Estoy compartiendo esta historia porque fui obligado a escucharla el Halloween pasado, y me siento tan descolocado y con una comezón tan maldita, que necesito sacarlo de mi sistema. Estoy seguro de que algunos de ustedes van a pasar por alto esta pequeña rabieta y saltarán al jugo de la historia, porque pueda ser que estén pensando: «Hey, yo tengo un estómago fuerte». Bueno, pues adelante. Saquemos las cosas aburridas del camino: mi abuelo fue reclutado por el ejército, y dado que era de baja estatura y delgado, fue la rata de túnel perfecta. Esos eran los sujetos que se escabullían por los túneles ridículamente estrechos que los soldados vietcong utilizaban para transportar personal y armas, y para colocar trampas y todo lo demás. Y cuando digo que eran estrechos, es porque eran estrechos. Aquí está una fotografía.
Así que un día mi abuelo se estaba arrastrando por un túnel y sucedieron algunas cosas malas. Primero, las otras dos personas con él fueron asesinadas por un vietcong solitario mientras estaban paradas afuera del agujero. Estar a unos cuantos metros bajo tierra, y habiendo recorrido unos seis metros del trayecto, significó que mi abuelo no pudo ver quién los había atacado ni pudo saber si alguien había sobrevivido. Asumió que el vietcong iba a comenzar a tirar granadas por el túnel dentro de poco, y estaría acabado, pero no hubo señal de ningún ataque después de algunos minutos. Mi abuelo dio un suspiro de alivio y comenzó a moverse hacia adelante de nuevo. No obstante, un momento más tarde empezó a caer una tormenta. El túnel se empezó a llenar con agua.
Ahora bien, para un túnel a medio terminar y sin soporte —como en el que se encontraba—, una tormenta generalmente implicaba la muerte para una rata de túnel. Mi abuelo había escuchado historias de terror acerca de compañeros de escuadrón que habían perdido a otros bajo tierra, a quienes nunca habían vuelto a ver. Supuso que él sería uno más, pero no iba a caer sin dar pelea.
Se arrastró hacia adelante. Cargaba consigo una pequeña pistola y una linterna. En un principio, había sido enviado bajo tierra para emboscar a unos soldados vietcong que se creía que estaban escondidos en una de las cámaras más grandes del túnel. Mi abuelo se iba a arrastrar, los iba a sorprender, les iba a volar los sesos y se escabulliría de vuelta hacia afuera. O al menos había sido así como transcurrieron sus primeros tres viajes por túnel. Este, su cuarto viaje, no iba muy bien.
El túnel se achicaba a medida que se arrastraba. Enfrente de él, escuchó la precipitación de agua. Pensó que eso podría significar que la cámara principal estaba cerca; se equivocó. El sonido era de la tierra lodosa arriba de él, derritiéndose y sellando el túnel que estaba más adelante. Fue acá cuando comenzó a entrar en pánico. Aunque no se encontraba a una profundidad mayor —quizá a solo un metro bajo tierra—, sabía que si no comenzaba a excavar muy, muy rápidamente hacia arriba, sería un hombre muerto. Sus uñas se partieron y se cortó las manos gravemente, pero fue capaz de sacar parte de su brazo y rostro afuera del lodo.
No pudo proseguir. Su espalda baja estaba empujada con fuerza hacia la tierra y el ángulo lo tenía torcido en una forma de «U» alongada. Sus piernas estaban atascadas. Arriba de él, treinta centímetros cuadrados de luz estaban brillando desde donde hubiera podido escapar si no estuviera atrapado. Sabía que si empezaba a llover de nuevo, se ahogaría.
Pero la lluvia no llegó. Los insectos sí. Primero fueron las hormigas. Por suerte, no fueron las hormigas rojas grandes de las que todo el mundo estaba aterrorizado por ahí. Esas con la mordida que se siente como si te hubieran disparado. En cambio, estas eran diminutas y negras, pero había muchísimas. Mi abuelo conjeturó que cuando el túnel se vino abajo, debieron de haber sido sacadas de sus hogares. Ahora se estaban arrastrando por su cuero cabelludo, rostro y cuello. No lo mordieron, pero hacían cosquillas y le daban comezón. Las que se desplazaron hacia sus labios fueron lamidas e ingeridas, pues mi abuelo había presentido que pasaría mucho tiempo sin comida.
