Jugar en Lugares Oscuros

«¡No te alejes mucho de casa!» «¡No juegues en el medio de la calle!» «No hables ni aceptes cosas de extraños.»  eran solo tres de las constantes letanías de Margaret Green, la madre de Louis, un niño de once años que pasaba las calurosas tardes de verano jugando con sus amigos de la cuadra.
Su juego favorito era el escondite, quizás por la simplicidad del juego o por el lugar que utilizaban para jugar.
La vieja casa en la esquina de St. Germain que había sido abandonada cerca de los años noventa y permanecía como una fotografía vieja y de un rancio color sepia entre todas las demás casas de la cuadra que, si bien no eran vulgarmente elegantes tenían su atractivo que las distinguía de la solitaria casa de la esquina, con su fachada rojiza de gastado color ladrillo y sus ventanas de vidrios rotos y sucios.
Para los niños era una campo de juegos, un parque de diversiones gratuito. Pero para los adultos, sobretodo sus padres, la casa recordaba al aspecto de un perro gris y raquítico, enfermo y de brillantes ojos amarillos cuyo hocico supuraba espuma infecta a través de los colmillos amarillentos.
No podían evitar que sus hijos jugaran en esa casa, algo de ese lugar los atraía casi llamándolos por su nombre entre susurros que se lleva la brisa.
Podrían prohibírselos, castigarlos incluso pero no importaba. Seguramente se escabullirían a escondidas dentro de la casa y en esos tiempos (como en los de ahora) La mayoría de los padres no tenían ni tienen exactamente todo el tiempo del mundo para vigilar las expediciones de sus hijos a lugares donde reina la penumbra y el olor a polvo es intenso.
Así era aquella casa, en días de viento las cortinas raídas y sucias flameaban por las ventanas como la capa de un vampiro o el vestido negro de una viuda.
Pero en su interior reptaba algo, algo negro y peludo que resumaba aceite agrio por los poros y se retorcía entre las paredes de la casa cuyo papel tapíz se había resquebrajado como piel seca al igual que se retuercen los gusanos dentro de una nuez podrida.
Muchos niños habían sentido ese olor agrio y uno de ellos de nombre Neil había jurado que dos ojos brillantes lo observaban desde la oscuridad que reinaba bajo la escalera al segundo piso.
Los otros niños le creyeron al principio, sobre todo Louis quién comenzó a sentir miedo de la casa por primera vez.
Pero luego aseguraron que Neil era un gallina y dejaron de jugar con el.
Pero Louis… Quizás ahora veía los oscuros pasillos y sucias habitaciones con los mismos ojos que los adultos.
Comenzó a pensar que quizás los rechinidos y quejidos de la casa estaban relacionados con algo más que su falta de mantenimiento y antigüedad.
No iría más a jugar a ese lugar. ¡Eso es! Había otros lugares mejores como el parque Gerald aunque estuviera lleno de vagabundos que olían a whisky barato.
Esa noche, sentado en el pórtico de su casa junto con su padre quién escuchaba unos viejos discos de vinilo,  miró hacia la casa distraídamente.
en el tocadiscos del comedor sonaba «Maybe its Because» Por Al Bowly y la orquesta de Ray Noble, pero sonaba como si estuviera lejos, su hogar había quedado en alguna olvidada ciudad cuyo nombre nadie recordaba y a los oídos de Louis solo llegaban ecos quebrados de aquella música.
El solo veía la casa y escuchaba el sonido  del viento que hacía danzar las cortinas de ese lugar que ahora le parecía fantasmagórico.
Recordaba que había leído una vez en un libro una frase al pié de la fotografía de un hombre de enormes bigotes. » Si miras durante mucho tiempo el abismo, el abismo acabará mirando dentro de ti.»
En su momento no lo comprendió, pero ahora creía hacerlo.
Eso era aquella casa,  un Abismo profundo y oscuro donde vivían quimeras de ojos brillantes.
Por un momento, mientras contemplaba hipnoticamente la oscuridad más allá de los raídos vestidos de viuda que flameaban por las ventanas, le pareció que algo lo miraba, pero no a él, sino dentro de él.
A la tarde siguiente, cuando ya había terminado su parte de las tareas del hogar sonó la estridente campanilla del timbre.
Al salir afuera, Louis vio a su grupo de amigos con un niño nuevo de nombre Michael Ward, era un poco más grande que ellos y era el primo de otro niño amigo de Louis.
