Cucú

Cucú ganó como la tercer mejor historia enviada en el mes de octubre, 2015.


Conduces tu coche por esa carretera solitaria de vuelta a casa después de un duro día de trabajo. Esperas poder llegar antes de que caiga la noche, pero hoy te has entretenido con un amigo y se te ha hecho más tarde que de costumbre. Aprovechas la falta de otros conductores para pisar el acelerador mientras miras de reojo tu reloj: son las 21:13. Alzas de nuevo la vista por encima del salpicadero y observas el horizonte. Suspiras, sabes que no vas a llegar a tiempo. Tienes una vida ajetreada, marcada por el tiempo, cualquier desperdicio de este supone un problema para tu día a día. El hecho de que trabajes tan lejos de tu hogar es la base de este estrés, que cada vez te come más por dentro; pero sabes que no puedes aspirar a más, con tu baja situación económica no puedes mudarte a la ciudad, solo puedes ahorrar poco a poco hasta tener lo suficiente como para dejar ese pueblo atrás, que solamente te complica más la vida.

«Si sigo conduciendo hasta casa no voy a tener tiempo para dormir las suficientes horas antes de tener que regresar», piensas.

En aquel lugar no hay prácticamente nada, así que realizas la mayor parte de tu vida en la ciudad. Compras, comes y trabajas allí. Por lo que ahora mismo barajas la posibilidad de buscar algún motel o albergue donde quedarte esta noche hasta las seis de la mañana, que es cuando debes levantarte.

Observas de nuevo el reloj, que ahora marca las 21:48. «En esta vida no te puedes fiar de nadie, ni siquiera de tu reloj, siempre marca algo distinto», vuelves a pensar.

Ya ha caído la noche en esa lúgubre carretera, que va dejando de lado el liso asfalto para entrar en las grietas, los baches y el barro. «Voy a matarme, lo veo». Ahora ya no es el tiempo, sino el peligro de conducir a estas horas por esa carretera. Han ocurrido tantos accidentes que ya has perdido la cuenta.

El coche pega un bote brusco a causa de un bache. Del susto decides parar y pensar en qué hacer. Mientras le das vueltas a la cabeza divisas a lo lejos unas luces que, con toda probabilidad, serán de alguna casa. Es muy común en estos lugares que las casas no estén juntas, sino dispersas. Aquí empieza la vida rural y cada uno tiene sus propios medios para subsistir, y si no tienen los suficientes mejor será que tengan un coche, como te pasa a ti.

Decides dejar de lado la carretera y probar suerte en aquella casa. Normalmente la gente de aquí es amable y difícil será que te nieguen techo y cama por una noche. Enciendes el motor de nuevo, giras el volante y te metes por un pequeño caminito que lleva hasta aquella parcela. Según te acercas puedes observar un huerto bastante grande y un establo donde con toda seguridad habrá vacas, gallinas, conejos, un caballo y un tractor. También utensilios como un rastrillo, regadera, guadaña, pala y demás. «Como si lo viera», piensas.

Cuando llegas aparcas delante de la puerta. Observas a tu alrededor y te percatas de la falta de un coche. «Seguramente aquí viva una pareja de ancianos que no necesitan desplazarse a la ciudad para comprar comestibles», razonas, como si de Sherlock Holmes te trataras.

Abres la puerta del coche y sales. Te diriges a la puerta mientras intentas observar algo por la ventana, pero tienen las cortinas puestas. No obstante, diferencias una silueta bajita y algo encorvada. Picas y oyes unos pasos que se acercan lentamente hasta pararse enfrente de la puerta. Un leve sonido de llaves y esta se abre. Hay un anciano de marcadas arrugas y ojos de expresión triste, pero con una mueca de sonrisa en la cara que inspira confianza y ternura. Tiene el pelo blanco, o al menos el poco pelo que le queda, y viste ropa típica de un granjero.

—Buenas noches, señor —dices—. Se me ha hecho tarde viniendo del trabajo y todavía me queda un largo camino hacia mi casa, y me preguntaba si no tendría inconveniente en que pasara la noche en su casa, ya que está demasiado oscuro como para conducir y la calidad de la carretera es pésima. Me iría temprano, así que no molestaré durante muchas horas.

—Oh, no se preocupe —Pestañea dos veces como intentando ajustar la vista para poder observarte mejor—. Puede quedarse el tiempo que quiera. Le prepararé algo de cena y una cama. Mañana podrá desayunar tranquilamente antes de irse. No me gustaría que sufriera un accidente, además vivo solo y las visitas siempre me alegran —dice esto último mientras se dibuja una amplia sonrisa en su cara, la cual muestra la falta de un colmillo.

