasando.
Con la elocuencia de siempre, me explica la naturaleza de su vocación homicida. Cómo, desde que mi mamá lo abandonó hace años, ha devastado y asesinado a mujeres hermosas por deporte.
«Spencer, quiero que te quedes con mi legado», anuncia. Ante esto, simplemente asiento con admiración.
Procediendo al sótano, descubro que es tan catastrófico como había esperado. Cadenas, cuchillos de carnicero, pilas de miembros desmembrados; todo está ahí abajo. Por horas, inspecciono atolondradamente los múltiples instrumentos de tortura. Con solo sostenerlos en mis manos, puedo sentir su peso verdadero: todas las vidas que han reclamado, toda la miseria que han infringido.
«Papá, esto es asombroso —confieso—. ¿Sabes? En realidad no tuviste que haber esperado todo este tiempo para contarme».
«Bueno, hijo —Mi papá sonríe y un toque de malicia aparece en su voz—. Como te lo he mencionado en varias ocasiones, necesitaba que tuvieras la edad suficiente…».
Hace una pausa y ensancha su sonrisa: «La edad eficiente para la pena de muerte».
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