Este rechazó enérgicamente la oferta de ir a jugar en la vieja casa de la esquina pero entonces el chico nuevo lo llamó cobarde imitando grotescamente el cacareo de una gallina…¡Cobarde! Eso era impermisible, era…era como si hubieran insultado a su madre.
Entonces, aquella tarde se dirigió junto con el resto de los chicos a la casa, con una firmeza que se iba deshaciendo en sudor a medida que se aproximaban a ella.
No importaba si entre la oscuridad de sus rincones habían monstruos de estómagos parduzcos y ansiosos de carne joven o fantasmas que hacían el amor con la oscuridad y de esa unión salían engendros ciegos con alas  y de labios cosidos,  había sido ofendido y debía reparar esa ofensa, lo que no sabía era que esa tarde de cielo rojo sería la última en la que vería a sus amigos con vida.
Al llegar al pórtico de la casa, descuidado y maloliente, quizás fue su imaginación pero Louis sintió que ellos no miraban a la casa, la casa los miraba a ellos. Y creyó que hasta el idiota de Michael lo había sentido.
Nadie dijo nada y se dispusieron a jugar al escondite. Siempre ponían al mismo niño gordo a buscar, quizás no le gustaba pero nunca se quejó.
Cuando comenzó a contar con los ojos sobre el brazo apoyado en el resquebrajado papel tapíz de la pared los demás, incluido Louis,  pusieron piés en polvorosa y se repartieron por toda la casa.
Louis quiso esconderse abajo de las escaleras, pero ya había alguien allí.
Torpemente subió las rechinantes escaleras al segundo piso y se encontró solo en un pasillo silencioso donde los rayos dorados de luz se filtraban por las ventanas rotas. A su derecha había una puerta, el agujero de la llave era el nido de una araña. y extrañamente la puerta dejaba una gran ranura entre el piso y esta por la que podría pasar una rata gorda. Quizás la puerta era muy pequeña para el marco, o quizás el segundo pisó se estaba derrumbando…
Sin pensarlo la abrió y se encontró con el interior de un armario, oscuro y adornado con jirones de telarañas que colgaban del techo. El niño gordo, llamado Edward, había dejado de contar y Louis creyó escuchar que subía por la escalera que rechinaba bajo su peso.
Sin pensarlo se ocultó en el armario, en su interior sentía miedo pero no sabía por qué.
Una sombra caminó pesadamente hasta la puerta del armario, Louis se sentó en una pequeña repisa antes usada para guardar ropa esperando que no cediera bajo su peso y recogió los pies para que Edward no los viera si se agachaba a mirar por debajo de la puerta.
-Un dos tres por tí, Louis.- Dijo Edward en tono jocoso.
Louis fingió no estar allí.
Una protesta se escuchó desde el piso de abajo
-¡Gordo tramposo paraste de contar antes de llegar a cien!- Chillo uno de sus amigos.
-¡No es verdad!- Replicó Edward furioso, pero su voz no sonaba al otro lado de la puerta del armario, sonaba lejana… proveniente del piso de abajo.
Louis no fue el único que lo notó mientras sentía que el corazón se le subía a la garganta y se quedaba latiendo allí, apresuradamente como el de un conejo que se sabe que ha caído en una trampa y pronto será desmembrado por los sabuesos.
Nadie más dijo nada, pero aquella sombra seguía de pié frente a la puerta profanando la luz que entraba por la ventana.
De pronto un olor agrio inundó la nariz de Louis y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no estornudar, ese hedor quemaba, quemaba como ácido y corroía el interior de su nariz.
Era mucho peor de lo que había descrito el niño que ya no jugaba con ellos… Neil «Como vinagre» dijo.
Pero este hedor era peor, como vinagre sí, pero vinagre flotando alrededor de cosas muertas descomponiéndose lentamente en un pantano húmedo y recóndito lleno de gusanos aflorando entre la carne de animales muertos.
Lo que vio a continuación le hizo querer llorar y gritar  pero sabía que no podía hacerlo si quería vivir.
Con la lentitud de un escarabajo largas garras amarillas comenzaron a asomar por debajo de la puerta, había manchas oscuras en esas garras y  Louis, en su terror, adivinó que era sangre seca.
Seguidamente tras las garras retorcidas apareció una mano, muy peluda, de color marrón con manchas oscuras en toda la epidermis arrugada, parecía la mano de alguien que había sufrido graves quemaduras en todo el cuerpo.
Reseca y arrugada tanteaba frenéticamente todo el suelo del armario en busca de un pié al que aferrarse.
Louis podía escuchar la respiración jadeante y agitada de aquella cosa… Parecía que intentaba olerlo.
