Diego era el pequeño hijo de mis vecinos. Era un tanto…escandaloso. Siempre había sido consentido por sus padres en todos sus caprichos, y cuando ellos no corrían a comprarle el juguete que había visto, o el dulce que se le antojaba, se tiraba al suelo y hacía sus típicas rabietas avergonzando a los desesperados padres, quienes corrían a complacerlo con tal de que se callara. Los demás niños le aborrecían, pues era envidioso y constantemente les rompía los juguetes cuando los veía mejores que los suyos. Pero Diego tenía otra gran afición: torturar animales. Se divertía enormemente quemando las pequeñas hormigas con su lupa, escarbando para cortar a la mitad algunas lombrices y luego lanzarlas al hormiguero, podía pasar horas viendo a las pobres infelices retorcerse antes de desaparecer en una marea negra y venenosa con miles de afiladas mandíbulas. Pero por sobre todas las cosas, Diego amaba torturar sapos. Siempre tenía especímenes frescos, pues su casa estaba cerca de un río, así que solo debía esperar que subieran por los taludes del puente y llegaran al jardín de su casa.
Solía lanzarles brazas calientes para verlos tragarlas y minutos después se retorcía de la risa en el suelo, viendo el agujero que el objeto hacía en el estómago del animal. Los metía dentro de una caja de zapatos, luego encendía una tira de “triquitraques”, acto seguido colocaba la tapa y corría a ponerse a salvo. Cuando abría de nuevo la caja, el pobre sapo estaba quemado, mutilado o muerto, y cuidadosamente recolectaba la “leche” que había segregado para maltratar algunos perros de la vecindad. Su broma favorita, sin embargo, consistía en meterlos dentro de una bolsa plástica, amarrarla con fuerza y colocarlos al lado de la carretera. El sapo, al intentar salir de la bolsa, comenzaba a saltar y a avanzar hacia la carretera, terminando siempre su desgracia bajo el caucho de los automotores. Así era Diego, todo un ejemplar, todo un desgraciado.
La abuela de Diego por su parte, era una señora amable, adorada por todos los niños del barrio, y sufría a diario por los maltratos que su nieto le propinaba a las pobres creaturas. -Algo malo va a pasarte- le repetía constantemente, pero el pequeño demonio hacía caso omiso y algunas veces incluso, le dirigía algunos improperios.
Sucedió pues que una tarde lluviosa, uno de los “Froggers empaquetados” causó el derrape de una motocicleta y esta se impactó contra un vehículo en el que viajaba una familia entera; sacándolo de la vía y encausándolo hacia la baranda del puente. Madre, padre e hijos perecieron, así como el motociclista, quien de rebote calló bajo las llantas de un camión que transitaba a gran velocidad esparciéndolo junto con su moto por todo el pavimento. ¿Y Diego? estaba en primera fila, presenciando toda la macabra escena.
Corrió dentro de su casa y se metió bajo su cama, muy asustado, pero ignorando en gran parte la magnitud del accidente que acababa de provocar.
Las horas pasaron, los socorristas habían abandonado el lugar y los forenses hacían el levantamiento de los cuerpos. Seguía lloviendo en la zona y al caer la noche, la familia se sentó a comer en medio de un solemne silencio. Las autoridades habían achacado el derrape de la moto a lo mojado de la pista, no había razón alguna para pensar en algún agente externo, y menos para culpar a un niño o al pobre sapo que solo trataba de escapar de su ajustada bolsa.
Todos se acostaron tan pronto terminó la cena, y las luces fueron apagadas, Diego suplicó a su madre le dejara la lámpara encendida mientras se dormía, mientras afuera continuaba lloviendo.
Pasaron las horas y todos los miembros de la familia dormían. Diego tenía el sueño más ligero, unos golpes en la ventana le despertaron. Los golpes provenían de fuera, y no eran golpes fuertes, eran más bien como si alguien los hiciera con el dedo. Se escondió bajo las cobijas pero los golpes no cesaron. Armándose de valor, se acercó lentamente a la ventana, puso ambas manos en el vidrio para ver un poco mejor, y pegó su rostro contra el empañado cristal. Sus ojos se adaptaron a la oscuridad, y se rio de sí mismo al ver que el golpeteo que tanto le había asustado era producido por los saltos de un sapo intentando ingresar a su habitación; abrió levemente la ventana, extendió su mano y tomó al animal. Molesto por haber sido despertado, lo presionó con fuerza y lo estrelló contra la pared. Recogió el cadáver y lo lanzó por la ventana, puso de nuevo el seguro y se acostó dispuesto a conciliar de nuevo el sueño.
Minutos después volvió a escuchar el molesto ruido. Envalentonado, caminó fúrico hacia la ventana, abrió el seguro y observó con asombro el cadáver del anfibio colocado en la base de la ventana. Era extraño, le parecía haberlo lanzado lejos; lo tomó muy molesto y lo arrojó lo más lejos que pudo. Colocó el seguro nuevamente y se metió bajo sus cobijas.
Los minutos pasaron, y comenzó la lluvia a caer de nuevo. Escuchó nuevamente el golpeteo en su ventana y, desesperado, caminó hacia ella, la abrió y contempló nuevamente el sapo en la base. Extendió su mano para tomarlo y arrojarlo aún más lejos, pero su brazo fue tomado por una mano enorme y viscosa. Intentó zafarse con todas sus fuerzas, pero no logró moverse ni un centímetro. Intentó entonces lanzar un grito de ayuda a su madre, pero en cuanto abrió la boca, el ser que lo sostenía le introdujo el sapo muerto ahogando cualquier posibilidad sonora. Diego comenzó a llorar, quería correr, pero tenía demasiado miedo como para moverse, y aunque sabía que su vida corría peligro, su cuerpo no respondía. Apoyó su pierna con fuerza y tiró hacia adentro, como un último desesperado intento por soltarse pero el sapo en su boca le impedía respirar bien, por lo que rápidamente perdió el conocimiento. La criatura lo tomó entonces y lo sacó con paciencia por la ventana. Lo llevó por el jardín arrastrándolo por el brazo, y lo condujo al fondo del río. Cientos de sapos acompañaron la procesión mientras Diego y la criatura se perdían en las aguas para nunca más volver.