Piedritas

Pensábamos que había una granizada tremenda cuando nos despertamos a la mitad de la noche por el repiqueteo de truenos y el sonido de nuestra cabaña siendo bombardeada con algo. Continuó por alrededor de un minuto, y luego se detuvo. No había nada de lluvia, lo cual era extraño. Volvimos a dormir, distantemente conscientes del olor de algo que se estaba quemando. Supuse que probablemente era de un relámpago que había caído en alguna parte.

Por la mañana, nos dimos cuenta de cuán equivocados estábamos. Jill fue la primera en levantarse, pero sus gritos se aseguraron de que yo estuviera pisándole los talones.

Nuestra propiedad era un desastre. Quemaduras del tamaño de pelotas de béisbol cubrían nuestro patio hasta donde alcanzaba la vista, y cuando salimos afuera para evaluar el daño en nuestra cabaña, me sentí consternado al encontrar quemaduras similares, aunque más pequeñas, por todas partes en el techo.

—Debieron haber sido meteoritos —aseguró Jill—. Te apuesto que ese trueno que escuchamos fue un meteorito grande fraccionándose.

No tenía el conocimiento suficiente como para contradecirla, pero pensé que fue bastante extraño. Ella estuvo de acuerdo.

Pasamos el resto del día haciendo nuestro mejor esfuerzo para rastrillar los pedazos de roca del tamaño de canicas, las cuales transportamos y amontonamos en el reverso de la propiedad, por la pila de abono. Jill pensó que podrían tener algo de valor para alguien, así que íbamos a llevar a casa un tarro lleno al final del verano.

Conforme hablábamos, pude notar que ella se encontraba incómoda. El trabajo que habíamos estado haciendo había agravado la piel agrietada alrededor de su boca y debajo de sus brazos. Algo acerca de esa temporada del año siempre se lo provocaba, y sin importar cuánto intentara mantener humectadas las áreas, siempre se agrietaban dolorosamente. Le dije que yo iba a acabar en lo que quedaba de la noche si ella quería regresar adentro. Lo hizo.

Delineé un plan para sacar los pedazos de hierba arruinada y volverla a sembrar, pero me frustré rápidamente. Iba a ser un proyecto mayor que me iba a tomar días, si no es que semanas. Aún había áreas completas de patio de las que no habíamos levantado los meteoritos, pero iban a destrozar la podadora de césped si trataba de pasarla por encima para hacer que el área estuviera presentable por el momento. Qué dolor de cabeza.

El día siguiente, para empeorar las cosas, notamos que el agua del pozo había adquirido un sabor. Era salado y soso, casi cobrizo. Completamente desagradable. Podíamos beber agua embotellada por el resto de las vacaciones, lo cual habíamos estaba haciendo la mayor parte del tiempo de todas formas, pero aun así nos estuvimos duchando y lavando los dientes con la cosa que salía del pozo. Y, por un tiempo, lo seguimos haciendo. Por el lado bueno, mis encías habían dejado de sangrar cuando me limpiaba con hilo dental. Debió de haber sido por todos los minerales adicionales del agua del pozo que se filtraron de las reservas municipales.

Después de otro día largo de trabajo de campo, estaba preparando la cena cuando escuché a Jill chillando en el baño. Ella había entrado para tomar una ducha unos minutos antes. Cuando me apresuré para ver qué era lo que sucedía, Jill se encontraba tosiendo, maldiciendo y esforzándose por limpiar esa misma cosa que estaba obstruyendo el drenaje y haciendo un charco como de miel al fondo de la tina. Si no se hubiera retirado en el segundo que sintió que golpeó su cara, hubiera quedado cubierta de pies a cabeza.

Le ayudé a limpiar con una toalla tanto de esa cosa como pude, y un minuto o dos más tarde, la cabeza de la ducha había comenzado a escupir agua de nuevo. Tomó un poco de convencimiento, pero al final inclinó su cabeza debajo del flujo de agua para que pudiera quitarse de su cabello el residuo de fuera lo que fuera eso que se le había impregnado.

Una vez que Jill estaba tan limpia como iba a estar, llamé al sujeto a cargo del mantenimiento del pozo en nuestro condado. El único sujeto a cargo del mantenimiento de pozos en todo el condado. Nos atendió de inmediato, pero nos dio la respuesta que sabía que nos iba a dar: le tomaría al menos tres semanas antes de que pudiera llegar a la casa y echar un vistazo. Le pedí que hiciera algo de tiempo para que llegara más temprano, y le ofrecí demasiado dinero, pero lo más que pudo hacer fue mover la cita dos días antes.