Se aparta y te hace un gesto con la mano para que entres. Tú, sonriente, accedes a aquella cálida casa. Te guía hasta el salón-comedor, el cual dispone de una pequeña televisión del año de la pera, un sofá y un sillón, una pequeña mesa con un mantel y un plato encima. Al fondo una puerta que da a la pequeña cocina, donde sobre la encimera se echa un gato que se ha despertado por el ruido y te mira con los ojos medio abiertos.

—Deje aquí la chaqueta y siéntese en la mesa, le pondré un plato a usted también. ¿Le gusta la tortilla de patata?

Asientes con la cabeza mientras depositas la chaqueta encima del sillón. Te sientas en aquella silla de madera, la cual deja ver cuántos años ha estado sirviendo como asiento. El anciano no tarda en llegar con un plato con un trozo generoso de tortilla, un tenedor y un vaso de agua. Lo pone enfrente de ti y se sienta en la otra silla.

Mientras cenáis conversáis sobre tú y tu trabajo, y la dificultad que te supone vivir tan lejos de la ciudad. El anciano te cuenta que es viudo y que hace tres años que ha muerto su esposa; desde entonces solo mantiene contacto con un hijo (el cual sí vive en la ciudad) una o dos veces al mes cuando viene a visitarle, y algún que otro vecino cuando sale a dar un paseo o salen ellos. La conversación con aquel anciano se vuelve tan agradable que cuando te quieres dar cuenta ya son las 23:05, así que decides irte a dormir, no sin antes ayudarle a fregar y colocar los platos, cosa que el hombre te insiste en que no hagas, que no hace falta, pero qué menos después de ofrecerte su casa.

Cuando termináis te lleva a tu habitación que está en el piso de arriba. Mientras entras te percatas de que al lado hay otra habitación, pero no le das importancia. El anciano te dice que si lo necesitas en cualquier momento de la noche, su habitación es la que se encuentra enfrente de la tuya. Le das las gracias y cierras la puerta. El amable hombre te ha dejado un pijama, el cual te pones y acto seguido te acuestas.

Oyes una voz y te despiertas. Aún somnoliento miras la hora con un solo ojo entreabierto: son las 3:27. Te refriegas los ojos y te incorporas un poco sobre la cómoda cama. Agudizas el oído y escuchas aquella voz, la cual parece ser la de una mujer joven que canta. Giras la cabeza hacia la derecha y te das cuenta de una pequeña luz que sale de la pared tras de ti, donde se encuentra el cabecero de la cama. Te levantas y ves que, en la pared, se encuentra un pequeño agujero por el cual puedes ver qué hay en la habitación contigua. Te agachas, cierras el ojo izquierdo y con el derecho te acercas para observar. Dentro hay una mujer echada en la cama que te está dando la espalda. Tiene el cabello negro y largo y una silueta femenina bien definida. Canta con suavidad una nana; tiene una voz preciosa. Apartas la cara de la pared y te sientas en el suelo. No recuerdas que en ningún momento el anciano te haya dicho que había alguien más en la casa. Es más, estás seguro de recordar que había dicho que vivía solo, ¿o no? Vuelves a acercar la cara a la pared con el ojo izquierdo cerrado, pero ahora ya no ves la habitación, sino un único resplandor rojo. Como no puedes seguir observando nada te incorporas y te acuestas en la cama sin darle la menor importancia.

Suena el despertador del móvil a las seis y te levantas. Te preparas y bajas al salón-comedor donde se encuentra el anciano desayunando. El gato corre hacia ti y se restriega en tu pierna mientras maúlla; tú le devuelves los buenos días con una caricia y te acercas a la mesa. Del otro lado se encuentra una taza de café, magdalenas, un tarro de azúcar y otro de galletas, aparentemente artesanas. Te sientas y el anciano te sonríe.

—Buenos días. ¿Qué tal has dormido?

—Genial, he tenido un sueño profundo —dices mientras echas dos cucharaditas de azúcar y remueves—. Salvo por una cosa que me despertó sobre las tres de la mañana.

—¿Ha pasado algo?

—Bueno, me desperté oyendo a una mujer cantar. Me levanté y vi que en la pared que separa esta de la otra habitación había un agujero del cual salía luz, así que miré a través de él y vi a una mujer echada en la cama, de pelo liso, largo y negro.

El anciano bajó la mirada y su rostro se tornó melancólico.

—Pensé que vivía solo —dices.

—Vivo solo.

—Pero…

—Esa chica es mi hija, la cual a los veinte años se suicidó. Nació con un problema en la cara que le dificultó tanto la vida fuera de esta casa que la llevó a la depresión y, por último, a la muerte.

—¿Qué le pasaba?

—Nació con un ojo rojo.

Una mente enferma
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El Escorpión

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