¡Qué buena niñera!

| Signo de Voor |

¡Qué buena niñera!


Entró a la casa y saludó amablemente. Se sacó el abrigo y lo dejó en la silla. La madre, apurada por sus asuntos, le presentó rápidamente al bebé que debía cuidar esa noche. Rocío se llevó una pésima impresión; el bebé parecía descuidado y sucio. Tenía mocos pegoteados en su carita, su ropa sucia con restos de comida y estaba muy desabrigado. Lo habían confinado a un corralito de plástico, y, cuando vio llegar a la madre para agarrar su bolso, tendió los brazos con avidez, pero la mujer se limitó a mirarlo, se paró y, desde el umbral de la puerta, dijo:

—Se llama David y es un histérico que no para de llorar. Deja que llore hasta que se duerma o te volverá loca. Me apiadaría de ti, pero si hago eso, ¿quién se apiadará de mí entonces? —Sonrío falsamente.

Rocío, la niñera, miró al bebé. No parecía de esos chiquitos revoltosos que nunca paran de chillar. Ahora lloraba, pero porque la madre se negaba a alzarlo. Rocío lo hizo y el bebé de inmediato quedó en silencio y comenzó a chuparse la mano. Notó algo húmeda su ropita y un olor feo que probablemente venía de su pañal.

—No parece tan llorón —dijo sin poder evitar el reproche en la voz.

—Ahora está tratando de conquistarte, pero en cuanto te descuides te hará la vida imposible —le prometió la madre. Miró su reloj y pareció alarmarse—: Ya son las ocho, se me está haciendo tarde. Volveré antes de la medianoche. Cualquier cosa, me llamas al celular.

Tomó las llaves del auto y se fue, dejando a Rocío sola con el bebé.

La chica le cambió el pañal y vio que la caca pegada a sus nalgas ya estaba seca, como si hubiesen pasado días desde el último cambio de pañal. «Pobrecito», dijo la chica. Le dio bronca al pensar que esa mujer fuera tan hija de puta con su propio bebé, la quería agarrar del pescuezo apenas la viera de nuevo. La iba denunciar por negligencia y maltrato infantil.

Buscó su celular para llamar a la policía, pero no estaba en sus bolsillos.

«Lo habré dejado en el auto. ¡Mierda!», pensó. No iba a salir con ese frío y menos con el niño en brazos, mucho menos iba a dejarlo solo, ya que al fin y al cabo, la última vez que dejó sola a una niña, esta tuvo un accidente y, obviamente, la despidieron.

Lo bañó en agua calentita y le puso algo de talco en la cola irritada. Lo abrigó tanto que hasta le pareció un osito de peluche. El chico se comportaba con normalidad, le sonrió con sus ojos azules; el niño era realmente hermoso y pacífico. Rocío no podía entender cómo la madre tenía tanta queja con respecto a él.

Se hicieron las once y el niño comenzó a bostezar. Rocío preparó el biberón y el bebé empezó a entredormirse. Apagó la luz para que ya pudiera conciliar el sueño tranquilamente.

Ahora, ambos estaban en la oscuridad y la chica podía escuchar nuevamente los ruidos de succión que hacía el pequeño que había despertado al moverse ella para apagar el interruptor de la luz. Aún pensaba en la madre, se preguntaba cómo una mujer podía descuidar tanto a su hijo. Siempre se encontraba con madres así, pero esto era demasiado grave. Amaba a los niños, y esto realmente no se lo iba a dejar pasar a esa estúpida mujer. Quería justicia.

Estaba pensando en qué escándalo iba a hacerle a la madre del niño cuando vio que en el cielorraso se dibujaban dos puntos de un color blanco fosforescente. Al principio pensó que se trataba de la luz del detector antihumo, pero, entonces, los puntos se movieron. Cruzaron todo el cielorraso y fueron a parar a la pared, y de ahí saltaron hacia una estantería repleta de juguetes. ¿Qué diablos era eso? Parecían dos luciérnagas… pero no, se movían muy rápido.

El bebé en su regazo se agitó con violencia y Rocío bajó la vista. Y lanzó un grito. Los ojos del bebé, que seguía tomando del biberón, brillaban en la oscuridad. Tenían ese color blanco fosforescente que ahora se reflejaba en los juguetes sobre la estantería. La niñera se incorporó con rapidez y dejó caer al crío. Fue un movimiento reflejo alimentado por el susto, y el bebé cayó de cabeza sobre el suelo.

El biberón salió disparado debajo de la cama. El niño comenzó a berrear a todo pulmón. Había caído de espaldas y ahora agitaba sus piernas y bracitos con desesperación.

Rocío quiso vencer su miedo, acercarse para levantarlo, pero no podía, no dejaba de ver los ojos luminosos del bebé, que ahora giraban enloquecidos hacia uno y otro lado. La chica retrocedió y salió de la habitación. Cerró la puerta detrás de sí y comenzó a sollozar. Pero dejó de hacerlo, le llamó la atención el silencio súbito del otro lado. Pensó lo peor, que el niño habría muerto por el golpe. Tocó la manija de la puerta para entrar, cuando un ruido la detuvo: alguien, del otro lado de la puerta, estaba rascando la madera.

—Rociooooooo… —dijo una voz, una voz chillona—. Ven aquí, Rocío. Dame el biberón, Rocío…

La chica salió disparada hacia la salida emitiendo un gemido de horror. Se metió al auto y arrancó. A punto estuvo de chocar con un camión que venía de frente.

Media hora después, llegó a su casa. Todavía presa del miedo, se sentó en el sofa y, mientras se sostenía la cabeza por la culpa y el miedo, comenzó a llorar. Luego llamó a su madre, pero cortó al segundo pitido. Eran las doce de la noche, no podía despertar a su madre y contarle una cosa tan terrible como la que le acababa de suceder.

Se metió a la cama pensando que no podría dormir, pero a los pocos minutos se deslizó en el sueño casi sin darse cuenta.

Despertó completamente desorientada. Aún era de noche y la oscuridad persistía. Quiso incorporarse al sentir succión en su seno. Con mucha lentitud giró los ojos hacia el costado.

El bebé estaba prendido a su pecho izquierdo. Sus ojos refulgían en la oscuridad y la miraban con una espeluznante fijeza.

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De por ahí (?

Tiatira

Terror, misterio y suspenso. Amante de los finales abiertos y gatos, muchos gatos.

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