Mi familia estadounidense adinerada

9 minutos de lectura

Soy parte de una familia estadounidense rica, en un suburbio estadounidense rico, lleno de personas estadounidenses ricas.

La vida es un infierno.

Cada mañana, yo y el resto de las Esposas nos levantamos a las cinco en punto. Quince minutos de trote por el vecindario, cinco minutos en la ducha (puesta en agua helada), veinte minutos para el cabello y el maquillaje, y luego cinco minutos para vestirnos. Si hemos logrado esto a tiempo —es decir, antes de las 5:45 a.m.—, es posible que se nos permita algo de comida sólida con nuestro café.

Vivimos en Suburbia. Blanca, adinerada y restringida. No se nos permite salir. Mi familia son los Rogers: el Esposo, el Niño y la Niña.

Limpiar, cocinar y organizar. Empacar los almuerzos. Darle un saludo de despedida a Niño, Niña y Esposo. Regar las plantas. Hacer las camas. Limpiar y organizar. Saludar a los Niños y Esposo. Cocinar, limpiar y organizar. Rezar. Irse a la cama. A veces, mi Esposo me gesticula que me ponga de espaldas para que me pueda coger, comunicándose con: «De espaldas. Ponte de espaldas. Sííííí. Justo así. Dios. Sí. Dios», como si fuera una niña retrasada o algún animal. Cuando ha terminado, se da la vuelta y ronca.

No es alentado socializar el uno con el otro, pero tampoco es amonestado. También tengo conversaciones con las Esposas de nuestros vecinos que consisten enteramente en charlas casuales. Quizá almuerce en la Cafetería para Damas con un «amigo».

No es perfecto. Ni siquiera es agradable la mayoría del tiempo, pero es algo. Una demostración de que debajo de esas sonrisas con labial rosa, voces animadas y peinados perfectamente estilizados, no estamos solas.

Esas sonrisas con labial rosa que siempre eluden la mirada.

A John Rogers le gustan las rubias de ojos azules, narices respingadas y facciones seductoras. Le gustan en el rango de altura de 170 a 180 centímetros. Le gustan delgadas, con cuerpos casi andrógenos y de edad entre los veinte y veintiséis años. Si cualquiera de esas cosas cambian, o nos hacemos demasiado viejas, llamaría a la Agencia para solicitar un modelo nuevo.

Me dicen que mi nombre es Lana Rogers. No lo es. No sé cuántas Lana Rogers ha habido antes de mí, pero el Niño y la Niña ya son adolescentes, así que debieron de haber habido varias. Pero lo que sí sé, es que nací el 21 de noviembre de 1991. Hoy cumplí veintiséis años.

Dado que mi mente fue totalmente borrada durante el condicionamiento, diría que mi primer recuerdo fue haber estado dentro de ese auto lujoso de la Agencia a medida que nos estacionábamos en la casa de los Rogers.

—¿Recuerdas esto, cierto? —dijo el hombre sentado conmigo en el asiento trasero—. Sí lo recuerdas.

—Si —reafirmé. Me habían mostrado muchas fotografías de aquí.

Se me permitió salir del auto. Caminé por la grama retocada del patio hacia la puerta frontal, la abrí, y fui directamente hacia la cocina. El Niño y la Niña estaban sentados ahí haciendo sus tareas. Alzaron la mirada cuando entré.

—Hola, mamá.

—Hola, campeón. Hola, cariño.

—¿Qué hay para almorzar?

Sabía cómo responder eso. Había sido interrogada sobre ello una y otra vez. Con una de esas sonrisas con labial rosa, fui al refrigerador y lo abrí.

—¿Qué les gustaría?

Mi esposo había llamado a la Agencia con seis semanas por adelantado, tal y como dictaba el protocolo, y me habían seleccionado y secuestrado de… Bueno, de fuera donde fuera que provenía. Aunque la mayoría de las especificaciones de los regímenes de entrenamiento y condicionamiento se habían perdido en mi mente, a veces tenía destellos de ellos. Música ininterrumpida, diálogos, fotografías y un hambre aplastante.

Pero no importaba.

