Benito

Aquel verano en la casa de mi abuela marcó una diferencia en mí. Una diferencia que llevaré conmigo hasta la muerte.

Aún me cuesta analizar lo que ocurrió en esa casa. El psicólogo Hernández sólo cree que fue un delirio de mi infancia, pero lo que él no sabe es que él sigue allí. Esperándonos. Esperándome.

Recuerdo cómo empezó todo, porque, al menos, esa parte de mis recuerdos será imborrable. Fue hace unos diez años. Yo era nuevo en el barrio, y mi abuela conocía a algunos niños, por lo que hacer amigos no me fue tan difícil. Pero esa niña, Alicia, era especial. Sus padres se habían cambiado hace una semana, y no conocían a nadie. Entonces, mi abuela les ofreció una bandeja cargada con masitas dulces, a modo de bienvenida; siempre decía que es importante que los niños no pasen hambre en la infancia. Ellos aceptaron las masitas y las acompañaron con café con leche.

Mientras ellos conversaban, yo me escabullí entre los bellos y antiguos muebles hasta el pasillo que llevaba a las habitaciones y al baño. Lo recuerdo bien, tenía algunos cuadros y un espejo cuadrado al final, con marcos que parecían ser oro. Mientras caminaba, despacio, tratando de no hacer ningún ruido, abrí una gran puerta y la encontré. Era Alicia. Parecía un ángel, allí sentada, jugando con sus muñecas. Dije:

-Hola. ¿Por qué juegas sola, no tienes amigos?

Y ella respondió:

-No estoy sola. Benito está aquí.

-¿Benito, quién es?

-Él.- Dijo, apuntando a una de las esquinas de la habitación rosa pastel.- Saluda Benito.

Me quedé en silencio, mirando con asombro su credulidad en que algo estaba allí, aunque yo no veía nada. No fue hasta el tercer día de jugar con Alicia que las cosas se empezaron a poner mal.

Habíamos inventado un sistema de reconocimiento entre los dos. Yo debía golpear cinco veces su puerta, y luego, ella debía golpearla dos veces, y así sabría que era yo. Pero cuando la puerta se abrió, vi a una Alicia diferente. La abuela me había dicho que ella estaba enferma, pero yo quería jugar con mi nueva amiga. Cuando me vió, ella no me dijo nada. Sólo me miró, como si no me conociera. Caminó hasta el espejo, empezó a llorar y se metió en su cuarto. Yo la seguí y cuando di mis cinco golpes, ella no contestó. Lo intenté otras tres veces, hasta que por fin escuché sus dos golpes y la puerta se abrió. Di un paso hasta donde está ella y la vi jugar con sus muñecas, como lo había hecho la primera vez que la encontré. Pero había algo diferente en el ambiente. Era él.

Le pregunté si quería jugar afuera y ella sólo soltó una mirada, tan oscura y penetrante, que no podía comprender cómo podía provenir de una niña con cara de ángel. Luego dijo:

-Prefiero jugar aquí. Con Benito.- Y apuntó hacia las cortinas blancas de seda que colgaban por encima de su ventana.

-Alicia, allí no hay…- Antes de poder decir otra palabra, una extraña figura empezó a formarse detrás de las cortinas. Me quedé petrificado. Un escalofrío me recorrió la espalda con tal fuerza que parecía que me la estaban golpeando. Era un niño. Saludándome.

Alicia empezó a gritar, y de su piel brotaban marcas de golpes y, de ellos, sangre. Vi cómo fue levantada, tirada bruscamente hacia el suelo, lanzada hacia las paredes, estirada de los hermosos mechones dorados que peinaba su madre, hasta nada más que convertirse en un cuerpo masacrado.

Y fue ahí cuando lo noté. Las cortinas tenían manchas de sangre, en donde estaban las manos de Benito. Su figura había desaparecido. Intenté moverme, pero lo único que conseguí fue mirar hacia atrás. Entonces, lo vi. Sonriente, y macabro. Una sombra negra rodeaba sus ojos. De sus manos, chorreaba la sangre de lo que antes era Alicia. Me vuelvo hacia atrás, y veo a Alicia tendida en el suelo, con los ojos abiertos y el brazo izquierdo extendido. Lo estaba llamando. Y así fue como sentí a esa cosa atravesar mi cuerpo. Una frialdad pura congelando hasta los más pequeños huesos de mi cuerpo. Escuché el golpazo de la puerta y caí al suelo.

Abro los ojos, y veo la cara de mi abuela, mojada con lágrimas. No entendí nada hasta que me explicó lo que había pasado. Me encontraron desmallado, con la cabeza sangrando y un poco maltratado. Alicia fue encontrada muerta, bañada en un charco de sangre. Sus padres, esa misma noche, decidieron mudarse del barrio. Cuando los policías le preguntaron a mi abuela si había visto algo extraño, ella sólo dijo que no entendía nada de lo que había pasado. Yo traté de hablar pero cuando lo intentaba, se me trancaba la lengua.

Hoy, después de diez años, vuelvo a visitar a la abuela. Parecen no haber pasado los años. Todo sigue igual. Cuando le pregunté a la abuela si es que alguien había vivido en esa casa, antes de Alicia, ella dijo que una familia ocupó esa casa. Tenían un niño llamado Benicio, pero todos le decían Benito. Un dolor de cabeza me invadió, por lo que me fui a la habitación de huéspedes y tomé una siesta. Despierto al amanecer, la abuela aún duerme. Salgo afuera, y me siento a observar la casa. Entonces, oigo mi nombre. Una voz débil provenía de esa casa, llamándome. Me dirijo sin pensar hasta la puerta del antiguo hogar de Alicia. La puerta estaba abierta. Nada cambió desde ese trágico día. La voz se intensificaba. Provenía de la habitación de Alicia. Un miedo me invade el cuerpo, pero me dirijo hacia allí. Entonces, doy mis cinco golpes. Pasaron los minutos, y no obtuve respuesta. Confundido, me dirijo hacia la puerta y fue allí cuando escucho los dos golpes.

Desde ese momento, estoy sentado aquí. En la habitación donde vi masacrada a mi amiga de la infancia. Con Alicia.

Con Benito.

 

 

De mi mente.

Juan P.

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