Antes de que mi esposo muriera, nuestra hija, Veronica, fue diagnosticada con esquizofrenia infantil. La llevamos a infinidad de especialistas, y casi todos llegaron a la misma conclusión. Su condición era rara, pero ciertamente no era insólita. Estábamos devastados.
Los doctores sugirieron que no empezáramos a medicarla de inmediato. Tenían la preocupación de que los químicos podrían interferir con el desarrollo de su cerebro. A los cinco años de edad, cuando el desarrollo cerebral apropiado es crítico, no querían arriesgarse. Solo iban a prescribirle antipsicóticos si las alucinaciones se tornaban demasiado severas.
Paul dijo que nos podría ser útil identificar las alucinaciones en el transcurso del año siguiente, antes de que comenzara la escuela, para que pudiéramos saber qué era lo que debíamos anticipar. Se me hizo bastante difícil estar de acuerdo con eso, pues yo había querido que comenzara el kínder enseguida. Veronica había demostrado ser lo suficientemente inteligente y más que capaz, pero al final cedí. Simplemente no quería admitir que Veronica necesitaba atención especial. Debíamos aislar sus alucinaciones de la imaginación normal y diaria que todo niño de su edad tiene.
Empezamos a notar unos cuantos casos atípicos. Uno era un perro grande que jugaba con ella mientras se suponía que debía estar durmiendo. El otro era un pez que la seguía de un lado a otro y le hablaba sobre caricaturas. Pero el más desconcertante para nosotros era el hombre oscuro sin ojos, nariz u orejas que le decía cuán divertido sería si saliera corriendo hacia afuera y jugara en la calle. En más de una ocasión, Paul me dijo que había perseguido a Veronica después de que ella abrió la puerta mosquitera y se precipitó hacia la calle congestionada.
Tras la tercera ocasión, Paul se levantó por la madrugada, se reportó como enfermo en su trabajo y pasó el día colocando una cerca. Era verano, y por más que quería mantener a Veronica adentro, sabía que la luz del sol y el aire fresco eran demasiado importantes como para que se los perdiera. Aun así, siempre que Veronica jugaba afuera, se iba en línea recta hacia la cerca y empezaba a llorar cuando no podía saltarla. Recuerdo haber estado sentada con ella —en la grama a un lado de la cerca— mientras sollozaba y hablaba con el pez sobre cómo el hombre oscuro estaba enojado con ella y le había dicho al perro que fuera grosero cuando jugaran. Luego se puso a gritar por un largo tiempo. Cuando finalmente logré que me contara lo que estaba sucediendo, lo único que dijo fue que el pez había sido arrollado por un auto y que se había muerto. Hice mi mejor esfuerzo para consolarla, pero fue inútil.
Paul y yo tuvimos una plática extensa esa noche. Decidimos que su condición se encontraba lo suficientemente mal como para que requiriera de la medicación que habíamos estado tratando de evitar desesperadamente. Después de un viaje al doctor, quien escuchó con atención todas las observaciones que hicimos, se concordó en que su condición era potencialmente severa y le prescribió las drogas. Se nos dijo que la observáramos muy, muy cuidadosamente. La medicación podía provocar que las alucinaciones empeoraran antes de que mejoraran.
Al tercer día con el experimento de la medicación de Veronica, sus alucinaciones se hicieron violentas. Nunca había visto a nuestra hija tan atemorizada. Durante el transcurso de dos días horrorosos, nos había descrito cómo el pez se había convertido en un monstruo después de su muerte, y ahora hacía que el agua tuviera un sabor fétido; cómo el perro la hería siempre que se encontraba sola; cómo el hombre oscuro sin nariz, orejas u ojos rasguñaba su barriga con tanta fuerza, que había empezado a sangrar. En una ocasión que vi por debajo de su camisa, encontré arañazos frescos por todos lados en su barriga. Revisé sus uñas y, efectivamente, podía ver restos de sangre y piel por debajo. Paul y yo no sabíamos qué hacer.
El estrés por los episodios de Veronica tensó la relación entre mi esposo y yo. Podía notar que su depresión había resurgido. Aun así, me preocupaba más por mi hija inocente que por mi marido adulto.
Los doctores nos pidieron que comenzáramos a ir amainando la medicación de Veronica para ver si las cosas mejoraban en algo. No pude notar la diferencia. Veronica siempre estaba asustada y continuaba rasguñándose a sí misma cuando nosotros no estábamos cerca, usualmente después de la hora de dormir.
Paul y yo empezamos a intercalar noches en las que dormíamos en la habitación de Veronica para vigilarla. Pero encontraba sangre en sus sábanas, ropa y debajo de sus uñas casi siempre que revisaba.
Cada una de sus alucinaciones se había vuelto agresiva. El pez la mordía, el perro se recostaba encima de ella para que no pudiera respirar y el hombre oscuro la arañaba. Consideraba seriamente si Veronica necesitaba ser institucionalizada.
Paul se disparó en la cabeza un sábado por la mañana mientras Veronica y yo estábamos en la cocina comiendo el desayuno. No me molestaré en detallar la conmoción, el sentimiento de traición y la desesperanza pura que le siguieron. Se me dejó sola para cuidar a una hija terriblemente enferma.
Un par de semanas después de su funeral, estaba limpiando la casa con Veronica a mi lado, quien mostraba orgullosamente los nuevos guantes de felpa que mi hermana le había comprado con la esperanza de que dejara de lastimarse. Hasta entonces, había funcionado bastante bien. Por alguna razón, Veronica se encontraba en uno de sus infrecuentes estados de ánimo positivos mientras escudriñábamos la casa. Estaba empacando cosas pequeñas que le habían pertenecido a Paul. Me dolía demasiado verlas cada día.
Veronica me comentaba distraídamente que había estado durmiendo mucho mejor, sin ninguna pesadilla, y que el perro ya no se estaba subiendo en ella y el pez había vuelto a ser amigable y gracioso. Le dije cuán feliz me hacía escuchar eso y llevamos la caja que estaba cargando al cobertizo de Paul. Pensé en preguntarle si el hombre oscuro con el rostro aterrador aún le estaba pidiendo que se lastimara. Antes de que pudiera hablar, la vi rasguñándose su barriga furiosamente. Gracias a Dios por los guantes de felpa.
Después de probar alrededor de quince de las treinta y tantas llaves que Paul había mantenido en su llavero, finalmente escogí la indicada para el cobertizo. Abrí la puerta y Veronica corrió hacia adentro para explorar. Ella giró hacia la izquierda, y yo a la derecha, buscando un lugar en donde pudiera poner la caja. Veronica rio por lo bajo y exclamó: «¡Ahora yo estoy encima de ti!». Me di la vuelta para ver a quién le estaba hablando. Arrugado en una esquina, debajo de Verónica, había un disfraz de perro.
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4 comentarios
No entendí :v
Había alguien más con ellos que se disfrazaba?
No ._. El padre se disfrazaba
El padre se disfrazaba y violaba a la niña ;-; aprovechando que tenía esquizofrenia, así que si la niña le contaba a alguien más, simplemente verían eso cómo una alucinación ;-;
No entiendo por qué se suicidó el padre