Después de un tiempo, las hormigas perdieron el interés. Pero las moscas se convirtieron en un problema. Para entender por qué, tienes que saber en qué posición estaba atascado. El ángulo retorcido e incómodo de su cuerpo había dejado un brazo estirado enfrente de él, pero su hombro y espalda baja no podían ser movidos. Así que tenía un poco de movimiento en su brazo superior, muñeca y mano, pero todo por debajo de su codo básicamente estaba paralizado. ¿Por qué es relevante esto? Porque su axila estaba expuesta. No mucho, quizá solo algunos centímetros de abertura, pero eso fue más que suficiente para las moscas. Y estaban muy, muy atraídas por la axila cálida y húmeda.
Durante el transcurso de una hora, veinte a treinta moscas gordas de color café oscuro se dirigieron hacia su axila derecha. Se quedaban por un tiempo, usualmente no más de seis o siete moscas en un momento dado, antes de que se fueran volando. Por supuesto, mientras estaban adentro, lo mordieron. El dolor era agudo y terrible, según lo describió. Le recordaron a esa comezón profunda y punzante de las moscas de caballo halladas en la playa cerca de donde había crecido cuando era niño. Y no podía impedir que siguieran haciéndolo. Solo apretó sus dientes.
A medida que el sol bajaba, las moscas comenzaron a perder su interés y se fueron volando. Supo que unas cuantas se habían quedado a hacer un nido porque sentía movimiento contra el vello de su axila, pero la mayoría se había ido. Ahora solo quedaron los mosquitos para atormentarlo con mordidas infinitas y gargantas sin fondo. Durmió, de alguna forma.
A partir del momento en el que salió el sol, nuevos insectos lo visitaron. De todos los insectos grandes y tropicales que había visto en Vietnam, estaba agradecido hasta el momento por haber evitado a los ciempiés gigantes de los cuales había oído hablar. Cosas furiosas y enormes, tan grandes como el antebrazo de un hombre, y tan gruesos como una botella de cerveza. Uno de sus compañeros de escuadrón más sádicos escondió uno en el catre de otro pobre bastardo. Le mordió los pies y dedos diez veces antes de que siquiera se pudiera salir de la cama. Mi abuelo incluso odiaba a los pequeñitos que encontraba a veces en el sótano de su casa, así que la idea de uno gigante hacía que su sangre se pusiera fría. Mira cómo se ven. Dios te libre.
Cinco minutos después de que había abierto sus ojos a la luz de la mañana, uno de ellos se arrastró sobre su mano y se enroscó alrededor de su muñeca. Mi abuelo estaba demasiado aterrorizado como para moverse. El poco movimiento que aún conservaba en su mano y muñeca pudo haber sido suficiente como para sacudírselo, pero no se quiso arriesgar. Así que esperó. Aparentemente, a la cosa le gustaba mi abuelo, porque permaneció encima de él por mucho más de una hora antes de que mi abuelo ya no pudiera lidiar con el estrés. Trató de agarrar al insecto en su puño, pero al instante que comenzó a moverse, la cosa lo empezó a morder. Mi abuelo fue capaz de darle un buen agarre y lo apretó tan fuerte como pudo.
El ciempiés se partió por la mitad en su mano y derramó jugos desagradables por su brazo. Los dos pedazos de su cuerpo cayeron por el agujero. La parte frontal aún retenía un poco de vida, y, a medida que moría, mordió a mi abuelo en la nariz y en los labios hasta que este se vio obligado a arrancarle la cabeza con sus dientes para acabarlo.
El resto del día se la pasó sufriendo en tanto las moscas hacían un enjambre alrededor del cadáver del ciempiés. No se cansaban de él. Durante horas extenuantes, las vio comer y cagar y coger por todas las partes de ese insecto monstruoso. El jugo en su brazo, el cual se había derramado por todo el trayecto hasta su axila, también era como un néctar de los dioses para las moscas. Más y más de ellas volaban de adentro hacia fuera de la axila. También podía notar que más de ellas se estaban quedando dentro de sus confines húmedos. Los pinchazos, la comezón y las sensaciones de cosquilleo eran más tortuosas que los pedazos asquerosos de ciempiés que se había tragado.
