6:05 p. m.

Le entregué el sobre tan pronto como había cerrado la puerta del auto.

—Cuéntalo. Todo está ahí.

Él levantó una ceja.

—Buenos días para ti también.

Terminó de contar la pila de billetes enseguida, lo cual no me sorprendió. Probablemente había hecho esto muchas veces antes.

Una inclinación ligera de su cabeza me indicó que era la cantidad correcta.

—Oye, te tengo que preguntar: ¿estás cien por ciento seguro de que quieres hacer esto?

—Sí. Mi decisión está tomada. Ya no puedo seguir viviendo con ella. Es fría, exigente y controladora, pero tampoco puedo dejarla, porque sé que perderé todo si lo hago. Preferiría arder en el Infierno.

Levantó una mano.

—Bien, bien. Te entiendo. Solo me quiero asegurar porque una vez que está hecho, no se puede deshacer.

—Estoy al tanto de eso.

Se encogió de hombros.

—Bueno, pues. Repasémoslo una vez más. La cena es a las seis en punto. Toco el timbre a las seis con cinco. Luego un disparo limpio en la frente, estilo de ejecución.

—Sí, por favor. Que sea rápido, e indoloro, si es posible.

—Hágase tu voluntad.

…

Mi esposa y yo estábamos comiendo la cena acompañados de nuestra tensión silente habitual; las miradas en los platos, en vez de en el otro.

Me sentía sorprendentemente tranquilo, ni siquiera me retraje cuando escuché el timbre. Cuando ella empujó su silla hacia atrás para levantarse, la detuve con una palma extendida.

—Descuida —Observé rápidamente mi reloj de mano, comprobando que eran las 6:05 p. m.—. Yo iré.

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