Había sido la Esposa y Madre de los Rogers por una semana cuando vi a Janet Brown por primera vez. Por alguna coincidencia, habíamos ido a nuestros jardines traseros al mismo tiempo para regar las plantas. A don Brown le gustan las pelirrojas de ojos verdes, narices chatas, y llenas de sonrisas. Le gustan en el rango de 160 a 170 centímetros. Le gustan delgadas pero voluptuosas. Le gustan entre las edades de veinticinco a veintinueve años.

—Buenos días —me dijo.

—Buenos días —contesté.

Sonreímos. Nuestros ojos se cruzaron y se enlazaron en una mirada fija, y noté algo que envió un estremecimiento por mi estómago: su sonrisa, a diferencia de todas las otras Esposas había visto, era roja como el Infierno.

Realmente no sé si tenía la capacidad para desear a una mujer desde antes de que me convirtiera en una Esposa. Pero después de algunos días de cortejo tentativo, cuando Janet se saltó la cerca, inclinó su quijada y se puso de puntillas para besarme, me descubrí besándola de vuelta.

La vida se tornó más brillante después de eso. Mis despedidas hacia los Rogers por las mañanas se volvieron solo un poco más entusiastas, porque sabía que una vez que se fueran, iba a poder salir por el jardín para estar con Janet hasta que regresaran a casa.

Solíamos hablar con mucha frecuencia. Nos quedábamos ahí, fuera de vista entre los arbustos y matorrales, y nos abrazábamos y charlábamos y llorábamos. Nos quitábamos a besos las lágrimas en nuestros rostros. A veces hacíamos el amor. Era una manera de olvidar y de no sentirnos solas; Lana y Janet contra Suburbia.

Pasaron los años. El tiempo. Nos enamoramos.

—Oye —me dijo una vez—. En verdad me gustas.

Me reí y bajé la mirada hacia la posición vagamente comprometedora en la que nos encontrábamos.

—Me doy cuenta.

Se acercó para retirar un mechón de cabello de mi rostro con su pulgar. Y luego, con esa sonrisa roja devastadora, dijo: «Así no. Eres tan hermosa. Pero he hecho cosas con otra Esposa antes, y tú eres diferente a ella. Te he conocido por todo este tiempo, y joder que me gustas mucho, pero mucho».

Nuestras fechas de caducidad se avecinaban.

Una noche, una camioneta se estacionó frente a la casa de los Brown. Partió no mucho tiempo después. Y la mañana siguiente, cuando fui al jardín trasero para encontrarme con Janet, no estaba ahí.

—Buenos días — le dije a la pelirroja de ojos verdes y nariz chata que estaba regando las plantas.

Me lanzó una sonrisa con labial rosa. Una puta sonrisa con labial rosa.

—Buenos días.

Janet había sido Reemplazada. Se había ido. Se había ido, se había ido y nunca más la iba a ver. Estando de pie en ese momento, pude haber caído sobe mis rodillas y vomitado el café que había tomado para el desayuno.

Pero eso no sería suficiente.

Así que levanté la regadera y me obligué a decir:

—¿Cómo te encuentras esta mañana?

Esa noche, se me ocurrió que ya había completado más de la mitad de mi racha como la Esposa y Madre de los Rogers. Tenía veintitrés años de edad. Lenta pero seguramente, me estaba convirtiendo en noticias del pasado. Leche agria. Carne muerta. John Rogers, quien alguna vez me había dejado adolorida por la urgencia de sus cogidas, se estaba empezando a cansar de mí.

Esa noche quemé la cena por primera vez en la historia. John se puso de pie, azotó mi rostro contra la mesa del comedor y gritó hasta quedar afónico mientras el Niño y la Niña observaban sentados.

—Perra inútil. Zorra fea, ¡maldita furcía estúpida de mierda!

Más tarde, cuando todos los demás estaban durmiendo, él fue a usar el teléfono. Recuerdo haber estado recostada en la oscuridad, abrazando mi rostro amoratado, hecha un ovillo y tratando de respirar. ¿Y si estaba llamando a la Agencia? ¿Y si hacía que me llevaran y Reemplazaran como a Janet?

Luego John llegó y se acostó en la cama. Juntos, lado a lado, reposamos y contemplamos el techo. El silencio pareció haber durado una eternidad. Y entonces dijo, finalmente:

—No lo vuelvas a hacer, Lana.

