Comía riendo. Cagaba riendo. Hasta dormía, aunque intermitentemente, despertando más o menos cada hora para reír.
En el caso de algunos de mis colegas, él era la única parte entretenida de sus días, pero a mí me aterrorizaba.
Esto probablemente se debía a que yo era el nuevo, el técnico psiquiátrico novato que aún creía que podía marcar la diferencia. La mayoría de los técnicos psiquiátricos perdían su barómetro de compasión después de un tiempo, y al final un paciente que pasa cada minuto del día riendo ya no es perturbador porque te parece inofensivo.
También me aterraba porque, por alguna razón inexplicable, había algo que me parecía familiar de él.
Hasta este día, mi familia aún no entiende exactamente de qué trata mi rol como técnico psiquiátrico. Es simple: evitar que los locos maten a otros o a sí mismo. ¿Pero qué es lo que hacía todo el día? Pues, a veces me sentaba en una silla observando a algunos desquiciados pasar recostados en la cama de una habitación pequeña, y si se agitaban, le pondría seguro a la puerta. A veces, dirigía la hora artística y pintábamos o trabajábamos con papel maché. A veces, colocaba un video de yoga para la hora de ejercicio, y a veces inmovilizaba a psicóticos maniáticos para que mis colegas pudieran colocarles las ataduras y que la enfermera pudiera inyectar los dos miligramos de Lorazepam.
Nunca me acostumbré a ello, pero me seguía importando, y por esa razón que solo duré un año. El hombre riente me sacó a risas de ese pabellón de casos agudos.
Permítanme explicar esto: no hay mucho que sea gracioso sobre la enfermedad mental, y no es mi intención ser insensible o frívolo acerca de la psicosis, y de cómo puede destruir al individuo y su familia. Pero para mis colegas, o al menos para muchos de ellos, a eso se reducían estos pacientes: psicóticos, locos, maniáticos.
Traté de verlos como personas, pues lo son, y su enfermedad no es lo único que los define. Pero en el pabellón de casos agudos, su enfermedad se encuentra en pleno apogeo, y es el único lado que los técnicos psiquiátricos como yo podemos ver. En su mayoría, eran pacientes bipolares en la cumbre de su fase maníaca, o esquizofrénicos teniendo un colapso mental.
El sujeto riente, a quien llamaré Aaron, era un esquizofrénico de cincuenta y pocos años, con una forma atípica de catatonía. La mayoría de los esquizofrénicos catatónicos permanecen sentados e inmóviles, viendo a la nada por días sin comer o dormir. Recuerdo un paciente de ahí que se quedaba parado en el centro de una habitación conservando una postura imposible por muchos días. Cuando su catatonía subsidía, el paciente explicaba que, durante esos momentos de parálisis, creía plenamente que el mundo iba a terminar si se movía. Pero en el caso de Aaron, según me explicó su psiquiatra, algunos catatónicos no se quedan inmóviles, sino que perpetúan movimientos o acciones repetitivas y sin propósito, y la expresión catatónica de Aaron era reírse sin parar.
Aaron había estado entrando y saliendo del pabellón psiquiátrico por años, alternando entre el hospital psiquiátrico estatal y el hospital local, pues había algunas estipulaciones «legales» que no le permitían quedarse a largo plazo en un solo centro. (Más adelante descubrí que se debía a que ningún centro podía aguantar su risa por más de unos meses).
Cuando empecé mi trabajo, Aaron ya había pasado en ese pabellón psiquiátrico por más de tres meses, pero, según los técnicos psiquiátricos más veteranos, se había estado riendo de esa forma por diez años.