Me dijo que había visto floración de algas en algunos de los pozos locales. La única sugerencia que tenía era que dejáramos correr el agua hasta que se viera normal, lo cual era lo que habíamos estado haciendo durante nuestras duchas subsecuentes. Odiaba tener que esperar, pero era bueno saber que él había visto algo similar antes.

Durante la cena, Jill trató de que llegáramos a un arreglo acerca de qué es lo que íbamos a hacer. Yo quería irme a casa. No había razón para que necesitáramos soportar el agua extraña y el trabajo de campo cuando podíamos ir a casa, estar cómodos y contratar a personas que se encargaran de ello.

Jill se quería quedar. Había estado anticipando el viaje por meses, y la piel agrietada en su boca se estaba sintiendo mucho mejor. La cabaña le había pertenecido a sus padres y ella había pasado muchos veranos ahí. Sin importar cuán desagradables fueran nuestras circunstancias, aun así eran menos estresantes que todo el trabajo que le estaba esperando para el regreso que calendarizamos dentro de dos meses.

Cedí.

Ayer por la mañana, me desperté ante una sorpresa notablemente agradable. En las partes del patio de las que no habíamos quitado los meteoritos, las quemaduras habían desaparecido. Cuando salí afuera para revisar, noté que estaban cubiertas por la misma cosa viscosa que ocasionalmente salía de nuestras tuberías. Debajo de esa secreción había hierba verde y saludable. Cuando vi más de cerca, noté que varias hormigas —casi demasiado pequeñas como para ser vistas— estaban arrastrándose de arriba hacia abajo por la hierba y cargando trozos secos de esa sustancia hacia sus hogares.

Regresé adentro y le conté a Jill. Ella actuó feliz de escucharlo, pero pude notar que se encontraba profundamente incómoda. La piel agrietada alrededor de su boca y nariz había empeorado de nuevo. Le ofrecí llevarla a la clínica del pueblo, pero me dijo que no quería sentarse en el auto por cuatro horas solo para que un doctor le diera la misma crema que había estado usando durante la última semana. En tanto hablaba, la esquina izquierda de su boca se partió y derramó un flujo de sangre delgado por su mentón. Suspirando, exasperada, agarró una toalla de papel y se volteó hacia el lavado para mojarla. Puso el papel humedecido contra su herida. Cuando se sentó, vi que el grifo estaba derramando esa baba pegajosa que había causado su problema en primer lugar. Pero era demasiado tarde. Ya la había presionado en la grieta de su piel.

Antes de que pudiera mencionarlo, los ojos de Jill se iluminaron. Alejó el pedazo de papel toalla; un hilo de fluido meloso aún estaba conectado de la toalla a su rostro. El corte había desaparecido.

—No lo hagas —le dije.

Jill no me escuchó. Regresó a lavado y abrió el grifo. La sustancia pegajosa y clara fluyó. Llenó sus manos y se llevó los contenidos a su rostro. Se lo frotó por un momento y luego se dio la vuelta hacia mí.

Bajo el brillo alrededor de su boca y nariz, había piel nueva y saludable.

—¡Qué genial! —exclamó y se limpió los residuos. Yo no sabía qué pensar, mucho menos qué decir. Supuse que algún doctor homeopático con un título en estudios de algas lo encontraría completamente normal.

Nos fuimos a la cama y dormimos. Por la mañana, la nariz y el rostro de Jill, pese a que se encontraban mucho mejor que en sus peores momentos, aún no estaban igual de perfectos que después de cuando aplicó la sustancia. Le dije que iba a salir al patio y trabajar un poco.

Pero antes de que pudiera levantarme de la cama, me besó. Ahora bien, tenemos casi sesenta años. No me malinterpreten, somos afectivos el uno con el otro, pero la mayor parte del tiempo solo nos abrazamos en el sofá y comemos una pizza. Es más fácil de esa manera. También requiere menos pastillas azules. Pero no por eso estoy diciendo que no tenemos una vida sexual, porque sí la tenemos, pero es una cosa de cada tantas semanas.

El beso eufórico de Jill se sintió menos como el de la mujer con quien había estado casado por treinta y cinco años, y más como el de la adolescente que solía ser cuando comenzamos nuestra relación. Pero no me molesté en preocuparme por esa diferencia particular. Seguí su ejemplo e hicimos lo que aparentemente necesitaba ser hecho.

Después de eso, mientras me vestía, le dije a Jill que iba a comenzar a transportar los meteoritos que habíamos dejado el otro día. Ella no me prestó atención. Regresó a la cama. Me reí y le recordé que, incluso cuando éramos jóvenes, yo aún tenía el período refractario de un ciclo climático. Ella asintió y me dijo que tuviera cuidado afuera, y luego hizo un gesto evidente de deslizar sus manos por debajo de las sábanas. Se veía increíble. Para mi asombro, sentí una estimulación renovada por debajo de mi cinturón. Aunque antes de que pudiera saltar de nuevo a la cama, negué con la cabeza. Realmente necesitaba empezar con ese trabajo de campo. Comenzaba a nublarse y no quería tener que posponerlo por la lluvia. Le dije a Jill que se divirtiera y me fui afuera.