Las hormigas también habían notado el cadáver del ciempiés. Esta vez, las pequeñas hormigas negras no eran la única variante. Los monstruos rojos con las mandíbulas detestables habían llegado. Pero mi abuelo tuvo suerte, pues estaban más interesadas en matar a las hormigas pequeñas que en molestarlo a él. Sí nos contó que una de ellas le mordió la esquina de su ojo izquierdo, pero el dolor había sido mucho más leve que del que «las maricas del campamento siempre se estaban quejando». Fue aquí cuando mi primo le dijo que había desperdiciado su vocación como profesor en el estudio de género, a lo cual mi abuelo simplemente respondió abofeteándolo en el costado de su cabeza y diciendo: «No aprecio los chistes sobre ese campo de estudio». Qué hombre tan complejo.
En fin, de vuelta en el infierno, había empezado a llover. Esta fue una bendición mezclada para mi abuelo. La gran mayoría de los insectos se dispersaron para buscar terreno más elevado, pero estaba bastante seguro de que el agujero se iba a llenar con agua y de que se iba a ahogar. Bueno, no se llenó y no se ahogó. Incluso tuvo la oportunidad de beber un poco de agua de lluvia; había pasado sin comida o agua por un poco más de veinticuatro horas para este punto, así que estaba agradecido de poder haber tragado el equivalente a unas cuantas cucharadas.
Hubo un momento de pánico cuando la tierra debajo de sus caderas se movió hacia abajo y pensó que se iba a caer y quedar enterrado. Pero tuvo suerte de nuevo. El desplazamiento fue menor. Había estado atascado en esa forma de «U» alargada por un tiempo, y definitivamente fue algo positivo que un poco de la presión alrededor de su entrepierna se hubiese aliviado. Fue capaz de menear sus caderas y trasero un poco, y supuso que quizá había algunos cinco centímetros de espacio en esa área, pero nada más que le brindara alguna esperanza de poder arrastrarse hacia afuera.
Se quedó dormido al atardecer y fue despertado antes del amanecer por un dolor severo en su axila. Supo desde un comienzo que las moscas habían estado ocupadas dañando su piel y probablemente comiéndosela. Se había resignado ante ese hecho. Siempre y cuando no fuera otro ciempiés, no se iba a quejar. Pero este dolor era nuevo y era impresionante. Las mordidas llegaron con mucha más frecuencia y sentía muchas de las moscas moviéndose alrededor. Ese dolor, a pesar de su severidad, fue mitigado por lo que vino después. Solo déjenme dar a entender esto: no quiero contar esta parte de la historia. El solo pensar en ello me da dentera. Pero maldición, es esencial para la experiencia. Y me disculpo por adelantado por que tengas que leerlo. Trataré de hacerlo rápido.
La caída de la tierra fue el resultado de una colonia de hormigas que colapsó —una grande—. Todas las hormigas salieron de los vestigios y se habían estado quedando en la superficie de la tierra justo arriba de las caderas de mi abuelo. Pero a medida que él comenzó a acomodarse en la nueva posición a lo largo de la noche, las hormigas se agitaron y lo emboscaron. Y con «él», me refiero a su entrepierna.
Quizá la única cosa que igualó el horror en la sala de estar mientras mi abuelo hablaba sobre las hormigas que se arrastraron dentro de su pene y ano, fue cuán fuerte se rio mi abuela a medida que lo contaba. «¡Tengo que acercarme bastante para ver las cicatrices!», exclamó en tanto lágrimas de risa recorrían sus mejillas. La nueva novia de mi hermano Derek se tornó verde y abandonó la habitación con Derek corriendo detrás de ella. Mi abuelo y mi abuela compartieron un beso y continuaron la historia.
Con hormigas hasta el fondo de su pene y culo, y moscas construyendo un proyecto hogareño en su axila, mi abuelo sufrió por los siguientes dos días en medio de una neblina de dolor y miedo. La ausencia de comida y agua habían cobrado su factura. Nos dijo que esto fue útil en cierta forma. El dolor se hizo menos agudo a través de los altibajos de su estado de conciencia.
Transcurrieron un par de días más y se dio cuenta de que casi había permanecido atascado por una semana. Las lluvias lo habían mantenido hidratado solo lo suficiente como para permanecer con vida. Su axila estaba entumecida por todo el trayecto hasta la última costilla de su lado derecho. Las moscas estaban ignorando lo demás y solo estaban saliendo y entrando directamente a la axila. Las hormigas aventureras habían perdido el interés después de un tiempo, pero, de vez en cuando, sentía una punzada terrible en áreas increíblemente sensibles. Más tiempo pasó.