Como mencioné, a la mayoría de los técnicos psiquiátricos les parecía entretenido, y más de una vez vi a uno de los técnicos poniendo su brazo alrededor de Aaron, riéndose con él, burlándose de la manera en que su risa aguda, casi chirriante, ahogaba nerviosamente cualquier otra conversación en la habitación. Pero Aaron no les hacía caso cuando hacían eso. Sus ojos miraban directamente a través de cualquiera que lo viera, y no dejaba de dar vueltas cuando un técnico trataba de agarrarlo, como si hubiese un motor dentro de él que nunca se apagaba.
Se paseaba todo el día dando vueltas de esa forma, y para hacer que comiera, teníamos que caminar a su lado colocando pedacitos de comida en su boca mientras andábamos. Le calendarizábamos pausas para ir al baño cada hora para que no tuviéramos que cambiar su ropa, y esto funcionaba la mitad de las veces. En todo momento, se reía con su risa frenética y penetrante.
Me gratinaba los oídos. Apenas una semana después de haber llegado ahí, me angustiaba tener que subir el elevador y ser recibido por su risa incesante mientras entraba a ese pabellón psiquiátrico abismal.
Aaron no fue el paciente más atemorizante que tuve durante ese año —oh, las historias que podría contar—, pero quizá fue el más extraño, incluso el más trágico, y ciertamente el más personal. Tenía entendido que la mayoría de los catatónicos cultivaban una esquizofrenia degenerativa hasta que simplemente colapsaban, pero me mataba ver que ese sujeto simplemente se había comenzado a reír y nadie sabía por qué.
Antes de que renunciara, le pregunté a casi todos sobre la historia de Aaron y nadie la conocía… Hasta que conocí al doctor Greenwald, un psiquiatra de antaño que no había trabajado en hospitales en años. Había oído anécdotas acerca de ese doctor, y, por lo que pude deducir, era un hombre amable y muy estimado que amaba su trabajo, que no juzgaba a estos pacientes atormentados. El doctor Greenwald probablemente fue mi inspiración más grande para convertirme en un especialista de la salud, y hasta este día aún recuerdo la compasión que le demostraba a sus pacientes. Las enfermeras más viejas lo amaban, y cuando descubrieron que se iba a tomar un descanso de su clínica privada para hacer rondas ocasionales en el pabellón de casos agudos, todos estaban emocionados.
Conocer al doctor Greenwald incluso superó mis expectativas, y admiro cómo valoraba cada interacción, preocupándose genuinamente por cada persona frente a él; hasta de los técnicos psiquiátricos insignificantes como yo.
Una noche, algunas semanas antes de que renunciara, vi al doctor saliendo de la habitación de Aaron después de una evaluación, y tuve la sensación de que él tendría las respuestas acerca de Aaron, respuestas acerca de cómo había llegado a ser de la manera que era.
Gentilmente, me lo contó. Hay muchas cosas que he visto en mi carrera en medicina que no tienen mucho sentido, muchas cosas que me incomodan hasta el día presente. La situación de Aaron es otro caso más de este apartado. Nunca olvidaré su historia.
La primera vez que el doctor Greenwald conoció a Aaron en el hospital, reconoció unas cuantas cosas: Aaron era un sujeto afable y cariñoso, el cual, como era de esperar, amaba reír y hacer reír a los demás. El doctor recordaba cómo Aaron cautivaba a las audiencias, contando las historias más hilarantes que inducían un tumulto de risas en la habitación entera. No tuvo una vida fácil, pero sobrellevaba bien sus penas, riéndose fácilmente de las ironías de la vida, grandes y pequeñas.
El doctor no estaba al tanto de ningún historial psiquiátrico previo, pero Aaron se casó con una mujer hermosa que había sufrido de depresión y ansiedad toda su vida. Dado que Aaron tenía un deseo tan grande por ayudar a las personas que lo necesitaban, estos sentimientos lo atrajeron hacia su esposa. Aaron quería repararla, y fue a través de ello que se enamoró. Ella se embarazó rápidamente después de que se casaron, y más adelante dio a luz a un varón sano. Su enfermedad mental empeoró después del nacimiento, creyéndose que era depresión posparto, y Aaron casi se obsesionó con el estudio de la psicopatología.
