Desde el momento en que fue capaz de levantar un pincel, mi padre era un artista. Rojos y azules manchaban las puntas de sus dedos, amarillos marcaban su mejilla y su camisa estaba deslustrada por tonos de verde pastel. No era ningún secreto que el hombre tenía un talento sin precedentes desde Monet o Da Vinci. Albergaba cierta agonía en su interior que solo podía liberar arrastrando pintura en un lienzo. Era atormentado. Era un desquiciado. Era hermoso.
Mi padre era un collage de sentimientos y colores que mi madre nunca pudo domesticar, pero que perseguía de todas formas. A él le gustaban los lienzos. A ella le gustaban los proyectos. Desde el momento en que mi madre posó sus ojos en ese hombre loco y retorcido, supo que quería convertirlo en algo más hermoso de lo que cualquiera de sus pinturas podrían llegar a ser.
Pero es difícil perseguir el viento. No puedes capturar algo que siempre está justo fuera de tu alcance. No puedes detener a un hombre que solo es frenado por sus propios demonios internos.
Mi padre era un pintor. Los pintores nunca son normales.
Constantemente, pasaba batallando entre la realidad y algo que está más allá de lo que nosotros podemos ver en este plano. Sus ojos marrones veían algo que mi madre nunca iba a conocer y que yo nunca podría tocar. Quizá las pinturas que creaba eran reflejos de lo que veía cuando su mente se nublaba. Nunca lo sabré. No soy mi padre.
Fue solo hasta que yo nací que comenzó a estabilizarse una vez más. Era capaz de ser normal cuando era necesario. Las marcas de pintura desaparecieron de la tela de su vestimenta y fueron reemplazadas por camisas de cuello y cinturones que abrochaban pantalones seleccionados por mi madre. El fuego en sus ojos se había ido y fue reemplazado por un nuevo deseo: el anhelo de ser un buen padre. El anhelo de amar. El anhelo de pintar mis emociones y esculpir a una niñita de la que pudiera estar orgulloso algún día.
Me han dicho que fui el proyecto en el que más se había esforzado.
Con base en las fotografías de la repisa, nunca habrías adivinado que el hombre con una sonrisa cegadora era algo más que un padre regular. Se escondió detrás de anteojos finos y ya no veía al mundo con ojos mágicos.
Pero el fuego en su interior no se disipó. Lo vi cuando me sostuvo por encima de su cabeza, impulsándome por la cama y haciendo que una risa erupcionara de mis labios. Me sentía como si pudiera estirarme y envolver mis dedos alrededor de la esquina de una estrella, bajándola hacia la tierra para regalársela a él por todo lo que me había dado. Habría brillado tan intensamente como los ámbares en sus ojos. La llama en su corazón nunca fue extinguida; simplemente estaba esperando.
Pero eso era durante el día.
Luego de que el sol se deslizara detrás de los precipicios y de que la luna resplandeciera como un foco que Dios había encendido en el cielo, mi padre comenzaba a pintar de nuevo. Después de todo, nunca abandonó el hábito. Un artista no puede contener tanta pasión en su interior sin simplemente explotar. Tenía que liberar el fuego de alguna forma. Así que había vuelto a crear sus obras. Pintaba con palabras. Pintaba con puño. Pintaba con los lienzos de los que era dueño.
Yo presionaba mi cabeza bajo mi almohada y me cubría mis oídos con las manos. Me decía a mí misma que todo terminaría pronto. Que un artista solo necesita ser sí mismo.
Mi madre nunca me hablaba acerca de esas noches. Cuando le preguntaba por qué mi padre le manchaba la piel con tanta pintura roja, siempre había un miedo oculto detrás de sus iris. Por qué el púrpura era tan vívido, y por qué trataba de ocultar las pinceladas con maquillaje barato que no podía aplicarse tan nítidamente como él podría. Me decía que mi padre estaba demasiado roto como para ser reparado. Alegó que no puedes recuperar la alegría de algo que solo escucha a las voces oscuras de su mente. Mis preguntas se quedaron sin respuestas. De todas formas, mi madre siempre dejaba de hablar cuando él entraba a la cocina.
A veces, mi padre me volvía a ayudar a tocar las estrellas y surcar el cielo nocturno como una astronauta, pero siempre se olvidaba de amortiguar mi descenso. Solía pensar que mi padre era mágico por ser capaz de pintar mis brazos sin siquiera tocar mi piel. Era un truco especial que solo hacía para mí.
Ocasionalmente, yo también era una pintura de dedos. Pero las pinceladas en mi piel llegaban muy por debajo de mi cintura. No importaba qué tanto refregara mis muslos, no parecía que las manchas pudieran ser removidas. Había un precio que pagar por la belleza, pero estaba satisfecha con poder contribuir a la genialidad de mi padre.
Un martes desperté para descubrir mi padre quería que lo ayudara. Tenía un nuevo lienzo y nuevas pinturas que mi madre misma había conseguido para mí. Mi padre sostenía pinceles remojados y listos para que los tomara en mis pequeñas manos y coloreara al mundo con ellos. No tomó mucho para convencerme de que me levantara de la cama. Él era mi héroe. Yo solo quería complacerlo como él había soñado que un día lo haría.
En realidad, dejé de necesitar los pinceles después de un tiempo. Era más fácil hacer espirales como La Noche Estrellada usando mis dedos. Además, ya me había manchado las manos lo suficiente. Siendo una niñita, no era tan coordinada como habría querido. No compartía la misma elegancia que mi padre tenía. Sus manos podían moldear la tierra si él quisiera. Así que imité los movimientos que lo había visto hacer en sus lienzos. Me esmeré en la obra, observando los trazos vibrantes siendo definidos por las yemas de mis dedos y los bordes húmedos goteando delicadamente. No tenía el talento de mi padre, pero la imagen que había creado seguía siendo bella. Era un nuevo tipo de arte que aún no había sido inventado; simplemente lo sabía.
Mi padre se tuvo que ir a lavarse las manos. Especificó que volvería dentro de unos minutos.
Tomó siglos antes de que la policía me encontrara ahí, una niñita de mirada amplia y manos rojas preguntando adónde se había ido su padre. Mi cabello estaba arreglado en trenzas sucias y mi nariz tenía una pizca de escarlata en la punta. Moretes púrpuras y negros acurrucaban mi espalda y brazos como mangas. Los hombres se quedaron de pie y comenzaron a bajar lentamente las entrañas de mi madre. No dejaba de preguntarles qué había sucedido. No me decían. Solo me pidieron que me alejara del cuerpo y que fuera con ellos. Que todo estaba bien.
Ese hombre hermoso y retorcido había dejado atrás dos esculturas. Una se llamaba «Asesinato»; la otra se llamaba «Suicidio». Yo lo había ayudado con la primera, pero creó la segunda a mis espaldas. Fue como una pequeña sorpresa que había guardado para mí.
Pero no pude volver a verlos. Fui llevada a un lugar lleno de niños sin padres, algo que yo no era, y fui abandonada en un mundo sin arte. El último regalo de mi padre para mí fue una soga alrededor de su cuello.
Mi padre era un desquiciado. Mi padre era un asesino. Mi padre era un artista.
¿Y mi madre?
Ella fue su obra maestra.
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6 comentarios
Es preciosa. Muy poética y bien narrada. Gracias, me ha encantado.
Concuerdo contigo!
yo tambien
cierto
Me gustó mucho
Dios, es simplemente hermoso. Diablos! Estoy incluso llorando.