He enmarcado la fotografía. Reposa en mi cubículo, en el mismo lugar que ha ocupado por los últimos dos años. Es un recordatorio de que debo esforzarme más. Un recordatorio de todo el dolor que fue causado por moverme demasiado lento.
Diecisiete niños desaparecieron aquel verano. Secuestrados desde sus habitaciones sin dejar rastro de quién lo hizo. Este caso me apuñaló más profundamente que cualquier otro en el que había trabajado antes. Cada día, otro padre se me acercaba y me cuestionaba sobre por qué aún no había encontrado a su bebé. A lo que respondía: «Lo estoy intentando. Lo prometo». Luego de la desaparición número diecisiete, recibimos una fotografía en el correo. Tenía algo escrito al reverso. Tres palabras:
«el tiempo corre»
Si no supieras el trasfondo, podrías llegar a pensar que esa fotografía era hermosa. Era una carretera de grava vieja que fluía delicadamente hacia una colina. La fotografía fue tomada desde la mitad de la calle con el lente apuntando a lo alto. Un lado de la carretera estaba delineada por una ración de brillantes hojas de otoño que parecían haber caído recientemente. En el centro del camino había una cesta pequeña. El ángulo de la cámara no permitía ver lo que tenía dentro. En ambos lados de la carretera había árboles de pino gigantes que arrojaban sombras agobiantes y entrecruzadas.
Nuestro departamento fue capaz de encontrar la ubicación, pero no había ninguna evidencia. Ninguna cesta en la calle. Nada en el bosque. La echaron a un lado como una pista falsa, pero algo en la fotografía captó mi atención. La mantuve en mi escritorio durante meses simplemente tratando de descubrir lo que significaba. Lo único que quería era decirle a esos padres lo que pasó con sus niños.
Había algo inusual en esa fotografía. Algo que no se sentía natural. Pensaba en ello todo el tiempo: la cesta, las hojas, los árboles de pino. Y, un día, hizo clic. Hojas caídas y árboles de pino. Los pinos no tienen hojas; tienen conos. Los conos no adquieren esos colores ni se caen en el otoño. La pila de hojas no era natural.
Luego de meses de observar la fotografía, meses de decirle a los padres que no pude encontrar a sus niños, al fin lo habría descifrado. Cavé un agujero en donde estaban las hojas en la fotografía. Había una cesta enterrada debajo de la tierra. Tenía el cráneo de un niño. Los registros dentales lo emparejaron con Michael Blasters, uno de los niños que había desaparecido.
Ordené una excavación en el área. Todos los demás niños estaban enterrados cerca.
Solo un esqueleto completo fue encontrado. Era la niña que desapareció unos días antes de que recibiéramos la fotografía. A diferencia de los demás, su cuerpo estaba en un ataúd.
Había una nota pegada al frente de su vestido con la misma escritura de la foto:
«48 horas de aire. Pudiste haberla salvado».
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3 comentarios
Me hacen a mí eso y no lo descubro hasta dentro de 30 años…
Lo mismo pienso, mis nietos lo encontrarian
Me dí cuenta al instante(lo relacionado a los pinos y hojas)