—No lo haré —aseveré—. No lo haré, John.

Pese a que pudo haberme hecho más fácil la vida, no habría sido capaz de involucrarme con la nueva Janet Brown. Sin importar cuánto se haya parecido a mi Janet, era demasiado diferente. O quizá era muy semejante a todas las demás, con su boca rosada y ojos inertes.

Nuestros vecinos de al lado eran los Millers, y eran enanos y gordos. Esposo Gordo, Niño Gordo 1, Niño Gordo 2 y Bebé Gorda. El único miembro de la familia que no era gordo era la Esposa, Susan. Prácticamente era una amazona. Supongo que don Miller debió de haber especificado su gusto por mujeres fuertes.

Susan fue la única Esposa que he sabido que enloqueció.

Hace alrededor de un año, John y yo fuimos despertados tarde por la noche por gritos. Nos miramos el uno al otro, unidos bajo la misma confusión, antes de apresurarnos al piso de abajo y luego hacia afuera para ver qué era lo que estaba sucediendo.

Verán, los Millers tenían una parrillada de cerdo anual. Todas las familias de la calle estaban invitadas. Todos nos reuníamos alrededor de la asadora después de unas cuantas horas de risas y socialización forzada, y Susan nos cortaba rebanadas saladas de carne de cerdo. Siempre tenían un sabor fenomenal.

Pero la carne que se encontraba en su césped acicalado se veía mucho menos apetitosa de lo usual. Carne gruesa y sudorosa, cabello marrón grasoso y gafas redondas que de alguna forma habían permanecido en su rostro a pesar del tormento que había soportado. Una barra de acero fue impuesta por su culo, cuyo extremo traspasaba su garganta con una punta roja flamante.

—¡Debiste haber ordenado la maldita cosa por adelantado! —estaba gritando Susan mientras se desplazaba de arriba hacia abajo frente al cadáver rostizado de don Miller, pasándose las manos por su cabello y gesticulando con su cuerpo escandalosamente—. ¡No iba a llegar a tiempo, cerdo estúpido! ¡Tuve que hacerlo! ¡No tuve elección! ¡Esto es tu culpa! ¡Tú avergonzaste a la familia! ¡No es mi culpa! ¡No es mi culpa!

Después de que transcurrió un minuto de esto, John y yo observamos con un silencio perplejo cómo una camioneta blanca se estacionó afuera de la casa y cuatro hombres se precipitaron hacia afuera. Susan fue embestida, esposada y luego fue puesta de pie y arrastrada a la parte trasera de la camioneta. Pataleó y chilló por todo el camino: «¡No! No, no… La parrillada es hoy y soy la anfitriona. Soy una buena anfitriona… Bájenme». Pudimos escucharla incluso cuando el auto iba a media calle.

Se deshicieron del cadáver. Se deshicieron de los Niños Gordos y de la Bebé Gorda. Una nueva familia se mudó alrededor de tres semanas después. John murmuró algo acerca de una inspección de enfermedad mental para las Esposas y de cómo los métodos de condicionamiento necesitaban ser modificados.

Nunca vi a Susan de nuevo.

Hoy es mi turno, y solo puedo sentarme a esperar. La policía local está en los bolsillos de la Agencia, y no me sorprendería si su influencia se extendiera mucho más allá; el dinero es poder. Pero no los controlan a todos, ¿cierto? No controlan las mentes de ustedes.

Incluso si yo no puedo recordar quién soy, es posible que alguien más lo haga. Ya les he dado mi descripción, mi fecha de nacimiento y ya han de saber el momento en el que desaparecí. Si esto se conecta con alguien, o si solían conocer a una persona que pueda ser yo, entonces díganle a mi familia que los amo y que lo siento. Apuesto que debí de haber pensado mucho en ellos durante el condicionamiento en la Agencia. Y si no tengo una familia, transmítanles el mismo mensaje a mis seres queridos.

Tuve que haber tenido a alguien. Tuve que haber tenido algo.

La camioneta se acaba de estacionar afuera.

===============

Anterior | Todos los Creepypastas | Siguiente

La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por aliceinvunderland:
https://reddit.com/user/aliceinvunderland/submitted/?sort=top

Creepypastas

Please wait...

¿Quieres dejar un comentario?

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.