En el área que no había tocado del patio, la grama estaba a la altura de mi tobillo. Todas las quemaduras habían desaparecido. Aún había bultos de baba en la hierba. Las hormigas que se habían enloquecido por la sustancia no se encontraban por ningún lado.

Rastrillé y rastrillé y rastrillé. Las piedrillas se amontonaron y las puse en la carreta para llevarlas a la pila principal cerca del abono. Había estado trabajando por dos horas sin parar, así que, durante un descanso, mientras bebía de mi botella de agua, me agaché para ver más de cerca los lugares que las hormigas habían invadido el otro día. Había algo ahí que no noté mientras estaba rastrillando. Algo que definitivamente no estaba ahí cuando lo revisé el día anterior.

Había una infinidad de puntos blancos recubriendo la misma hierba que estuvo repleta de hormigas hace menos de veinticuatro horas. Agarré unas cuantas hojas de hierba de la tierra y las sostuve enfrente de mi rostro, esperando que pudiera verlas mejor. Los puntos eran ligeramente ovalados en su forma. Algo hizo clic. Huevos. Las hormigas debieron de haber tenido un banquete tan gigantesco con esa sustancia babosa, que las había impulsado a reproducirse alocadamente. O algo por el estilo. No tengo idea de cómo se crean las hormigas.

Escuché gotas impactando los árboles en el otro lado de la propiedad, y, diez segundos después, me habían alcanzado. Una descarga distante de electricidad penetró el cielo, y un trueno rugió segundos después. Suspirando, coloqué el rastrillo y la pala en la carretilla y la empujé hasta el cobertizo. Más relámpagos y truenos. Supuse que ya no podría hacer nada hasta que la tormenta pasara.

Me dirigí adentro de la cabaña, golpeé mis botas contra el marco de la puerta para sacarme el lodo, y entré.

—Charlie —llamó Jill. Escuché el flujo de agua en el baño.

Desde la cocina en donde estaba parado, sacando cucharadas de la ensalada de frutas de la noche anterior en un tazón, contesté:

—¿Qué sucede?

—¡Ven a tomar un baño conmigo!

Reí para mí mismo. La bañera apenas tenía el espacio suficiente para la complexión delgada de Jill, no digamos para nosotros dos. Llevé el tazón de ensalada de frutas conmigo por el pasillo y hacia la habitación. Antes de que girara en la esquina del baño, el agua dejó de correr y Jill gritó de nuevo:

—¿Charlie, vas a venir? —Su voz sonaba un poco diferente. Más nítida, de alguna forma. Entré al baño iluminado por candelas. Jill estaba en la bañera, reclinándose contra la forma curvada. Estaba descansando su cabeza en una toalla doblada. Me dio un vistazo y sonrió. Sus manos merodeaban su cuerpo de arriba hacia abajo.

Incluso bajo la luz tenue, se veía increíble. No sabía si era el prospecto de repetir nuestra diversión de esa mañana, o solo el panorama de verla tocándose a sí misma, pero era impresionantemente agradable. Coloqué mi tazón en el lavado y comencé a desvestirme.

Un relámpago cercano, inmediatamente seguido por una explosión de trueno, me hizo saltar. A medida que mi sorpresa se disipaba y continuaba quitándome mi ropa, me di cuenta de que había visto algo diferente con la iluminación agresiva del relámpago.

En el otro lado del baño, Jill continuaba tentándome.

—Ven aquí y tócame —murmuró. De nuevo, noté algo inusual en la cualidad de su voz. Otro chasquido de trueno iluminó la casa, y esta vez, la explosión de luz asociada me mostró exactamente lo que había tenido problemas para identificar durante el primer relámpago.

Con un jadeo, encendí la luz. Bajo la luz fluorescente, todo fue revelado.

La bañera en la cual Jill se había sumergido estaba llena a tope con esa viscosidad clara. Mientras la observaba, ella se deslizó por debajo de la superficie, cubriendo su rostro y cabeza, y volvió hacia arriba. Cuando atravesó la superficie, habló:

—Por favor, Charlie, ni siquiera puedo decirte lo bien que se siente esto.

De nuevo, esa cualidad diferente en su voz. Pero ahora, bajo la luz, vi otro cambio: su cabello. El cabello de Jill había sido gris desde que tenía cincuenta años. Ahora era café claro.

