Entré a la habitación y la encontré temblando y retorciéndose, luchando para librarse de las sogas que la ataban. En vano, por supuesto.
Ante mi retorno, se estremeció como una pluma a la merced del viento impetuoso.
«¡Hoy tengo un regalo para ti!», le dije; ella me miró como una persona condenada en el siglo dieciocho. Su cabeza, aprisionada al fondo de la guillotina, anticipaba el filo de la cuchilla en cualquier momento.
«Pensé que tal vez querrías ver a tu hijo, así que lo traje conmigo», anuncié y puse una caja de cartón frente a ella. Aún estaba goteando el líquido carmesí.
«Desafortunadamente —continué—, no había mucho espacio en la caja. Solo pude traer su cabeza».
Sus gritos fueron como música para mis oídos…
Nunca pensé que una caja de cartón y algo de pintura podrían facilitar tanta diversión.
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