Un día, por la tarde, escuchó amuniciones. Había estado escuchando lo mismo en buena medida desde que se había quedado atorado, pero siempre fue muy en la distancia, demasiado lejos como para que tuviera alguna esperanza de que fuera a ser rescatado. Pero esta vez fue bastante cerca. Lo sobrecogió una sensación de anticipación, la cual fue arruinada por la preocupación de que había sido encontrado por el bando equivocado. Pero, para su asombro, no fueron los soldados vietcong a quienes había escuchado gritar después de todo el tiroteo. Mi abuelo comenzó a menear su mano con el poco movimiento que podía invocar. Escuchó a alguien gritar «¡Oye, hay un brazo por allá!». Mi abuelo gritó de regreso de forma incoherente y fue recibido pronto por el panorama de un soldado de los Estados Unidos observándolo desde arriba.
Le tomó al soldado y a sus compañeros de escuadrón diez minutos para desenterrar a mi abuelo del agujero. Él los recuerda a todos profiriendo alguna variación de «por la puta madre» después de que lo habían liberado. Alguien comunicó su posición por medio del radio y, después de una cantidad de tiempo indeterminada, un helicóptero aterrizó en un claro cercano. Mi abuelo fue cargado en una camilla y lo levantaron. El médico que había sido traído para el viaje cortó la camisa de mi abuelo y vomitó sin demora. Cuando el resto de los soldados en el helicóptero observaron lo que el médico había visto, unos cuantos de ellos también rociaron vómito por el costado del vehículo aéreo.
Unos días después de que había sido rescatado, mi abuelo se despertó en un hospital. Y no fue el hospital de la base, fue uno en los Estados Unidos. No tenía idea de cómo había llegado hasta ahí; una vez que había sido rescatado, se desmayó y durmió por casi treinta y seis horas consecutivas. Algunas personas pensaron que quedó en coma, hasta que un pobre médico trató despertarlo y mi abuelo le dijo «que se fuera a la mierda» y dejó al sujeto inconsciente con un solo golpe en el mentón.
Ahora que estaba despierto, los doctores le contaron a mi abuelo acerca de la extensión de sus heridas. Aparte de la deshidratación severa, estaba absolutamente infestado con mordidas infectadas. Las que se encontraban en sus áreas más sensibles no eran mucha causa para alarmarse, a pesar de la incomodidad. Fueron las mordidas más grandes las que eran una preocupación mucho mayor. La de la hormiga roja fue la peor, y, por un tiempo, los doctores estuvieron preocupados con que fuera a perder el ojo. Sus labios y nariz tenían una hinchazón terrible por las mordidas infectadas del ciempiés. Y pese a que todas esas mordidas eran horribles, se pudo haber recuperado en unas cuantas semanas y habría vuelto a los túneles poco después de eso.
Pero su axila fue el motivo por el cual fue enviado de vuelta a casa.
El rezno es la única mosca de la muerte que coloca sus huevos dentro de los seres humanos. Aquí está una fotografía de un pobre bastardo, y, de nuevo, lo siento por hacerles esto. Hasta que ocurrió la experiencia de mi abuelo, nadie ni siquiera sabía que los reznos existían en Vietnam. Pero aparentemente es así: todo desde debajo de su brazo hasta su cadera había sido remodelado para formar cavidades horribles que albergaran las larvas. Los doctores no quisieron operar, diciendo que la única forma de extirparlas era permitiéndoles desarrollarse, para, en cierto punto, sofocarlas con cinta adhesiva y obligarlas a arrastrarse hasta la superficie.
Tomó otras cuantas semanas, pero eso es lo que sucedió. Mi abuelo nos entretuvo con la historia sobre cómo dio a luz personalmente a 313 larvas de moscas de la muerte. Luego se levantó su camisa para mostrarnos la piel agujerada.
Nadie dijo mucho después de eso. Él había terminado con su historia, y después de meterse un pedazo de pastel de fruta en la boca, se fue con mi abuela. Se rieron durante todo el camino hacia la puerta.
No sé qué más decir. Así que, en fin. Ese es mi abuelo. Feliz Halloween.
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2 comentarios
Maldita sea que buen creepypasta por la ctm, Aplausos para quien lo escribió
Me encanto, fueron un detallazo las imágenes.