Jill se manipulaba con su mano derecha y extendió su mano izquierda en mi dirección. Fluido claro supuraba desde su mano y brazo y goteaba en el suelo como miel pesada.

—Ven a sentir esto conmigo, Charlie.

No me moví, una parte de mí quería sacarla de la bañera, pero otra parte, a medida que la lluvia repiqueteaba contra el tejado y la luminiscencia de los relámpagos se colaba por el cristal de la ventana, se sentía demasiado atemorizada como para tocarla. Me acerqué, pero me mantuve lejos de su alcance. Estando parado al pie de la bañera, observé a mi esposa conforme meneaba sus caderas contra sus manos y llamaba mi nombre una y otra vez. Ondas dentro de la bañera causaban que la sustancia se derramara por los bordes.

—Jill, por favor, salte. Por favor. —Mi voz temblaba y apenas era audible por debajo de la tormenta.

Se acercó a mí con ambas manos y sonrió, y luego habló:

—¿No quieres ser joven de nuevo conmigo? ¿Comenzar desde cero? ¿No recuerdas lo bien que se sentía?

Jill se deslizó hacia abajo, y pensé que se iba a sumergir en la viscosidad de nuevo, pero se detuvo a la altura de su boca. La abrió y dejó que la sustancia se acumulara adentro. Cerró sus labios y vi a su garganta trabajando mientras se tragaba la bocanada.

—Se siente tan bien. Tan perfecto. Quiero compartir esto contigo, cariño.

Mi mente dio vueltas. Pensé acerca de cada molestia y dolor que había acumulado a lo largo de mis cincuenta y seis años. Cada marca de viruela, hemorroides y área escamosa que había adquirido durante esas décadas largas empezó a palpitar, como si quisiese ser notada. Ante mí había una manera para ponerle un alto. Recuerdo cómo éramos Jill y yo en nuestra adolescencia. Llenos de vida y energía y libido; cosas que, con el curso de los años, simplemente se habían empezado a evaporar. Miré fijamente a mi esposa, quien lucía exactamente como era cuando tenía veinticinco años.

A pesar de mi miedo, una punzada de deseo se disparó a través de mí. Deseo y excitación. Deseaba a Jill. Deseaba estar a su lado en cada forma imaginable. Podíamos envejecer juntos de nuevo —o nunca envejecer en lo absoluto—. Nuestra felicidad podría durar por siempre si así lo queríamos. Lo único que tenía que hacer era unirme a ella en la bañera.

Di un paso hacia el frente y seguí quitándome la ropa. Jill ronroneaba y se embarraba aún más en la sustancia. Unas porciones se las tragaba, otras las dejaba caer por las esquinas de su boca. Jugaba consigo misma ausentemente mientras me observaba, deleitaba, al parecer, por que iba a unirme a ella en esta nueva juventud imposible.

Mientras me inclinaba para quitarme los calcetines, noté algo que hizo que me detuviera. Los senos de Jill habían comenzado a encogerse. Ante mis ojos, sus caderas adelgazaron y su vello púbico desapareció. Sus pies ya no alcanzaban el extremo de la bañera, y más bien apenas la estaban tocando.

—Ven a bañarte conmigo, cariño. —Su voz era aguda e infantil. Me eché hacia atrás.

Fuera lo que fuera lo que le estaba sucediendo, iba a un ritmo acelerado. Jill parecía que tenía cuatro o cinco años.

—Es increíble —musitó.

Me invitó de nuevo con una de sus manos en un contexto nuevo, joven e inapropiado que me hizo darme la vuelta, asqueado.

—Charlie —llegó la voz diminuta detrás de mí. No me di la vuelta—. ¿Cariño?

Las últimas palabras fueron prácticamente balbuceos, pero aún acarreaban un elemento inquisitivo, y también —sin importar cuánto traté de convencerme de lo contrario— de abatimiento. No volvió a hablar.

Un momento después, me giré. Flotando en la bañera, se encontraba una silueta prenatal del tamaño de un mango. Las lágrimas llenaron mis ojos a medida que se encogía al tamaño de una cereza, luego de un guisante, y finalmente al de un grano de arroz. Cuando parpadeé, se había ido. Una franja de fluido blanco se quedó colgando inmóvil en la viscosidad.

—Lo siento tanto, mi amor —le susurré. Un trueno distante se abrió paso por el bosque.

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La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por Max Lobdell:
https://unsettlingstories.com/

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6 comentarios

básicamente se trata de que aquella sustancia viscosa . te hacia envejecer, por eso aquellas hormigas estaban tan activas buscándola. y después, el encontró unos huevos de hormiga, por que se hicieron jóvenes, hasta quedar como en el nacimiento.

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