A pesar de sus esfuerzos por repararla, su condición deterioró, desarrollando psicosis posparto y comenzó a escuchar voces que la incitaban a actos violentos. Todo cambió cuando Aaron descubrió que su esposa había asesinado a su hijo infante. No lo asfixió ni lo ahogó, sino que se lo comió. Al enterarse de esto, Aaron comenzó a reír y nunca dejó de hacerlo.
Después de que el doctor terminara la historia, yo me quedé sentado, atónito, pero no en silencio, pues la risa estridente de Aaron emanaba desde su habitación. El doctor se quedó sentado conmigo, y capté un destello de emoción en su rostro.
—¿No es extraño? —dije finalmente—. ¿Que, de súbito, se haya roto completamente? Pensé que la mayoría de los catatónicos tenían un largo historial de esquizofrenia, o algo así.
Me sentí como un idiota apenas esas palabras abandonaron mis labios. Ciertamente, Aaron tuvo que haber tenido algún trastorno mental para haber sido un paciente del doctor Greenwald.
El doctor me sonrió como un abuelo amoroso.
—Algunas cosas son demasiado como para que la mente humana las soporte.
Supuse que algo tan trágico podría destruir a casi cualquiera.
—¿Cuál fue el diagnóstico cuando lo conoció, señor?
Él me miró con extrañeza.
—¿A qué te refieres?
—Cuando lo conoció, ¿por qué lo estaba tratando?
—Hijo, él no era mi paciente —Hizo una pausa—. Aaron fue un técnico psiquiátrico de aquí. Trabajé con él por años. Yo estuve aquí el día que internaron a su esposa, atada a una camilla, con la sangre del bebé cubriendo su rostro y vestimenta. Se encontraba completamente psicótica, incontrolable. Aaron también estaba de turno ese día.
Me le quedé viendo, embobado, boquiabierto, y lo único que logré piar fue un «¿Qué?» desconcertado.
El doctor suspiró con pesadez.
—Creo que Aaron sabía que estaba a punto de perder la cabeza, y se convirtió súbitamente en lo que tanto se esmeró por reparar. Supongo que la ironía fue tan grande que simplemente se tuvo que reír.
El doctor se puso de pie y me dio una palmada en el hombro. Se había quedado por más tiempo de lo que pretendía, y yo me puse de pie lentamente viendo cómo se alejaba. Cuando salió por la puerta reforzada, se volteó hacia mí y dijo:
—Curiosamente, me recuerdas a él. Claro, antes de que empezara a reírse. Estas personas te importan mucho, me doy cuenta. Tienen suerte de tenerte.
Mortificado, el entendimiento me bañó enseguida, casi ahogándome. Eso que era tan íntimo y familiar sobre Aaron… Nunca pude explicar, ni siquiera para mí mismo, cómo vi una pieza de mí en ese caparazón sin vida de un hombre, de ese hombre demente y riente.
No tuve ninguna respuesta para el doctor Greenwald en ese momento, pero, explotando desde mis pulmones, llegó una risa aterradora y totalmente involuntaria.
Entregué mi aviso de renuncia ese mismo día.
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7 comentarios
Siendo sincero, esta historia me ha parecido muy interesante, pero no exactamente un creepypasta, la verdad es que prefiero los de terror.
Te secundo
La historia es super interesante e irónica. Me encantó!!
:3 es hermoso,veo que te esmeraste mucho en hacerlo,te salio muy bien aunque no sea un creeppypasta es algo que inspira y esta muy chido.
es una historia muy interesante,aunque no sea un creppypasta se adapta bien a un miedo en este caso a volverse loco…sigue asi.
Soy nueva en esta página y de verdad me encanto la historia no es aterradora pero es atrayente y de verdad solo diré que me sorprendió.
En un momento llegue a pensar que aron era parte de su familia