Meditación ganó como la segunda mejor historia enviada en el mes de septiembre, 2015.
El libro me había resultado muy aburrido. Lo único que pude destacar de este fue una sentencia que el protagonista declaró en medio de una conversación con su asesino, momentos antes de que este lo matase: «Todo cuanto ha podido ocurrir, ya ha ocurrido», cuyo sentido intenté develar durante una meditación a la que me entregué como entretenimiento nocturno antes de optar por despedirme del día.
Nuestro temor a fuerzas desconocidas no procede de otro sitio más que de nuestra cabeza. Los momentos donde más temí la súbita intromisión de demonios y espectros ocurrieron precisamente cuando ellos estaban ocupando mis pensamientos. Contemplé entonces la posibilidad de que nuestros pensamientos fuesen los que dieran origen a toda esta caterva de ficciones mitológicas. Y temí de nueva cuenta la manifestación de un espectro.
«¡Edgar!», escuché aquella voz proceder de la cocina. Era mi abuela, quien se hallaba en aquel momento preparando la cena. En un primer llamado no reaccioné; al segundo, giré la cabeza creyendo descubrir en el dormitorio al origen de aquella voz, y cuando al tercer llamado agregó: «¡Edgar, apúrate, te estoy llamando!», me incorporé de un salto.
Abrí la puerta y reparé en que un largo pasillo me separaba de la cocina. Podía ver la luz parpadeante del bombillo que estaba por quemarse y ello tornaba más lúgubre aquel paisaje. Tragué saliva como creyendo que me internaba en un páramo atestado de bestias salvajes y sanguinarias y di un paso adelante. Y otro, y otro, y otro más. Creí percibir por un instante que la distancia se volvía mayor con cada paso que daba.
Un escalofrío me recorrió de punta a punta. El viento me golpeaba la nuca y, al anochecer de una antigua casa, es difícil a veces no confundir la brisa gélida con los dedos helados de un cadáver. ¡Plof! Sentí que mi corazón saltaba aterrorizado, la puerta se había cerrado detrás de mí. Fue el viento, lo sé, porque dejé abierta la ventana. «¡Por Dios, Edgar, apúrate, rápido!», volvió a resonar con mayor vigor todavía. Cerré los ojos y apreté los puños, di otros seis pasos adelante. Ya casi llegaba a la cocina, pero temí por mi vida. Tenía el presentimiento de que quien encarnaba la voz de mi abuela era el mismísimo Lucifer.
Armándome de valor y con los ojos sollozantes, porque a la casa la penetraba una atmósfera dantesca, corrí todo lo que pude hasta sentir que puse los pies en la cocina. Intenté razonar mientras tuve los ojos cerrados. «Me he divertido demasiado con historias de fantasmas —me dije—, nada de esto puede estar sucediendo en verdad». Cuando los abrí, mis temores no se apaciguaron; no había nadie. «¡Edgar, por Dios, por todos los cielos, apúrate, corre!», escuché otra vez. Mi piel estaba helada, mis piernas temblaban. Un rugido se oyó aproximarse. Corrí de vuelta a mi habitación, atravesando de nuevo aquel pasillo endemoniado y sintiendo que mil diablillos me pisaban los talones. Me escondí debajo de la cama, supliqué a Dios, le imploré que se apiadara de mí, que si mi vida iba a terminar aquí, que por lo menos mi muerte no acaeciera entre tormentos.
Las paredes restallaron, un estruendo farragoso reverberó por todo el lugar. Procuré no atraer al demonio haciendo el menor ruido posible.
«¡Edgar, ¿dónde estás?! ¡Edgar, ¿dónde estás?!», escuchaba vociferar a mi abuela con tal fuerza que me veía incapaz de reconocer si aquello que la incitaba era el horror o la furia de un visitante de otro mundo deseoso por poner sus inefables extremidades encima de mí. El bullicio, el fuego, el hedor a azufre impregnaron el lugar. Sentí que habían invocado al mismísimo Infierno a mi casa. Oí pasos, eran pasos vigorosos y que producían un sonido seco y grave como el de las herraduras de un caballo o las pezuñas de un rumiante. Lo escuché repetirse, lenta y calmadamente, como seguro de una cacería infalible. Escuché la puerta abrirse por un corredor. Escuché la voz suplicante de mi madre clamando por mi salvación, suplicando a Dios, quien recordé en ese mismísimo instante que había optado por sacrificar a su hijo para salvar a la humanidad y no dudaría en liquidarme a mí pretextándose en no sé qué incomprensibles razones divinas.
Me arrastraron por la fuerza de debajo de mi cama, abrí los ojos y vi que quien me ajusticiaba no era Lucifer, era un hombre, un hombre como cualquiera de los que estas líneas pudieran estar leyendo ahora mismo. Un hombre capaz de cualquier acto, de los actos que cualquier hombre es capaz de cometer. Vi a mi madre desnuda, vi cómo la vejaban, cómo de su vientre emanaba la sangre, del mismo vientre del que yo emergí. La vi llorar con horror mientras aquellos hombres, quienes ahora me mostraban el horror de la guerra, decidían poner fin a su vida con nada más que un machete con el que la degollaron.
Vi el cadáver de mi madre, vi la mirada extraviada del cadáver de mi abuela. Cerré los ojos y pensé, por última vez, en una transformación de aquella frase que leí en aquel aburrido libro y que referí, como invadido por un acceso delirante, al infame que pondría fin a mi existencia: «¡Todo cuanto ha podido narrarse, ya se ha narrado!»; descubrí que no eran necesarias las fantasías de Poe, Hoffmann o Maupassant para mostrarnos los horrores más deletéreos, que con solo escudriñar un poco podía verse que la realidad protagonizaba la más escabrosa, la más siniestra historia de horror que haya podido escribirse nunca por cuantos hayan sido capaces de imaginar…
2 comentarios
La narración es muy buena. Me agrada cómo introduce el efecto que la sugestión puede tener en nosotros y lo concluye de una manera tan inteligente. Es un relato ligero, que va al grano y te deja una sensación de incomodidad propia de todo buen creepypasta. Felicidades por tu lugar en el Salón de la Fama, me encantaría seguir leyendo historias tuyas.
Ufff, por eso hay que tener más miedo a los vivos