El miedo que se retorcía en su estómago como un animal ahogándose en la profundidad de un lago oscuro, le gritaba que no emitiera ni un sonido, que aquella cosa no era humana, que era mala y quería hacerle daño. Luego un grito más aterrador provino del fondo de sus entrañas y decía:
«Quiere alimentarse de tí.»
Louis se estremeció en la repisa y sintió una fuerte punzada en su vejiga.
Aquella cosa había imitado a la perfección la voz del niño Edward para engañarlo, para hacerlo salir.
Se preguntó dónde estarían los demás. Quizás temblando de miedo en sus propios escondites en aquella casa abandonada que sería su sepulcro.
Se escuchó un grito ahogado y la mano peluda desapareció rápidamente.
El chico que temblaba bañado en sudor en la repisa escuchó pasos rápidos y cortos que se alejaban por el pasillo.
Sintió otra punzada, esta vez en la espalda, que lo obligó a ponerse de pié.
Silencio.
Todo lo demás pasó como en cámara rápida mientras una voz interior le gritaba «¡Te lo dije! ¡Te lo dije! ¡No deberías estar aquí! ¡Sal, corre y no mires atrás!»
Louis diría a la policía más tarde que no recordaba como había salido de la casa.
Atravesó como una flecha las escaleras, bajando de a tres escalones y luego salió por la puerta de entrada y corrió hasta llegar al medio de la calle desierta.
Se había orinado en los pantalones, sentía la cara roja, una bolsa de piedras en el estómago cuyos costados intentaban rasgarlo y el corazón palpitándole detrás de los ojos.
Se dio vuelta para mirar la casa, antes fue un pequeño campo de juegos, ahora parecía un gigantesco palacio de madera vieja y tejas podridas que lo miraba  amenazando con lanzarse sobre él, pero al momento siguiente solo se derrumbó como un castillo de cartas como si hubiera estado sostenida por una sola tabla que alguien había retirado de un tirón, como en un juego de Jenga.
Lo único que quedó en pié fue la vieja chimenea de ladrillos. Todo lo demás desapareció sepultado bajo los escombros.
Ninguno de los otros chicos salió.
Louis sintió que flotaba, al instante siguiente se desvaneció.
Despertó en un hospital con una venda en la cabeza y con el relato de lo sucedido.
Los adultos asumieron que aquella mano que vio Louis arrastrarse buscando a tientas sus pies, pertenecía a algún vagabundo que vivía oculto entre las paredes de la vieja casa. Y que la casa se había derrumbado porque sus cimientos eran muy viejos, sepultando a los niños en la oscuridad. «Un trágico accidente» lo llamaron los diarios.
Louis no recuerda que alguien haya mencionado el hecho de que ningún cuerpo fue encontrado.
Se habían… desvanecido. Michael, Edward, todos…
Todos habían sido tragados por la oscuridad de la casa, incluso aquella cosa de la mano podrida.

Veinte años más tarde, sentado en el pórtico de su nueva casa a casi mil kilómetros de su ciudad natal y de aquellos recuerdos, Louis pensaría que esa casa era una especie de puerta. Una puerta hacia «El otro lado» el mundo de las tinieblas donde siempre está oscuro y se arrastran cosas con garras por el piso.
A veces pensaba en todo lo que pasó, una medida de whisky acababa con eso.
El teléfono sonó y Louis dio un respingo.
Una voz amable pero mortificante, seguramente acostumbrada a pasar mensajes por el estilo, le comunicó que su madre había muerto. No lo sorprendió. Incluso se aliviaba de que Margaret Green al fin se hubiera liberado de los dolores que trae el cáncer de esófago.
Colgó el teléfono y escuchó como la puerta rechinaba al abrirse.
Se dio la vuelta y vio entrar, desde la oscura noche que caía sobre la ciudad, el suspiro de la brisa veraniega.
La cerró despacio, como esperando que algo sucediera, pero no ocurrió nada.
Se recostó en la puerta con los ojos cerrados y un profundo dolor de cabeza.  De pronto algo le molestaba en la nariz, una especie de olor… olor a podredumbre agria. Hedor a una sopa hirviente de cadáveres rancios.
Una voz dijo dentro de su cabeza:
«Te he esperado por mucho tiempo, Louis, es hora de irse.»
Abrió los ojos rápidamente, y por la esquina de la pared frente a el, vio asomarse despacio, como seduciendo al abismo, una mano peluda y de largas garras amarillas.

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Kuraca

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